domingo, 30 de junio de 2019

"Palabras de Fernando" por Antonio Muñoz Molina

Fernando Fernán Gómez se ponía entero a sí mismo en cada cosa que hacía. Es una cuestión de integridad, no de egocentrismo. Fernán Gómez hizo excepcionalmente bien muchas cosas muy distintas, por pura vocación y también por necesidad, por ganarse la vida, y porque su talento tenía la facultad de manifestarse con una asombrosa variedad expresiva. En cada campo al que se dedicó, Fernando dejó al menos una obra indiscutible. Como actor, algunos de los personajes y de los momentos más estremecedores de nuestro teatro y de nuestro cine se deben a él. Pero fue también autor teatral y escribió una obra maestra tan perfecta como Las bicicletas son para el verano. Con ella hizo Jaime Chávarri una gran película, pero hay que leer el texto original, o haberlo visto sobre un escenario, para darse cuenta de toda su altura literaria, dramática, testimonial. Las bicicletas es a la vez autobiografía y fábula: el niño desgarbado y aturdido que tiene la mala suerte de entrar en la adolescencia al mismo tiempo que estalla la guerra es sin duda el propio Fernando; pero ese padre íntegro, republicano, protector, destinado al infortunio no es un personaje real, sino un modelo de padre imaginado y añorado por un muchacho que creció con su madre y su abuela porque su padre verdadero no quiso hacerse cargo de él. La memoria, la añoranza, la melancolía profunda de Fernando Fernán Gómez se desbordan en Las bicicletas son para el verano igual que en ese gran libro de memorias, El tiempo amarillo, otra de las obras supremas que él iba dejando en cada género, en cada tarea. En la literatura memorial española, tan mezquina muchas veces, tan propensa al impudor de la vanagloria más que a la honrada confesión, El tiempo amarillo ocupa un lugar tan incomparable como Las bicicletas en la escritura dramática, o como La vida por delante y El extraño viaje en el cine, o El viaje a ninguna parte en la novela y en el cine, porque Fernando la escribió primero como narración por entregas para la radio y luego la convirtió él mismo en una película, y además de escribirla y dirigirla la protagonizó con una de las mejores interpretaciones de su madurez.

En el cine y en el teatro, Fernando, desde muy joven, había hecho de todo, y lo había conocido todo, porque era un hombre con una conciencia muy aguda de la precariedad de su oficio, de las variaciones crueles de la fortuna en un país como España y en una época como la que le tocó vivir. Fernando tuvo éxitos tremendos y terribles fracasos, y supo arreglárselas para sobrellevar los unos y los otros con un escepticismo semejante que, si le vedó casi siempre el pleno entusiasmo, también le sirvió como antídoto contra la amargura. En los años cuarenta, en los cincuenta, en aquel cine entre patriótico y menesteroso, Fernando apareció en innumerables películas, muchas de ellas malas, o mediocres, o detestables por su beatería castrense o catolicona, o las dos cosas a la vez. Él aceptaba cualquier trabajo porque el miedo a la pobreza y al hambre no se le quitó nunca. Y en cada papel, por absurdo o inverosímil que fuera, disfrazado de cura o de legionario o de futbolista o de torero, Fernando nunca dejaba de poner una parte de sí mismo, una verdad que era la suya, un estupor, una inocencia, una fragilidad, una predisposición al encantamiento o al desengaño, a la triste aceptación de las cosas. Las pocas veces que se le presentaron oportunidades verdaderas las aprovechó memorablemente, aunque después no tuvieran reconocimiento, aunque pasaran a toda velocidad de la indiferencia pública al completo olvido. Una comedia tan delicada como La vida por delante habría merecido al menos una parte de la atención que se dedicaba a las películas italianas a las que se parecía, pero nadie se fijó en ella en su momento. El extraño viaje no llegó a estrenarse y resurgió por un azar fugaz, en un cine de barrio de programa doble, a finales de los años sesenta.

