A pesar del calor (culpa de la naturaleza), a pesar de la
incomodidad insufrible de las sillas (culpa imperdonable de la organización), a
pesar del empacho (culpa mía por comer tarde y sin medida), a pesar del humo y
el polvo (imponderables de la representación), a pesar de que los sobretítulos
no funcionaban ni se veían como debieran (culpa de la organización y de la compañía),
a pesar de que muchos monólogos se representan en el pasillo de butacas con la
consecuente imposibilidad de atender a los sobretítulos y a la actuación a la
vez (culpa de la compañía), a pesar de que uno se va convirtiendo en un viejo
cascarrabias a la altura de Javier Marías (solo en lo de cascarrabias, culpa
mía), a pesar de todos estos achaques, la representación de La vida es sueño de Calderón por la
compañía francesa "Théâtre de la Tempete" ofrece un espectáculo intenso
y desgarrado.
La versión completa de La
vida es sueño de Calderón de la Barca, sin la purga que se hace a veces de esa segunda trama
paralela de comedia de enredo, no se presta a que el espectador se someta de
lleno al dramatismo de la trama principal.
La escenografía (un páramo nevado dividido por jirones de
lona sucia) y el vestuario nos remiten a la versión cinematográfica que
de Frankenstein hizo Keneth Branagh. Los
estruendos, los gritos, la desmesura, convierten esta versión en un drama
romántico en toda su expresión. Segismundo es un Prometeo encadenado, un
monstruo producido por la idiotez supersticiosa de su propio padre, un ser
abrumado por lo inexplicable de su existencia. El protagonista (Makita Samba) aparece siempre
con los ojos inyectados en sangre (vamos de tópicos) y en su primera liberación
no hace sino confirmar lo que se le había impuesto con su encarcelamiento
absurdo. Basilio me recuerda en esta versión a un Ubú rey "avant la letre"
(y sigo), un demente poseído por la fiebre de la nigromancia que somete a su
hijo al destino más cruel. Clotaldo (Laurent Ménoret), Astolfo (Pierre Duprat), Clarín (Thibaut Corrion) y Estrella (Louise Coldefy) le hacen los
coros del una corte absurda con corrección. Y sobre todas estas precisiones dramáticas
descuella la figura de la actriz que interpreta a Rosaura (Morgane Nairaud). Cada vez que irrumpe
en escena con su voz aguardentosa, de papel de lija, lo inunda todo de pasión y
rabia. Una interpretación explosiva que difumina el buen trabajo de sus
compañeros, cada vez que se retuerce y vocifera sobre el suelo nevado de
Polonia. Lástima que los monólogos de Rosaura no contengan la carga poética y
metafísica de los de Segismundo, lástima también que su personaje sea el
protagonista de esa trama secundaria de enredo que siempre he visto como un
apósito en la obra de Calderón, lástima no haberla disfrutado de Segismundo
(aunque Makita no lo hace nada mal), lástima que
varias de sus intervenciones se perdieran en el pasillo de butacas (donde yo
solo podía oír su voz). Solo por asistir a la representación de Morgane, imponente, vale la pena dejarse los lomos en esas sillas del infierno, digerir
las patatas a lo pobre con oreja con dificultad, sudar y padecer la tortícolis de los sobretítulos.
Lástima no dominar el francés como debiera y carecer de dos
cabezas o de la mirada periférica de un camaleón, porque el espectáculo merecía
que uno se abandonara en él como es necesario ante la contemplación del
arte. Me rozó esa sensación, si no pude completarla fue porque la naturaleza,
la organización, la dirección de la compañía y yo mismo no tuvimos en cuenta
que para disfrutar de La vida es sueño
en francés hay que verla ligero de estómago, tras un mes en Avignon y con el
culo menos burgués.
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