Cuando veo Luces de bohemia no puedo eludir plantearme las dos cuestiones controvertidas que los estudiosos del teatro de Valle suelen sacar a colación: si el final de la obra es el que se merece; y si es una pieza extraordinaria como texto literario pero de difícil representación. La producción dirigida por Alfredo Sanzol en el Centro Dramático Nacional, y estrenada ayer en el María Guerrero, despeja estas cuestiones.
El anecdotario teatral recuerda que ya el mismo José María Rodero, actor que interpretó el papel de Max Estrella en la primera producción profesional que se hizo de la obra en nuestro país, la dirigida por José Tamayo en 1970, se preguntó más o menos lo siguiente: “¿Por qué sigue la obra cuando yo me muero?”. Y efectivamente, es imposible escapar a esta pregunta también en la sencilla y despojada puesta en escena de Sanzol.
Me aventuro a pensar que Sanzol-autor también comparte que la obra debería acabar en la escena XIII, o sea, en el velatorio de Max Estrella en su casa, y así lo da a entender cuando decide terminarla haciendo que Max Estrella se levante del ataúd, coja la mano de su mujer Colette y ambos esperan a que se una su hija Claudinita para hacer mutis.
Las siguientes escenas, las XIV y la escena última, alargan la producción hasta las dos horas y media, el ritmo decae y desde el punto de vista de la acción no añade nada. Oímos un fantástico diálogo en el camposanto y ante la tumba de Max entre Rubén Darío y el Marqués de Bradomín (alter ego de Valle) sobre la muerte y la religión. La última escena tampoco nos dice nada que no sepamos, y que no se hubiera podido deslizar antes: Don Latino gastándose el premio del billete de lotería que robó a su “amigo” Max. El hecho de que Valle-Inclán publicara esta obra por entregas en un periódico es una razón pecuniaria que explicaría estos dos añadidos.
Respecto a las dificultades de escenificación de un texto como el de Luces… hay una corriente de opinión que piensa que la obra -con un diálogo muy literario y elaborado, que incorpora argot bohemio o cheli de la época, y con continuas referencias a la actualidad del momento en que fue escrito, 1920-, está pensada para un estilo de intérprete declamatorio y que, además, acusa el paso del tiempo. Pero esta puesta en escena de Sanzol lo desmiente categóricamente.
Dos grandes virtudes le encuentro yo a este montaje: la unidad de criterio del director que aplica tanto en los aspectos estéticos como ideológicos, y el tono tragicómico en el que actúa este elenco, todos a una y haciendo “naturaca” un texto realmente hermoso pero endiablado, y sacándole mucha punta al humor que contiene.
El criterio es el despojamiento, la absoluta desnudez pues hasta se nos muestran los huesos del mismo escenario, o sea, la caja, sin telones que la cubra. No hay tramoya, solo personajes que también vemos reflejados en un desfile de espejos que van paseándose por el escenario y que los mismos intérpretes mueven; vemos la realidad del personaje y su apariencia grotesca reflejada en el espejo (definición del esperpento según Ruiz Ramón). O sea, un dispositivo de una sencillez apabullante, que funciona en el teatro María Guerrero, pero también podría hacerlo en un escenario alternativo, y que deja todo el campo abierto a los actores, auténticos protagonistas.
No es fácil armar un elenco tan numeroso y que el resultado sea equilibrado. Aquí se consigue. Al frente de todos un actor que hace un trabajo magistral. Diría que ha sido Max Estrella quien se ha apropiado de la personalidad de Juan Codina pues con su menuda figura da cuenta de la tragedia del poeta ciego y bohemio con la ironía, sarcasmo, lucidez y sensibilidad que transmite el texto. Este Max de Codina es uno de los mejores que he visto y llevo ya tres grandes producciones de esta obra. Es una gozada verlo. Su pareja no le va a la zaga, Chema Adeva es Don Latino, el grotesco y desaliñado “amigo” de juerga, su compañero en una noche por un Madrid absurdo, brillante y hambriento, un canalla que acaba dejándole muerto en la puerta de su casa. Una pareja de actores compenetrada y… bendecida.
El resto del elenco ofrece grandes momentos, algunos muy divertidos. Casi todos los actores se multiplican en varios personajes, menciono solo a algunos: fantástico Jesús Noguero, especialmente en las escenas como Filiberto, el director de El Popular, y como Marqués de Bradomín; Angel Ruíz llega a un nivel de detalle extraordinario como Rubén Darío, personaje muy distinto a Serafin el Bonito, que también interpreta; muy potente Paula Iwasaki como la Pisa-Bien; Jorge Kent, otro gran actor doblándose en varios personajes; graciosísimo Paco Ochao como Don Peregrino Gay; Natalie Pinot y su moderna Colette; la versátil Ascen Lopez como vieja pintada o Merceditas del Corral (licencia que se permite Sanzol al cambiarle el sexo a Don Diego del Corral); Lourdes García, una actriz con un encanto muy especial como se pone de manifiesto haciendo de La Lunares…
Luz de tono expresionista (Pedro Yagüe) al igual que la música que ilustra la función, interpretada en directo por Fernando Velázquez y que introduce dos canciones que entonan los actores, escenografía y vestuario de Alejandro Andújar. Sanzol es fidelísimo al texto original, solo se ha permitido una licencia sobre la monarquía, y está totalmente justificada, ayuda a comprender bien las intenciones de Valle al hablar de ella.
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