Fernando se acostumbró a ir creando sus obras mejores a la vez sin mucha esperanza y sin desánimo, con la obstinación de quien no sabe dejar de hacer lo que hace, aunque nadie se lo pida ni se lo agradezca. Era un personaje popular y al mismo tiempo un desconocido, un actor de brillo y de éxito que llevaba por dentro los escozores de muchos desengaños, un hombre muy cariñoso y muy huraño, un anarquista comodón que hacía compatible una especie de candidez sin remedio y un escepticismo melancólico. Haberlo conocido, haber tenido amistad con él, ha sido uno de los regalos de mi vida.

Era actor y figura pública y no había en él ni una brizna de impostura. También en la conversación se ponía entero a sí mismo, con su fragilidad y su aspereza, con su bondad cordial de hombre tímido, con aquella voz tremenda que sin embargo no buscaba imponerse. Su manera de hablar, de recordar en voz alta, de ir de una cosa a otra, sin disimular la incertidumbre, la reconozco leyendo los artículos que publicó en los últimos años de su vida, en Abc y La Razón, recogidos ahora y editados por Manuel Ruiz Amezcua en un volumen de la editorial Huerga & Fierro con un título que a Fernando sin duda le habría gustado, Variedades. En estas páginas su voz es más reconocible todavía porque Fernando aspiraba a lograr una escritura que tuviera la naturalidad del habla: de un habla, desde luego, como la suya, educada y serena, de conversador a la antigua, adiestrado en las tertulias de los cafés de cómicos, dotado de un patrimonio inagotable de experiencias y de historias, de chismes sabrosos de otras épocas. Fernando se pone entero en cada artículo que escribe, contando como nadie aquel mundo que fue suyo, que ya estaba en trance de desaparición cuando él lo vivía, el que convirtió en literatura y en cine haciendo El viaje a ninguna parte. Uno va escribiendo artículos semana a semana y sin proponérselo, si lo hace con algo de entrega verdadera, acaba esbozando una poética, una confesión, una autobiografía. A principios de este siglo, en una ancianidad a la que su voz, sus ojos clarísimos y su barba selvática otorgaban una envergadura legendaria, Fernando Fernán Gómez escribía sobre sus mundos desvanecidos de la posguerra, del teatro y el cine de su juventud. Parece mentira que hayan pasado ya 12 años desde que murió. El mundo nuestro en el que lo conocimos ya es también muy lejano.

domingo, 23 de junio de 2019

San Juan de la Cruz: "Dios excede al entendimiento" por Rafael Narbona



Juan de Yepes y Álvarez nació en 1542 en Fontiveros, una aldea situada a mitad de camino entre Ávila y Salamanca. Su padre, Gonzalo de Yepes, era hijo de un próspero comerciante de seda de Toledo, pero se casó con Catalina Álvarez, una muchacha pobre y huérfana, que se ganaba la vida como tejedora. El gesto le costó perder su herencia y la ruptura con sus tíos, que ocupaban importantes cargos eclesiásticos (cuatro canónigos, un arcediano y hasta un inquisidor). Se ha especulado que se trataba de una familia de “cristianos nuevos” o judeoconversos, pero no hay pruebas. Gonzalo murió prematuramente, dejando a su mujer y tres hijos en una desoladora pobreza. En 1551, la viuda se trasladó a Medina del Campo y, al carecer de medios, internó al pequeño Juan en un orfanato, el Colegio de la Doctrina, donde aprendió a leer y escribir. Gracias a su afición a la lectura y a su carácter piadoso y humilde, se dispuso su ingreso en un colegio de jesuitas. Al finalizar los estudios, se le ofreció ser capellán de un hospital, pero prefirió vestir los hábitos en el convento carmelita de Santa Ana, con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Su formación era insuficiente para ordenarle sacerdote y se le envió a la Universidad de Salamanca. Es tentador pensar que asistió a las clases de fray Luis de León, pero no hay ningún dato al respecto.

