El Danubio nos reclama de nuevo y como obedientes infantes acudimos a su seno para disfrutar de la serenidad de sus aguas y de la piedra limpia, rendida a la filigrana del neogótico. Mañana clara de puentes y retrasos. Entre Buda y Pest se tienden el puente de las Cadenas, el de la Libertad, el de Sissi (sí, la emperatriz). Todos destruidos por los nazis al final de la guerra para cortar la comunicación entre ellos y el mundo (nunca la hubo). El Museo del Terror (mejor del Horror) es una puerta a las entrañas de la miseria humana. La represión nazi y comunista es un peso todavía grave para los centroeuropeos y también, por qué no decirlo, un recurso para sangrar al turista. Los uniformes que vestía el servicio secreto húngaro en tiempos del nazismo incluyen una banda en el brazo con un símbolo que recuerda, y mucho, a la parodia de Charlot en El gran dictador. Estos regímenes terribles se prestan fácilmente a la caricatura, casi tanto como varios presidentes actuales que nos tienen en ascuas. Lo más impresionante de la visita son los calabozos de la policía secreta comunista: la celda de tortura espeluzna, con rejilla en el suelo para desaguar la sangre de las palizas, y la celda de castigo donde apenas cabe un hombre de pie angustia y estremece. Un carro de combate con las cadenas cubiertas por el agua nos recuerda un tiempo rancio y agrio, tan similar a la posguerra española que suena muy próximo.
Después del estremecimiento, una comida típica en una bodega escondida entre mansiones imperiales. Gulás delicioso y reconfortante con el que enderezamos el mal cuerpo del estalinismo. Nos espera el interior del parlamento. Una guía susurrante y regordeta (me recuerda a la abuela del protagonista de El tambor de hojalata) nos pasea entre tapices, dorados y cúpulas estridentes. Pasillos del imperio austrohúngaro que culminan en la sala del parlamento, todo madera y banderas. No sé por qué me inspira cada vez más repeluzno la exhibición de estandartes.
La iglesia de san Esteban nos mantiene en la estela de los turistas dóciles. Un impresionante templo neoclásico con sus tumbas y sus reliquias y sus calaveras y sus tibias y peronés pulidos y presentados como un cochinillo recién roído. En lo alto del cúpula una vista impresionante de la capital húngara. Al parecer todos los españoles hemos subido a la vez e incluso nos encontramos con personal de la Delegación de Cuenca. Todos los caminos de España confluyen en la cúpula de san Esteban.
El crepúsculo y un funicular de museo nos suben hasta la colina Géllert. Es sábado por la noche y no hay nadie en el castillo de Buda. Sorprendente. Un paseo tranquilo por los jardines, por el Bastión de los Pescadores, por la iglesia de Matías. Reposan dormidos en la oscuridad y el recogimiento, abandonados maravillosamente por las hordas de turistas. Durante la Edad Media eran los fieros húngaros los que aterraban al visitante. Ahora somos nosotros los que asolamos las ciudades y los ríos. Hoy ha habido una tregua. La panorámica desde lo alto del Bastión sería el paraíso del turista moderno y sélfico, pero no hay nadie y sorprende. Se podrían llenar cientos de muros de Facebook con escenas del parlamento y de los puentes iluminados a la orilla del Danubio sin que el mal gusto apareciera (es posible que exagere).
El tren escalador nos devuelve al amor del río (oscuro y manso). Uno mira el fluir de la corriente y no puede olvidar esas parejas de judíos hundiéndose, con los zapatos secos y abandonados en el muelle.
Para culminar el día, una taberna acogedora donde extrañamente solo hay hombres de tamaño XXL. Se muestran cordiales, aunque nos cuesta entenderlos. Marbella, Ronda, es lo único que logramos comprender, junto a sus apretones de manos que nos despiden con la euforia de la cerveza tostada y el palinka.
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