Cada vez que imaginamos a una bruja volando en escoba, deberíamos pensar en él. Un monje viejo, ascético y lleno de achaques, que recorre los caminos de la Europa medieval, en dirección a Roma. En las paradas su hábito ha ido llenándose de piojos y pulgas. Su condición de legado papal no le ha servido contra los insectos. Tampoco para impedir ser expulsado por el obispo de su diócesis, en el Tirol. El prelado estaba harto de que lo acosase, día tras día, solo para decirle que existen gentes que adoran al demonio, y lo convocan en sus reuniones nocturnas. Cuentos de campesinos, le responde su superior jerárquico. Estupideces de viejo senil. El obispo ha intentado explicarle las sutilezas de la teología, haciendo hincapié en que la influencia del ángel caído inclina al hombre al pecado, como enseña la Biblia y los padres de la Iglesia. Pero desde luego no se aparece desde el Infierno para pactar con él.
Pero con Konrad de Marburgo todo razonamiento es inútil. Tiene en los ojos la mirada febril del iluminado. Como si aún estuviera entrando en la iglesia de Santa María Magdalena, en Beziers, sur de Francia, y contemplando a las siete mil personas degolladas en su interior. Aquellos herejes cátaros estaban refugiados allí, rezando, para pedir a Dios que les salvara de la salvaje persecución a que estaba sometiéndolos el papado y el rey francés. Pero Dios les había castigado. Él había estado allí, y en el resto de lugares donde se reprimió el movimiento cátaro. Pudo observar cómo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos, ordenaba que a los prisioneros se les sometiera a la cuna de Judas. Desnudos, atados por las muñecas y sostenidos en el aire por una cuerda, eran arrojados contra un saliente de hierro hasta desgarrarles el ano y el perineo. Todos, sin excepción, confesaron su pecado de sodomía. Peor aún, aseguraron que habían predicado a sus fieles que si hacían el amor usando este método, no pecarían. Porque el Señor había hecho el sexo para la reproducción, y sin ella no había pecado. Eran herejes, malvados, personas que querían impedir la salvación eterna de las almas de los cristianos.
La visión de los hechos de Konrad, y de todos lo que participaron en aquella cruzada, está contenida en la crónica de Cesáreo de Heisterbach. En ella se recoge la famosa frase «Matadlos a todos, que Dios en el Cielo distinguirá a los suyos». Es la supuesta contestación del papa Inocencio III a Arnoldo Almarico, inquisidor general y jefe de los ejércitos cruzados, que le preguntaba cómo distinguir a los herejes de quienes habían seguido siendo buenos cristianos, para no matar inocentes. La frase, seguramente, sea apócrifa, lo mismo que el resto de la narración, la cual no es sino un panfleto, hecho con refritos de los juicios inquisitoriales y con continuas alabanzas al exterminio de cátaros. Lo importante no es la verdad o mentira que contiene, sino la idea que la obra transmite: que un conjunto de rebeldes pueda amenazar a toda la sociedad y destruirla con ayuda de Satanás. Tal creencia quedó profundamente arraigada, tanto en la Iglesia como en la sociedad medieval. Fue el origen de la Inquisición como hoy la conocemos, y de las supersticiones que encenderían las hogueras en Europa y en sus colonias. Konrad iba a ser, sin saberlo, su mejor representante.
Mientras recorría el camino que le separaba de Roma, el monje recordaba esos hechos. Sin ser consciente de que había sido manipulado por una campaña de propaganda. Ideada por el papa Inocencio III y por el rey de Francia Felipe II Capeto. Pretendían detener un movimiento que era a la vez independentista, y contrario a pagar impuestos al papado. La región en que había florecido, Occitania, era rica por su comercio con el Mediterráneo y por su clima benigno que favorecía la agricultura y la ganadería. Contaba además con una lengua propia, diferente de la hablada en París. Incluso con una orden religiosa, la de los cátaros, que había conquistado el corazón de las gentes al predicar la pobreza. Impedían a los sacerdotes cobrar por los sacramentos, librando del Infierno a los más pobres que no podían casarse, bautizar a sus hijos o recibir la extremaunción. Aseguraban que las iglesias tenían que ser modestas, sin adornos de oro ni plata. Y que ningún cristiano estaba obligado a pagar impuestos adicionales al papa.
Lo que vieron Konrad y otros como él no fue este proceso político, sino a una multitud enorme de herejes que en los juicios confesaban haber querido destruir las imágenes de Cristo, de la Virgen, y los santos. Que querían prohibir los sacramentos. Y promover el intercambio de parejas entre matrimonios. Eran adoradores del mismo Satanás. La opinión pública, que se había horrorizado cuando el papa ordenó por primera vez una cruzada contra cristianos, quedó tranquila al conocer los pecados cometidos por los seguidores del catarismo.