En 1567, conoció en Medina del Campo a Teresa de Jesús. En esas fechas, había acumulado un profundo descontento con la relajación de su orden y se había refugiado en la soledad y la vida contemplativa. Teresa de Jesús apreció de inmediato su honda espiritualidad y le consideró el más indicado para reformar el Carmelo: “Aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios”. Los restos óseos del carmelita han revelado que su estatura apenas superaba el metro y sesenta centímetros, lo cual explica que santa Teresa –una mujer de buena talla- le llamara “medio fraile”, con más afecto que malicia. Esa estima se refleja repetidamente en sus libros y en su correspondencia. En El Libro de las Fundaciones, escribe: “Era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas”. En noviembre de 1568, se funda en Duruelo, Ávila, el primer convento de carmelitas descalzos. Fray Juan de Santo Matía, que había cumplido veintiséis años, se convierte en san Juan de la Cruz. Promete con otros dos frailes vivir según la regla primitiva establecida por san Alberto en 1247 y se viste con un sencillo hábito tejido expresamente para él por Teresa de Jesús, que entonces tenía 52 años.
En 1572 acude al Convento de la Encarnación de Ávila y permanece allí hasta 1577, ejerciendo de vicario y confesor de las monjas. Viaja con la reformadora, colaborando en las nuevas fundaciones de conventos de carmelitas descalzas. El 3 de diciembre de 1577 los carmelitas calzados detienen a Juan de la Cruz y le confinan durante nueve meses en un convento de Toledo. Encerrado en un diminuto calabozo, le invaden los piojos, pues no le permiten mudarse de ropa ni asearse. Le azotan y le humillan a diario. Su alimentación consiste en mendrugos de pan y alguna sardina. Contrae disentería y adelgaza hasta quedarse en la piel y los huesos. Teresa de Jesús escribe a Felipe II, pues ignora su paradero y confiesa que preferiría saber que lo han secuestrado los moros y no los calzados, “pues aquellos tendrían más piedad”. En esas condiciones tan penosas, Juan de la Cruz compone las primeras estrofas del Cántico espiritual, varios romances y algún poema. Gracias a la ayuda de un carcelero que se apiada de su estado, logra huir y, con el auxilio de las carmelitas descalzas, se esconde en el Hospital de Santa Cruz.

Durante los años siguientes, ocupa cargos de importancia creciente y realiza fundaciones en Baeza, Segovia y Alcalá de Henares, pero en 1590 cae en desgracia y pierde todos sus privilegios. En 1591 enferma y se le traslada a Úbeda. Muere la noche del 13 al 14 de diciembre, rodeado de frailes que recitan el De Profundis y el Miserere. Pide que le lean unos versos del Cantar de los Cantares. Sus últimas palabras fueron: “Hoy estaré en el cielo diciendo maitines”. Sus restos corren la misma suerte que los de santa Teresa de Jesús. Convertidos en reliquias, se dispersan hasta encontrar reposo en Segovia. Fue canonizado en 1726 y Pío XI le nombró Doctor de la Iglesia en 1926.

San Juan de la Cruz es el místico más fascinante y enigmático de las letras españolas. Santa Teresa de Jesús clama con admiración: “No lo entiendo. Espiritualiza hasta el extremo”. El Cántico espiritual es su obra cumbre y en sus versos resuena el Cantar de los Cantares y las figuras literarias de la lírica mística musulmana, que explotan el contraste entre la luz y la oscuridad. Se ha dicho que trasfunde el versículo hebreo al castellano, trascendiendo cualquier equivalencia idiomática. Los tratados en prosa (Subida al Monte Carmelo, 1583 y el inconcluso Noche oscura, 1579) solo profundizan el misterio: “Dios excede al entendimiento”. La razón solo aparta de Dios. Por eso, san Juan de la Cruz juega con la yuxtaposición, la indeterminación, el deliro, la alusión y la analogía. Juan Ramón Jiménez considera que se trata de una “poesía simbolista” y nunca está de más recordar la advertencia del propio san Juan de la Cruz: “Entreme donde no supe”.

Hay infinidad de estudios y ediciones de la obra del carmelita descalzo. Me voy a permitir recomendar la bellísima y esmerada edición de la Biblioteca Castro, que ha lanzado una caja con dos tomos, donde se recoge la obra de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. No es una feliz conjunción, sino una conjunción necesaria, pues ambos místicos se iluminan mutuamente. Los dos buscan la unión con Dios y luchan contra las limitaciones del lenguaje, adoptando soluciones distintas e inevitablemente insatisfactorias, pues lo inefable es una ladera infinita, un camino que solo puede recorrerse hasta el final con la fe. En el excelente prólogo de Francisco Javier Díez de Revenga, se apunta que el Cántico espiritual es “un poema erótico […] de un alto calado íntimo”. Díez de Revenga cita la inspirada edición de Gerald Brenan, según el cual no hay “palabras superfluas u ornamentales” en el místico, pues el erotismo que se despliega no es el de la experiencia sexual, sino el del Amor a Dios, con su palpitante y misteriosa belleza. Dios parece un cachivache inútil en el siglo XXI, pero la literatura, la filosofía, la ciencia y el arte no cesan de dialogar con la única alternativa capaz de neutralizar el pesimismo y abrir la puerta a la esperanza.

