Las novelas son más largas que los cuentos y, en virtud de esa extensión, o digamos amplitud, tienen la oportunidad —la obligación, de hecho— de ser más complejas y posiblemente implicar a más personajes, llámeseles personas. La mayoría de las novelas son narrativas, o sea, lineales en la forma y fieles a la cronología, van hacia delante o fluctúan en idas y venidas en el tiempo. La narrativa cuenta una historia, y las historias son la esencia de las cosas, el elemento fundamental.
Pero la trama es algo más que la historia. Incluye los elementos causales y las sorpresas. La historia de Lolita es sencilla: Humbert descubre a Lolita, y digamos que la seduce, la hace pasar por su presunta hija, una situación detestable pero embriagadora, y un rival se la roba. Él se lanza en su búsqueda, los encuentra y mata al ladrón. Pero es la trama, con sus muchos destellos cómicos, la progresiva revelación de los motivos y los incidentes grotescos, la que lo engrandece. Lolita al principio fue malinterpretada, como es natural, y se salvó del previsible olvido o de acabar en el anaquel de los libros picantes gracias a Graham Greene, que la incluyó en su lista en el Times como uno de los tres mejores libros del año, y le concedió de ese modo respaldo literario. Nabokov era entonces un escritor poco conocido.
Es difícil escribir novelas. Has de tener la idea y los personajes, aunque quizá se añadan personajes sobre la marcha. Necesitas la historia. Necesitas, si me permiten decirlo así, la forma: ¿Qué extensión va a tener el libro? ¿Estará escrito en párrafos largos? ¿Cortos? ¿En qué persona narrativa? ¿Mantendrá un hilo conductor o se dispersará en todas direcciones? ¿Cómo será de denso? Cuando tienes la forma, puedes escribir la novela. Cuando tienes el estilo. El estilo. Dónde te sitúas como escritor. Tus prejuicios. Tu posicionamiento moral. El modo en que ese libro debería leerse. Y después necesitas un comienzo. “Dos cordilleras atraviesan la República, casi de norte a sur…”, las contenidas primeras palabras del suplicio final del cónsul en Bajo el volcán. El comienzo es de suma importancia. Una de las cosas más difíciles, según decía García Márquez, es el primer párrafo. Había pasado meses con un primer párrafo, explicaba, pero una vez lo consiguió, el resto fue sencillo. Tenía el estilo, el tono, pero el problema era cómo empezar a plasmarlo. El primer párrafo daba la pauta de lo que sería el resto del libro.
El principio, cómo empieza. Después de eso, escrito en orden o en desorden, viene el resto, escena a escena, página a página. Es una tarea prolongada. Como escritor, te enfrentas constantemente a la necesidad de visualizar una escena, o una secuencia, o un sentimiento, para a continuación, de la manera más cabal que puedas, ponerlo en palabras. Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. Es una labor con muchos aspectos, demasiados, y al menos uno de ellos debe quedar al fin escrito de un modo lineal, palabra por palabra, hasta el punto de llegar casi a perder el interés. Hay siempre demasiadas opciones, o no hay ninguna, ninguna vía posible. Al principio eres capaz de escribir en cualquier sitio, pero has de dedicarle tiempo a escribir, has de escribir en lugar de vivir. Has de dar mucho para recibir algo. Recibes solo un poco, pero es algo. No hay valores establecidos; das mucho a cambio de nada; haces todo a cambio de apenas nada, como al principio Justine hacía el amor a cambio de una camisa de algodón.
Si de verdad es así, si es tan difícil y para casi todo el mundo hay tan poco que ganar, poco dinero… Bueno, de hecho, es una manera de ganar dinero; no necesitas nada para empezar, salvo las palabras. Pero ¿cuál es el impulso? ¿Por qué se escribe? Ahí está la esencia. Entonces, ¿por qué?
Bueno, ciertamente por placer, aunque está claro que no es un placer tan grande. En ese caso, para complacer a otros. He escrito con eso en mente a veces, pensando en ciertas personas, pero sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, esa es la única razón. El resultado apenas tiene nada que ver. Ninguna de esas razones da la fuerza del deseo.
Siempre pienso en Paul Léautaud, un viejo crítico teatral, pobre, casi olvidado. Al final, cuando vivía solo con una docena de gatos, escribió: “Écrire! Quelle chose merveilleuse!”.
Eres el héroe de tu propia vida: te pertenece solo a ti, y a menudo es la base de una primera novela. Ninguna otra historia está más a tu alcance para que dispongas de ella. Philip Roth escribió su primer libro, Goodbye, Columbus, sobre sí mismo y un amor de juventud con una chica en Nueva Jersey. Ese segmento de su vida es la historia, y sus complicaciones conforman la trama.
Voltaire escribió Cándido como crítica social, lo hizo de un tirón cuando tenía 65 años. Theodore Dreiser visitó a su amigo Arthur Henry el verano de 1899 en Maumee, Ohio. Henry estaba trabajando en una novela. “¿Por qué no escribes una tú también?”, le sugirió a Dreiser. Éste se sentó, cogió una hoja de papel y escribió en la parte superior: Nuestra hermana Carrie.
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