sábado, 8 de septiembre de 2018

España no es un país aconfesional


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España no es un país laico, no, tampoco aconfesional. Vamos a dejarnos de falsas aspiraciones de modernidad. No, Voltaire no pasó por aquí, ni Spinoza, ni hubo una revolución contra el poder establecido, ni una purga del aparato manipulador y omnipotente de la Iglesia Católica. La Inquisición desapareció en el siglo XIX, más de cien años después que en el resto de Europa, y nunca ha habido separación real de poderes entre Iglesia y Estado. No se debe mentir en la Constitución, ni debemos mentirnos a nosotros mismos por aparentar una progresía que nunca ha podido superar los traumas de la Contrarreforma. Los pueblos hierven con sus procesiones, con sus santos, con sus vírgenes, con sus capuchinos, con sus penitentes, con las camareras y mayordomos de dios, con las fiestas en honor a la patrona, con romerías desnaturalizadas por la autoridad de obispos, cardenales y otros togados. 

No se os ocurra objetar ni un reparo a los patrones y patronas (vamos a ser inclusivos) de esta España nuestra (incluidas Cataluña y el País Vasco). No se os ocurra calificar de superstición medieval el fervor por su virgen o de argumentar, desde el racionalismo del siglo XVIII, por qué estos ritos fueron desapareciendo en casi toda Europa. No se os ocurra decir que la Iglesia, desde la Edad Media, aprovechó las celebraciones populares para apropiárselas, extirpar les su sentido erótico-festivo y convertirlas en adoración fanática a un ídolo para su propio provecho material. No, este tipo de crítica no cabe en España porque el racionalismo no ha penetrado en el ámbito de los ritos tradicionales, ni hay voluntad alguna de abandonar las costumbres impuestas por la superstición. 
Se identifica a la patrona o al patrón con el espíritu del pueblo. La fusión de lo religioso con lo político e ideológico se ha trabajado durante tanto tiempo y con tanta sangre que no hay forma de separarlos. Para cualquier vecino de la España rural, y también urbana, deslindar la celebración religiosa de la popular no tendría ningún sentido, no se concibe. ¿Qué serían las fiestas de nuestros pueblos sin procesiones, sin ofrendas de flores a la virgen, sin homenajes a la patrona, sin misas de celebración, sin romerías, sin camareras y mayordomos de la virgen, sin campanas hipnóticas? Nada, no serían nada. Nadie se atreve, ni siquiera los alcaldes más progresistas, a modificar ninguna de estas tradiciones porque la Iglesia se ha encargado de engastarlas con tanto ahínco en la idiosincrasia de los pueblos que todos ellos identifican su identidad social con el patrón o la patrona de su localidad. 

Durante los años ochenta pareció abrirse una brecha en la intocable tradición nacionalcatólica, pero fue una ilusión. En el siglo XXI, el matrimonio de la religión y la identidad popular es más firme que nunca: los ediles siguen presidiendo las procesiones al lado de los obispos; la Iglesia es el centro neurálgico del pueblo y de sus celebraciones; las fiestas locales se celebran en honor de una virgen o un santo; los colegios religiosos siguen teniendo tanto prestigio como siempre (a pesar de Blasco Ibáñez, de Machado o de Pérez de Ayala); se viste a los niños con capuces y se les carga con andas ante la mirada convulsa y apasionada de los padres; se lanza por los aires a los bebés para que rocen el manto de las vírgenes; la propaganda católica se apropió hace mucho tiempo de la calle y de los ayuntamientos… Todo sigue igual desde la Contrarreforma, o casi todo. 

No, no somos un país laico ni aconfesional. Asómate a la ventana, a internet, y lo podrás comprobar. En agosto y septiembre es más fácil apreciarlo. Cristo Rey goza de una vitalidad envidiable. 

Sería razonable que, en la próxima reforma de la Constitución, se redactara de nuevo el artículo 16.3, que reza así: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Una redacción más fiel a la realidad sería esta: “La confesión del Estado es la católica, apostólica y romana. Los poderes públicos seguirán sometidos a los designios divinos de la Iglesia Católica, determinados por sus obispos y cardenales, porque esa es la voluntad mayoritaria de la sociedad española”.

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