Presos republicanos en el convento de la Santa Espina
De cómo los presos llegan al convento de la Santa Espina, de cómo los reciben a garrotazos y los que allí había lamentan haber vivido. De cómo se acabó con los cinco mil presos políticos.
Una vez
organizados en La Mudarra, emprendimos el viaje por la carretera de
Castromonte, que según el indicador estaba a 20 kilómetros. Sobre las doce
entramos en dicho pueblo. Allí se hizo una gran parada y el que llevaba dinero
pudo comprar algo para comer. Yo me compré pan muy bueno por una peseta y un
poco de queso. Comí de primera. Poco después continuamos la marcha para llegar
al campo al que nos llevan. Llegamos muy rendidos, con un poco de sol, al
convento de la Santa Espina.
Del nombre
de este dichoso convento, La Santa Espina, se puede decir que de “espina” tiene
mucho y de “santa” no tiene nada. Llegamos el día 1 de abril de 1939, fecha
histórica y nombre monstruo porque cómo no acordarse de este dichoso campo de
prisioneros.
Se colaba el
el sol por entre aquellas llanuras de Castilla, con grandes extensiones de
campos sembrados de trigo y otros muchos más de matorrales, dedicados a las
cacerías de los grandes señores castellanos. Entre esos campos está este
bochornoso monasterio dedicado al sufrimiento de los obreros. Era la cuarta
noche. Serían las siete cuando, después de darnos el rancho del día, un jarrito
de judías, pasamos dentro del convento. Aunque la estancia no fue muy larga, la
historia sí que lo es. No es posible relatar todo lo que allí pasó. Me
concentraré en hacer un ligero examen de lo ocurrido en aquel campo de
prisioneros.
Nada más
entrar, con ganas de descansar y de acomodarnos, nos recibieron a garrotazos.
Más de cuarenta garrotes nos andaban pegando más palos que los arrieros y nos
daban voces para que pasáramos dentro. La puerta no era muy grande y nos
apretamos unos contra otros de tal manera que se atascó la entrada y no se
podía pasar. No había otra solución que ir para adentro. Cinco mil tíos sin
poder entrar y los palos para los de las orillas.
Una vez
dentro, nos juntamos con los que allí había, prisioneros en el 37, cuando se
perdió el frente Norte. Por regla general eran jóvenes. Durante todo el tiempo
que llevaban allí, no se habían cambiado de ropa, ni les había tocado el agua
la cara. La miseria era tanta que no se podía dormir.
Daba pena
ver a estos jóvenes. Las prendas buenas se las habían quitado y la necesidad
les había obligado a vender la ropa interior, como me pasó a mí. La mayoría
solo se había quedado con la que llevaban puesta, porque no les había gustado a
los compradores o porque valía poco. A uno lo dejaron solo con un pijama de
campo. Entre unas cosas y otras, a esos muchachos jovencitos daba pena verlos
con su cara de hambre y la manta liada al cuerpo, que no parecían personas.
Según nos
informaron, además de lo que se ve, es tanto el horror que pocos días pasan que
no mueran tres o cuatro alcanzados del poco alimento y necesidad. No matan aquí
a nadie a tiros de un tiempo a esta parte, desde que acabaron con los presos
políticos. De cinco mil que trajeron en los primeros momentos, no queda uno y
todos han desaparecido. Aún quedaban algunos cuando llegaron al campo los
primeros prisioneros, pero ahora solo matan a palos y
por hambre. Si alguno se empodera un poco, lo llevan a la enfermería y allí lo
terminan fácilmente. Si esto no cambia ahora, una vez acabada la guerra, es
preferible morir a bala que no de esta manera.
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