Konrad añadió a eso su mito sobre las brujas y los adoradores del demonio. No era un genio, ni un gran inventor de cuentos. Solo había recogido aquí y allá ideas sueltas que pudieran justificar sus delirios. La mayor aportación de una fuente escrita la obtuvo de un canon legislativo reunido por el obispo Burcardo de Worms. Compilada cien años antes, se refería a documentos aún más antiguos. Uno de ellos fechado en el momento en que ciertas tierras del imperio carolingio se hallaban recién cristianizadas. El obispo Burcardo, tomándolo de ejemplo, da por cierto que existe un culto cuyos partícipes se reúnen a la luz de la luna para realizar los «vuelos de Diana». Sus asistentes creen salir volando y entrar en contacto con espíritus malignos. Puede que en el siglo VIII quedasen restos de cultos paganos a la diosa protectora de la naturaleza, y que sea a eso a lo que se refiere el texto. Pero desde luego a principios del siglo XIII, con la Iglesia implantada en todas partes, ya no era posible.
Pero Konrad sí había crecido en una región donde las supersticiones que hoy los etnólogos consideran restos del paganismo seguían presentes. No eran ya más que ritos de buena suerte, transmitidos de padres a hijos, destinados a alejar la desgracia o a favorecer las cosechas y la ganadería. Ideas como cruzar un hacha en la puerta para que las tormentas se partieran en dos, haciendo desaparecer los rayos. O dejar algunas migajas de pan en las rocas de las montañas, porque los espíritus del bosque se aparecían de noche para comérselas. Y así las ovejas y cabras de las gentes engordaban más al pastar, y quedaban libres de enfermedades. Todo serviría para alimentar el mito en la mente del inquisidor.
En cualquier otro momento histórico, e incluso con otro papa en el trono de san Pedro, Konrad hubiera sido echado a patadas de Roma. Pero sus delirantes historias sobre adoradores del diablo eran lo que necesitaba el nuevo pontífice, Gregorio IX. Estaba reuniendo las leyes canónicas en un único código, que iba a ser la fuente del actual derecho canónico. Dentro de sus muchas reformas, se incluía la de la Inquisición. El pontífice quería que fuera permanente, en vez de convocarla cada vez que aparecían herejes, disolviéndola después. Para justificar esta medida consiguió que ciertos teólogos aseguraran que la herejía existía siempre, y por tanto había que perseguirla continuamente.
Gregorio IX escuchó con interés la denuncia de Konrad, hablándole de la injusta expulsión hecha por su obispo, cuando él solo quería cumplir su papel de inquisidor. Y eso le inspiró al papa una idea que pasó a formar parte de las leyes inquisitoriales. A partir de entonces, todo obispo estaría obligado a buscar regularmente en sus diócesis evidencias de herejía. Si no las encontraba, podía ser denunciado por un inquisidor, y apartado de su cargo. De ese modo, un prelado como el del Tirol nunca hubiera podido expulsar a Konrad. Y la autoridad de los inquisidores quedaba por encima de la de los obispos.
Es fácil imaginar que Konrad pudiera haber hecho otra sugerencia al papa. Su tierra de origen era parte del Sacro Imperio Romano Germánico, donde la hoguera se había hecho muy popular como pena máxima a los traidores. Qué mayor traición que la de un hereje a Dios, y qué mejor castigo que las llamas para él. Fruto de su influencia, o de la de la época, lo cierto es que el fuego quedó instaurado como el castigo a los herejes. Y las llamas de la Inquisición arderían en las plazas públicas desde entonces.
Pero la aportación indiscutible de Konrad es la que hoy constituye el segundo gran símbolo de la Inquisición, junto a las llamas. Brujas, aquelarres y adoración del demonio salieron de su prolífica imaginación, y lo sabemos gracias a la Gesta Treverorum, mandada redactar por su amigo el arzobispo de Tréveris. El objetivo de esta crónica era dar relevancia a los hechos llevados a cabo por los obispos de esa ciudad, haciendo especial hincapié en los acontecimientos más modernos. Como las persecuciones contra herejes llevadas a cabo por Konrad, que no tardó en ganarse la fama de admitir como cierta cualquier denuncia, siempre que el motivo de sospecha fuera la brujería o el culto al diablo.