Marcela y la libertad de amar


Mucho antes de que existieran los movimientos feministas, allá por nuestros Siglos de Oro (que para la mayoría fueron de plomo), la pastora Marcela ensarta un discurso en la primera parte del Quijote, que para sí lo firmaran las más intrépidas mujeres de nuestros tiempos. Grisóstomo, otro pastor, se ha muerto a causa de los supuestos desdenes de Marcela y todos la acusan como su asesina indirecta. Ella se defiende de esta guisa (don Quijote lo hará después):

"-No vengo ¡oh Ambrosio! a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquéllos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos; que no todas hermosuras enamoran: que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo: que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquél que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado; desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare; ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquél a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho, y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito a aquél; ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera".

sábado, 22 de junio de 2019

"La zapatilla ardiente" por Manuel Vicent


Miguel de Unamuno vuelve a estar de actualidad. Primero el actor José Luis Gómez llevó sus agonías a escena. Ahora Alejandro Amenábar ha realizado una película, que se estrenará en septiembre, sobre su tragedia personal, pero es la convulsión actual de la política española la que está poniendo de moda su angustiada figura, aunque la moda hoy solo sea esa pegatina con que se adorna la puerta del frigorífico.
Unamuno fue un intelectual que desangró su inteligencia entre las paradojas y contradicciones a las que le llevaban su carácter agónico y atrabiliario. Su indiscutible talento fue zarandeado por el oleaje de unas pasiones políticas, que se debían más a enconos, afrentas y envidias personales que a arraigados principios ideológicos. Cobrar un duro más que Ortega por cada artículo era su obsesión y de Azaña decía: “Cuidado con él, porque es un escritor sin lectores y por resentimiento es capaz de hacer la revolución con tal de que lo lean”.
José Luís Galbe, fiscal general de la República durante la Guerra Civil, exiliado en Cuba, cuenta en sus memorias que, siendo fiscal en Ávila, un día el Gobernador Civil de la provincia, Manuel Ciges Aparicio, le invitó a ir a Salamanca a visitar a Miguel de Unamuno. Quedaron con él en el café Novelty de la Plaza Mayor. Con Giges iban varios gobernadores civiles y funcionarios, “todos intelectuales y escépticos, como buenos republicanos”.
“Don Miguel hablaba ex cátedra, más bien pontificando. En este caso la víctima era Azaña, a quien, entre otras cosas, acusaba hasta de ser homosexual. Yo era el más joven de todos y el de menor importancia, mejor dicho, no tenía ninguna. Pero marqué ostensiblemente mi disgusto cogiendo mi café y mudándolo a la mesita de al lado. Era un derecho constitucional. Pero don Miguel, que me dio la impresión de ser muy soberbio, agarró mi taza y la restituyó a la mesa, interpelándome muy sarcástico. ‘¿Qué pasa, joven? ¿No está usted de acuerdo con lo que digo?’. Eran ya ganas de buscarle tres pies al gato y le repliqué muy concreta y judicialmente: ‘Mire usted si no estoy de acuerdo, que si en vez de decir esto aquí, que estoy fuera de mi jurisdicción, donde no pinto nada, lo hubiera dicho usted en Ávila, lo hubiera metido preso’. No dijo una palabra. Se calló y hubo un enojoso silencio general. Por cierto, a todos aquellos gobernadores civiles los fusiló Franco”.
De un bando a otro. Primero contra Primo de Rivera y la Monarquía, después a favor de la República, luego contra el Frente Popular, después a favor de Franco, luego contra los militares alzados en armas. Exaltado por unos, denostado por otros, desposeído y repuesto en sus cargos, no cesó de dar bandazos sin encontrarse a sí mismo. Después de su famoso enfrentamiento con el espadón Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre, Día de la Raza, Unamuno fue expulsado de su cargo de rector y quedó secuestrado en su propio domicilio. En la puerta había un falangista de guardia que no dejaba entrar a nadie. Cuenta el periodista Luis Calvo que un día consiguió romper esa barrera y se encontró con Unamuno dando puñetazos en la mesa, fuera de sí. Soltaba imprecaciones contra los falangistas que lo tenían amordazado y no paraba de gritar que una noche se iba a ir a pie por una carretera de segundo orden que él conocía muy bien hasta Portugal y desde allí embarcaría a América para decirle a todo el mundo que los nacionales estaban fusilando en Salamanca a muchos de sus colegas y que cometían más animaladas que los rojos. Había que imaginar a este rebelde ibérico con la cabeza perdida cabalgando su propia locura por campos polvorientos de la patria hacia ninguna parte.
Otro falangista amigo suyo, Bartolomé Aragón Gómez, solía acudir a su casa para darle conversación alrededor de la mesa camilla, disimulando así su arresto domiciliario. Una tarde, mientras la criada Aurelia estaba planchando, Unamuno vaciaba su cólera contra los desmanes de Mola, de Millán Astray y de Martínez Anido, aunque no contra Franco, al que había visitado inútilmente para salvar de la muerte a algunos de sus conocidos. Al final de su larga invectiva guardó silencio e inclinó la cabeza. El amigo pensó que se había dormido, pero en ese momento la habitación comenzó a oler a chamusquina. Una babucha de don Miguel estaba ardiendo con el fuego del brasero de cisco. Había muerto. Era el 31 de diciembre de 1936. En ese tiempo, como la zapatilla de Unamuno, también ardía España entera.
Había pasado la vida luchando contra esto y aquello, pero en el fondo no había peleado más que contra sí mismo, sin otra obsesión —nada menos— que la de ser inmortal frente a la divinidad. Ese fue su destino. Total, para nada. Pero Unamuno ha vuelto a la actualidad porque el olor a chamusquina se ha apoderado del aire. El odio, los enconos y las banderías irredentas arden ahora como la babucha de Unamuno en el brasero de cisco de la política española.

