Ella era boba, él también. Se sentaban juntos, felices, cerca de la pizarra. Él era miope, ella también. Los dos sabían besar como en las películas, incluso mejor. Se esperaban a salir de clase. Dentro no se atrevían. Él era bobo, ella también. Y felices. Cuando nadie los veía se arrimaban a la pared del gimnasio y se apretaban fuerte. En invierno, para arroparse; en verano no sabían por qué. Ella era boba, él también, y miopes, y adolescentes. Se querían. O eso parecía. Él no le decía nada a ella. Ella a él, tampoco. Solo sonreían antes de besarse, enrojecían y juntaban los labios y los cuerpos. No había por qué hablar. Cuando sonaba el timbre, esperaban a que el profesor abandonara el aula y se cogían de la mano. Sin decirse nada. Por naturaleza, como la gata que muerde a su cría en el pescuezo para cambiar de madriguera. Ella era boba, y feliz. Él era bobo, y feliz. Su comportamiento era ejemplar y eso les daba el aprobado porque él era bobo y callado, y ella también. El amor les ofrecía su recompensa no solo en la pared del gimnasio, sino también en el boletín de notas. Aprendieron a callar, a mirarse, a tocarse, a observar con arrobo la pizarra pensando en el timbre del recreo o en el de salida. Aprendieron que el deseo era incluso mejor que la realidad. Comprendieron a Cernuda, comprendieron a las nubes. Comprendieron. Y él, cada día, era menos bobo; y ella, cada día, era menos boba. La espera y el amor les arrancaron la bobería. Y nadie reparó en esa vieja metodología educativa que libraba a los bobos de su bobería. Ningún pedagogo, ningún profesor; ni siquiera ningún inspector registró la proeza. No los vieron, no vieron su bobería. Y cuando despertaron de ella, tampoco vieron su proeza, ni el deseo, ni las nubes. Andaban cabizbajos, con botellas y carteras en las manos. Con los ojos muertos en la papelera.
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