Crónica de El perro del hortelano de Lope de Vega, representada en
Almagro por la Compañía Nacional de Teatro de México (12 de julio de 2019)
La comedia sentimental del Siglo de Oro es un artificio que
se apoya en la lírica amorosa petrarquista y se enriquece con el retruécano
barroco en el que Lope se muestra maestro absoluto.
Diana es una mujer caprichosa que se enamora y se desenamora
según cómo avanza el romance de Teodoro (su criado) con Marcela (su criada).
Diana, Teodoro y Marcela conforman un triángulo amoroso en el que los celos y el
escalafón social determinan la salud de las pasiones. Los juegos de palabras,
los enredos lingüísticos y el carácter voluble de Diana son la piel que
envuelve esta obra: Diana escribe una nota a Teodoro en la que expone su
inclinación enrevesada hacia su criado y le exige a este una respuesta que esté
a la altura:
«Amar por ver amar envidia ha sido,
y primero que amar estar celosa
es invención de amor maravillosa
y que por imposible se ha tenido (...)
Ni me dejo forzar, ni me defiendo;
darme quiero a entender sin decir nada:
entiéndame quien puede; yo me entiendo.»
Estos enredos amorosos y lingüísticos dan
forma al artificio teatral de Lope. Un constructo que la Compañía Nacional de
Teatro de México opta por ambientar dentro de otro artificio: el mundo
glamuroso del cine de los años cuarenta / cincuenta. Las actrices se pasean
por el escenario con peinados e indumentaria de pinups, cantan boleros sobre un piano y
convierten el palacio de Belflor en el cabaret de Rita Hayworth. Un artificio
(el de la comedia de enredo barroca) dentro de otro (el mundo de las
redecillas de melenas, los micrófonos metálicos y las luces de neón). El acento mexicano
se aviene a la perfección con la delicadeza del verso lopesco. Me da por pensar
si no estarán más próximos a los del autor estos dejes latinos que los
ibéricos.
Una Diana espléndida, de nombre fabuloso, Astrid Romo, atrapa al espectador
y lo somete a la bendición del artificio bien construido. El resto del elenco
se desenvuelve con garantías para dejar bien amarrado al público a las
localidades de la destartalada universidad almagreña.
Lope es una parodia de sí mismo. Para envolver al
"vulgo" enreda a sus protagonistas en una aventura de amor tan
extravagante que parece reírse de su propio oficio de inventor de disparates
(como podría llamarlo Cervantes). Al final de la obra, un engaño sirve para que
Diana y Teodoro por fin se amen. Los códigos de la época no permitían que dos
personas de ascendencia tan distante (señora y criado) propusieran casamiento
sobre el escenario. Un engaño final los iguala, aparentemente. Todos son
conscientes de que es un engaño, incluida Diana. Teodoro no es conde y todos lo
saben, salvo su supuesto padre. Y, a pesar de todo, determinan seguir con el
embuste para dar fin feliz a su aventura de amor. Se contravienen los códigos,
como se pervierte la lírica petrarquista en un juego continuo de retruécanos
que huele mucho a parodia y a chamusquina. Y, sin embargo, a pesar de la broma,
Lope es capaz de elevar el verso amoroso a alturas deslumbrantes: "Yo me
voy, señora mía, / yo me voy, el alma no..." Los monólogos y el genio del Fénix no dejan que la
parodia se apropie por completo del juego amoroso y lo convierta en mero
astracán.
La puesta en escena de Angélica Rogel es fresca y abraza con
hermosura el verso de Lope. Así se cuida el patrimonio literario allende
nuestras fronteras, con respeto y oficio. Un Lope mexicano, qué mejor, en un
hombre que vivió cien vidas en una, en un autor tan versátil como pródigo en su
genio. Un Lope cinematográfico y de bolero, como a él sin duda le habría gustado. Cervantes intentó pasar a América y no lo
consiguió, Lope ahora sí. Otro revés para el padre del Caballero de la Triste
Figura.
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