Desde que existe la literatura, a menudo los escritores se pican entre ellos. Algunos contraen largas, profundas y ulceradas antipatías que terminan arrastrándolos, mal que les pese, a una relación de dependencia con respecto a la persona detestada. Dedican un tiempo precioso, del que podrían sacar provecho creativo, a un seguimiento permanente de cuanto hace o dice el adversario, intentando formar grupos de opinión negativa contra él, difundiendo en redes sociales o donde se tercie cualquier dato, juicio o imagen que pueda perjudicarlo.
Este ajetreo se disfraza muchas veces de discrepancia ideológica. A mí me parece meramente humano, además de antiguo. Suele recrudecerse a poco que alumbre a la figura aborrecida la luz del éxito entendido como una forma de la felicidad, por supuesto inmerecida a ojos del aborrecedor. El susodicho ajetreo sucede al parecer en todos los ramos y en todos los ámbitos, ya sean públicos o privados. Sin embargo, suelen ser los piques entre escritores los que encuentran más fácil cauce testimonial por la facultad amplificadora que tiene la palabra escrita. Yo he oído decir en varias ocasiones que las disputas más cruentas se dan entre poetas. ¿Actuará la lírica como potenciador químico de la susceptibilidad? Quevedo y Góngora pasan por ser los demonios de Tasmania de la literatura española; pero ha habido otras parejas igualmente desavenidas que se combatieron con saña similar, aunque quizá con menos ingenio. Queda lejos de mi propósito hacer aquí un recuento zoológico de escritores enfrentados.
Ignoro el interés que la cuestión pueda despertar en los espectadores imparciales más allá del regocijo maligno. A muchos, eso sí, se les nota en la sonrisa la afición por el llamado zasca o réplica con efectos humillantes. Otros, de mejor conformar, nos contentamos con aprender alguna cosa de las refutaciones, venganzas dialécticas y diatribas, se presenten o no con apariencia de debate, y propendemos al tedio cuando la colisión de orgullos no pasa de una esgrima de opiniones peladas de razonamientos.
Confieso, no obstante, que se me levantan las cejas por impulso de un súbito interés cuando la acción denigrativa está orientada a objetar las decisiones lingüísticas del rival, su estilo literario y todo lo que tenga que ver con la artesanía de su oficio. Vaya por delante una conjetura recelosa. Un escritor que censura las inclinaciones y preferencias formales de otro está publicitando indirectamente las suyas propias, lo que, se mire por donde se mire, constituye una modalidad del autoelogio. Esto es así aunque el metido a juez de la literatura ajena ponga en práctica la astucia de vestir sus reproches con lenguaje de madera o haga visajes de lector objetivo.
Francisco Umbral, sin ir más lejos, carecía de paladar para el disfrute de la literatura en la que no se percibiese una explícita voluntad de estilo. Gustó por ello de autores a los que se quiso parecer. Pongo por caso Marcel Proust, Gabriel Miró o ese pirotécnico de la poesía que fue Pablo Neruda. Negó, en cambio, a Pío Baroja, que lo precedió en la tarea de narrar Madrid, como Juan Benet, esgrimiendo similares prejuicios, negó a Galdós, un novelista de rango superior más vigente hoy día que sus detractores. Umbral camuflaba endecasílabos en su prosa. El hijo de Greta Garbo contiene pasajes así compuestos. Juan Marsé disparó desde la trinchera opuesta aquel famoso obús de la prosa sonajero que le dio a Umbral en toda la frente. Quevedo, al enterarse, debió de soltar unas risas allá en el fondo de los siglos. Suyos son los versos en que se burla de todo estilo afectado:
No me va bien con lenguaje
tan de grados y corona:
hablemos prosa fregona
que en las orejas se encaje.
Otro grande de nuestras letras, Ramiro Pinilla, abrazó la certeza barojiana del estilo llano o, como él prefería decir, estilo transparente. Es como si la escritura que sostiene la narración (que en realidad es la narración) supusiera un estorbo. De acuerdo con este postulado, la lengua no debe hacerse notar. Su fluencia ha de construir una ilusión de continuidad no alterada por tropos llamativos, vocablos desusados ni florituras o audacias ornamentales que recuerden al lector el trámite intermedio de la lengua escrita. La novela, para ser veraz, ha de resignarse a reproducir la vulgaridad de su materia: la peripecia vital del ser humano. Tomada en serio esta ley, damos de bruces en el realismo.
Tanto como la locuacidad en los varones, a Ramiro Pinilla le causaba disgusto la literatura con revueltas barrocas. Y yo le decía, con el mayor cariño del mundo y una retranca no distinta de la suya, que ningún estilo existiría sin su contrario; que así como concebimos al charlatán porque otras personas son calladas, el estilo literario transparente sólo puede definirse en contraste u oposición con los estilos oscuros, recargados o alejados en mayor o menor medida del habla común. Si todos escribieran igual, sus obras serían intercambiables y no habría cosa más ordinaria que la escritura colectiva de los libros, puesto que no habría diferencia entre unas plumas y otras. Uno es romántico porque no es clasicista, es de izquierdas porque ha descartado la opción de ser de derechas o viceversa, se llama Laura porque no se llama Cristina ni Petronila.
Así como Ramiro Pinilla, en cuestión de estilo literario, albergaba un convencimiento férreo, a Rafael Chirbes lo inquietaba un obsesivo temor, expuesto en páginas clarividentes de sus ensayos. Dicho temor lo suscitaba el riesgo de incurrir en un tipo de escritura que sirviese al poder para narrarse a sí mismo. Se entiende que para narrarse bajo una luz favorable. Consideraba la existencia de un fantasma llamado lenguaje hegemónico, al cual el escritor debía oponerse con todas sus fuerzas.
Dicho lenguaje es de difícil, por no decir imposible, definición en democracia debido al cambio periódico de gobernantes y a las similitudes expresivas de estos; aunque una sombra de tal lenguaje se perfile en la intuición de quien conoció de primera mano la dictadura con su oratoria inflamada, la acción de la censura y el refrendo propagandístico de un puñado de intelectuales orgánicos. Cosa bien distinta del estilo son las ideas adheridas al discurso público que el escritor derrama en obras literarias, artículos, charlas o entrevistas. Por ese lado Chirbes podía estar tranquilo. Un año antes de fallecer se declaró con sorna en El Cultural"comunista a la manera de Cervantes". Sus obras literarias fueron asumidas como tales obras literarias por la industria editorial y disfrutadas por un público multitudinario (sobre todo Crematorio y En la orilla), merecieron galardones y hasta una serie de televisión. La muerte de este novelista extraordinario en el verano de 2015 me impidió decirle que éxitos como el suyo no se gestan en las reuniones de una junta directiva. Son simplemente fruto de la estimación general por algo que el público considera valioso.
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