La crónica es escrupulosa al detallarnos las confesiones obtenidas por el monje, convertido en inquisidor oficial por el papa Gregorio IX, y en las que tenía experiencia desde la persecución cátara. Consiguió que sus víctimas afirmasen haberse reunido de noche y dar inicio a su ceremonia quedándose completamente desnudos. Después confirmaban su pertenencia a la secta besando el ano de sus compañeros, sin importar el sexo, como forma de reconocimiento mutuo. Cuando el ritual estaba en su apogeo, se les aparecía un hombre calvo, de piernas muy velludas, que sodomizaba a todos los hombres presentes. Y penetraba hasta la última de las mujeres. Se hacían llamar a sí mismos luciferinos, por adorar a Lucifer, el ángel caído que se rebeló contra Dios.
Puede parecer una imagen manida, pero esta es la primera descripción de un aquelarre en Europa. Incluyendo una mención indirecta a lo que, con el tiempo y la labor de los inquisidores, serían las brujas.
De hecho no hay, ni en la literatura, ni en los documentos oficiales, una sola mención a rituales de brujería como el descrito antes de la Cronica Treverorum, del siglo XIII.
Las últimas ejecuciones en la hoguera de herejes se harían en la Europa del siglo XVIII. España tardaría aún cien años más. En 1823 la política conservadora volvía a instaurar algo llamado Juntas de Fe, revestidas de los mismos poderes que la Inquisición, abolida por los liberales. Francisco de Goya pinta en ese mismo año su segundo aquelarre, el sombrío. Una multitud de mujeres, sobre todo ancianas, están reunidas ante la aparición del demonio en su forma de gran cabrón. La capacidad crítica del artista está en su apogeo, y la deformación de los rostros, lo mismo que el diablo aparecido, son una denuncia de la absurda vuelta atrás que su país estaba viviendo. Una caricatura. A la vez, y sin él saberlo, estaba elevando las delirantes imágenes de Konrad de Marburgo a la categoría de arte moderno, preludiando los lenguajes de la ilustración, la novela gráfica y el cine. Y anunciando algo que pasó tres años después. Un maestro valenciano fue acusado de hereje, ahorcado, y su cuerpo encerrado en un barril pintado con llamas que fue arrojado al río. El tribunal pidió quemarlo, pero no se lo permitieron. Fue la última víctima de la Inquisición, en el tardío año de 1826.
Después de conocer al papa, Konrad regresó a su tierra de origen. Pero ya no llevaba consigo solo sus obsesiones. También unos nuevos poderes, amparados por la ley que daba origen a la Santa Inquisición, y desconocidos hasta entonces. De acuerdo a ellos, un denunciante no podía desdecirse, o era acusado él mismo de hereje. Ahora los testigos se mantenían siempre fieles a su primera declaración, sentenciando al culpable, que además podía ser sometido a tortura si el inquisidor así lo solicitaba. Y desde luego que Konrad lo solicitó.
La Gesta Treverorum asegura que gracias a él fueron quemados doscientos treinta y siete herejes en Stein, y otros ochenta entre mujeres, hombres y niños, en Estrasburgo. Pero no eran unos simples herejes más, sino unos nuevos cátaros. Konrad inventó para ellos un nombre, los luciferinos, adoradores de Lucifer, y el ritual, antes mencionado, de besos negros y sexo bisexual en grupo. Los luciferinos aceptaron que hacían todo eso. Y de este modo, la adoración al diablo y la reunión de brujas obtuvieron su base literaria, que iba a llegar hasta nuestros días.
Obviamente, los delirios de Konrad de Marburgo no hubieran llegado tan lejos de no ser por los manuales que fueron surgiendo para ayuda de los inquisidores, en cada vez mayor número. El primero apareció en 1376, cuando Nicolás Aymerich escribió el Manual del inquisidor, que bebía de las tradiciones iniciadas por Konrad. A su vez, en 1487 se publicó el Martillo de brujas, un verdadero bestseller de su tiempo que fue a la vez una historia de la brujería y un manual para inquisidores, tanto católicos como protestantes. No es casualidad que uno de sus autores hubiera nacido al sur de Estrasburgo, la misma ciudad en que Konrad persiguió a los luciferinos. Allí la tradición heredada de él y de Burcardo de Worms convirtió la imaginación y las tradiciones populares en verdades de fe. Nadie dudó ya, a partir del Renacimiento, de que las brujas realmente existían. Incluso de que se reunían en los términos propuestos en origen por Konrad. Aunque posiblemente jamás hubo un aquelarre real en ninguna parte del mundo. Y cabe suponer que diablos sodomizadores, tampoco.
