Fernando Fernán Gómez se ponía entero a sí mismo en cada cosa que hacía. Es una cuestión de integridad, no de egocentrismo. Fernán Gómez hizo excepcionalmente bien muchas cosas muy distintas, por pura vocación y también por necesidad, por ganarse la vida, y porque su talento tenía la facultad de manifestarse con una asombrosa variedad expresiva. En cada campo al que se dedicó, Fernando dejó al menos una obra indiscutible. Como actor, algunos de los personajes y de los momentos más estremecedores de nuestro teatro y de nuestro cine se deben a él. Pero fue también autor teatral y escribió una obra maestra tan perfecta como Las bicicletas son para el verano. Con ella hizo Jaime Chávarri una gran película, pero hay que leer el texto original, o haberlo visto sobre un escenario, para darse cuenta de toda su altura literaria, dramática, testimonial. Las bicicletas es a la vez autobiografía y fábula: el niño desgarbado y aturdido que tiene la mala suerte de entrar en la adolescencia al mismo tiempo que estalla la guerra es sin duda el propio Fernando; pero ese padre íntegro, republicano, protector, destinado al infortunio no es un personaje real, sino un modelo de padre imaginado y añorado por un muchacho que creció con su madre y su abuela porque su padre verdadero no quiso hacerse cargo de él. La memoria, la añoranza, la melancolía profunda de Fernando Fernán Gómez se desbordan en Las bicicletas son para el verano igual que en ese gran libro de memorias, El tiempo amarillo, otra de las obras supremas que él iba dejando en cada género, en cada tarea. En la literatura memorial española, tan mezquina muchas veces, tan propensa al impudor de la vanagloria más que a la honrada confesión, El tiempo amarillo ocupa un lugar tan incomparable como Las bicicletas en la escritura dramática, o como La vida por delante y El extraño viaje en el cine, o El viaje a ninguna parte en la novela y en el cine, porque Fernando la escribió primero como narración por entregas para la radio y luego la convirtió él mismo en una película, y además de escribirla y dirigirla la protagonizó con una de las mejores interpretaciones de su madurez.
En el cine y en el teatro, Fernando, desde muy joven, había hecho de todo, y lo había conocido todo, porque era un hombre con una conciencia muy aguda de la precariedad de su oficio, de las variaciones crueles de la fortuna en un país como España y en una época como la que le tocó vivir. Fernando tuvo éxitos tremendos y terribles fracasos, y supo arreglárselas para sobrellevar los unos y los otros con un escepticismo semejante que, si le vedó casi siempre el pleno entusiasmo, también le sirvió como antídoto contra la amargura. En los años cuarenta, en los cincuenta, en aquel cine entre patriótico y menesteroso, Fernando apareció en innumerables películas, muchas de ellas malas, o mediocres, o detestables por su beatería castrense o catolicona, o las dos cosas a la vez. Él aceptaba cualquier trabajo porque el miedo a la pobreza y al hambre no se le quitó nunca. Y en cada papel, por absurdo o inverosímil que fuera, disfrazado de cura o de legionario o de futbolista o de torero, Fernando nunca dejaba de poner una parte de sí mismo, una verdad que era la suya, un estupor, una inocencia, una fragilidad, una predisposición al encantamiento o al desengaño, a la triste aceptación de las cosas. Las pocas veces que se le presentaron oportunidades verdaderas las aprovechó memorablemente, aunque después no tuvieran reconocimiento, aunque pasaran a toda velocidad de la indiferencia pública al completo olvido. Una comedia tan delicada como La vida por delante habría merecido al menos una parte de la atención que se dedicaba a las películas italianas a las que se parecía, pero nadie se fijó en ella en su momento. El extraño viaje no llegó a estrenarse y resurgió por un azar fugaz, en un cine de barrio de programa doble, a finales de los años sesenta.
Fernando se acostumbró a ir creando sus obras mejores a la vez sin mucha esperanza y sin desánimo, con la obstinación de quien no sabe dejar de hacer lo que hace, aunque nadie se lo pida ni se lo agradezca. Era un personaje popular y al mismo tiempo un desconocido, un actor de brillo y de éxito que llevaba por dentro los escozores de muchos desengaños, un hombre muy cariñoso y muy huraño, un anarquista comodón que hacía compatible una especie de candidez sin remedio y un escepticismo melancólico. Haberlo conocido, haber tenido amistad con él, ha sido uno de los regalos de mi vida.
Era actor y figura pública y no había en él ni una brizna de impostura. También en la conversación se ponía entero a sí mismo, con su fragilidad y su aspereza, con su bondad cordial de hombre tímido, con aquella voz tremenda que sin embargo no buscaba imponerse. Su manera de hablar, de recordar en voz alta, de ir de una cosa a otra, sin disimular la incertidumbre, la reconozco leyendo los artículos que publicó en los últimos años de su vida, en Abc y La Razón, recogidos ahora y editados por Manuel Ruiz Amezcua en un volumen de la editorial Huerga & Fierro con un título que a Fernando sin duda le habría gustado, Variedades. En estas páginas su voz es más reconocible todavía porque Fernando aspiraba a lograr una escritura que tuviera la naturalidad del habla: de un habla, desde luego, como la suya, educada y serena, de conversador a la antigua, adiestrado en las tertulias de los cafés de cómicos, dotado de un patrimonio inagotable de experiencias y de historias, de chismes sabrosos de otras épocas. Fernando se pone entero en cada artículo que escribe, contando como nadie aquel mundo que fue suyo, que ya estaba en trance de desaparición cuando él lo vivía, el que convirtió en literatura y en cine haciendo El viaje a ninguna parte. Uno va escribiendo artículos semana a semana y sin proponérselo, si lo hace con algo de entrega verdadera, acaba esbozando una poética, una confesión, una autobiografía. A principios de este siglo, en una ancianidad a la que su voz, sus ojos clarísimos y su barba selvática otorgaban una envergadura legendaria, Fernando Fernán Gómez escribía sobre sus mundos desvanecidos de la posguerra, del teatro y el cine de su juventud. Parece mentira que hayan pasado ya 12 años desde que murió. El mundo nuestro en el que lo conocimos ya es también muy lejano.
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