sábado, 1 de junio de 2019

Pound y Machado en Medinaceli


Manuel Vilas escribía hace no mucho sobre dos poetas que tenían diferencias de bulto y un vínculo común: los dos están enterrados fuera del país donde nacieron. La patria, a menudo, está a la greña con la poesía. Dos cumbres de la lírica castellana, Antonio Machado; e inglesa, Ezra Pound, rebozan sus huesos con tierra distinta a la que les vio nacer. 
En un pueblo castellano, Medinaceli, de no más de 700 habitantes, a Ezra Pound y a Antonio Machado les une otro vínculo. Los sorianos rinden homenaje a los dos poetas sin tener en cuenta la lengua en que escribieron, ni la patria de origen, ni si estuvieron locos o no. Solo se homenajea a los autores de Campos de Castilla y de Personae. Es sorprendente que un pueblo castellano tan pequeño se preocupe así de la cultura. En su Plaza Mayor se anuncian óperas de Verdi y sus calles, habitadas por el silencio, la piedra restaurada y las casas rurales, dedican placas al Cid, a Gerardo Diego, a Antonio Machado y a Ezra Pound. Sí, estamos en España, en el corazón de la España abandonada, y ni rastro de fútbol, vírgenes, santos ni toros. Solo ópera, piedra, silencio y poetas. Seguro que no es la realidad del pueblo, seguro que sus habitantes no se mueren por las palabras de Machado y menos por las de Pound, ni escuchan a Verdi en la cocina,  ni dedican las horas de ocio a la lírica, o sí. Pero ilusiona, de todas formas, ver (aunque sea solo exteriormente) el despoblado páramo castellano señoreado por la cultura más alta, abierto al mundo y no alienado, sin la infección habitual de fanatismo y costumbrismo medieval. Si Unamuno levantara la cabeza..., envidiaría a los dos cadáveres, o no.