Umberto Eco, que era no solo un conocedor de la Edad Media, sino que la comprendía de manera magistral, se inspiró en personajes como Konrad para escribir El nombre de la rosa. Debajo de su argumento, la novela esconde claves sobre el ambiente que dio origen a la creencia en brujas y demonios. Precisamente Guillermo de Baskerville, protagonista y monje erudito, de mente abierta, tiene que discutir la herejía de la pobreza, promovida por una rama franciscana, los espirituales. Lo mismo que decían los cátaros, y otros movimientos de la época. Jorge de Burgos, el monje más viejo de la abadía a la que llega Guillermo, representa la mentalidad de los apocalípticos. Religiosos convencidos de que había señales en su tiempo del fin del mundo, y que si esto era así, la presencia del demonio entre ellos era cierta, ya que según el Apocalipsis de Juan su reinado precede al fin. Extraían de un principio teológico un argumento para defender la existencia de fantasías, como Konrad. Finalmente está el inquisidor, Bernardo de Gui, figura clásica del religioso intolerante y más dispuesto a condenar a un hereje que a determinar si lo es o no. Con personajes históricos, que existieron realmente, Umberto Eco nos transmite el sentir de una época, tanto como lo hacen en su contexto histórico la crónica sobre la aniquilación de los cátaros, o la Gesta Treverorum.
En su traslado al cine, la película del mismo nombre tuvo aciertos magistrales en la caracterización de sus protagonistas. El rostro del actor Feodor Chaliapin haciendo de Jorge de Burgos podría ser, sin la ceguera, el del mismo Konrad. Hubo además en el largometraje un cambio de argumento destinado al comercial final feliz. Por eso el inquisidor Bernardo acababa trinchado en unos hierros, lo que no ocurre en la novela. Singularmente, el fin del inventor de las brujas no fue muy distinto.
Los procesos contra los luciferinos habían vuelto al monje inquisidor extremadamente soberbio. Estaba convencido de que su poder inquisitorial estaba por encima de cualquier poder terrenal, y que solo respondía ante Dios. Tanto es así que acusó a un importante noble, Enrique III, conde de Sayn, de participar en orgías satánicas. Después le declaró culpable, condenándolo a morir en la hoguera. El conde apeló a un tribunal superior, y sus obispos, reunidos de Maynz, le liberaron de todos los cargos. Konrad abandonó el juicio entre furibundas acusaciones de traición, y asegurando que dejaban libre a un adorador del diablo.
Horas después, en el camino de vuelta a Marburgo, que recorría acompañado de un monje franciscano, fue asaltado por un grupo de caballeros armados. Tras detenerle, le cortaron las orejas, la lengua, y le arrancaron los ojos, mientras a su compañero se limitaban a matarlo rápidamente. En la mentalidad medieval, las mutilaciones que acabaron con su vida eran el castigo reservado a quienes usaban sus sentidos para mentir sobre otros. No hay evidencias de que el conde Enrique III ordenara su asesinato, aunque todo parece apuntar en ese sentido.
Pero Konrad no había muerto del todo. El papa Gregorio lo declaró paladín de la fe, ordenando ejecutar a sus asesinos, mandato que no llegó a cumplirse. En las tierras germánicas que lo sufrieron su memoria prevaleció cuando ya los papas se habían olvidado de él. Durante siglos fue recordado como el prototipo de inquisidor sádico. Hoy una lápida, dentro de una finca privada, señala el lugar, cercano a la ciudad de Marburgo, donde que fue ejecutado.
En realidad, Konrad sigue con nosotros. Sin saberlo, invocamos su memoria al pensar en brujas montadas en escoba y en adoradores del diablo. La bruja demoníaca se ha plasmado en tantas ramas del arte que incluso ha podido volver al terror inicial que propagó su inventor. Ese miedo a un poder superior, invisible, y peligroso, lo vimos renacer en 1999, cuando El proyecto de la bruja de Blair convirtió a la vieja hechicera en una espeluznante película de terror sicológico. El sentimiento que transmite este largometraje puede ser el mismo que sintió Konrad ante sus herejes luciferinos. Y es algo que permanece muy en el fondo de todos nosotros. La sospecha de que el mal puede cobrar forma y herirnos de manera que no imaginamos. Ayer en forma de hechiceros adoradores de Satanás, y hoy como vacunas que provocan autismo, chemtrails que dejan estéril, enfermedades creadas en laboratorio, o sombríos poderes que lo controlan todo. Y ya quisieran. En el fondo, buscar soluciones fáciles a problemas difíciles es algo tan humano que nunca nos libraremos de ello. Tanto es así que los Konrad de Marburgo han vuelto a aparecer en nuestro tiempo, ahora bajo otros nombres.
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