Un aeropuerto siempre ofrece sorpresas y cavilaciones. Nos llaman por megafonía debido a un retraso que inyecta emoción al comienzo del viaje. Iberia es diferente y cumple con los horarios. Nosotros somos los mismos: dos profesores angustiados y un grupo de adolescentes embelesados con las colonias de los aeropuertos. Trabajar un año en la elaboración de un periódico no enseña a que las puertas de embarque no están abiertas hasta que uno deja de contemplar las cerraduras de los baños. Por fin en el avión. Las ventanillas muestran unos Alpes majestuosos, nevados y sosegados casi tanto como los dos profesores en sus asientos. Viajamos hacia la tierra de los húngaros, aquellos bárbaros que se trenzaban las barbas con los huesecillos de los enemigos.
Llueve a jarras en Budapest. La tarde se presenta difícil para el paseo y la contemplación, pero se intenta, a pesar de una iluminación callejera de bujías gastadas. Kebabs y cervecerías, peluquerías antiguas y fachadas desconchadas, no da tiempo ni luz para más. Los bares de Budapest nos alegran el bolsillo y, está comprobado, Hölderlin es demasiado bucólico para engullirlo en los aviones. Las chicas achispadas del IMSERSO inglés alegran el vestíbulo del hotel. Los bárbaros se han rapado las barbas, pero presentan la altura y la corpulencia de sus medievales antecesores. El Danubio no es azul y Centro Europa no se explica en una tarde lluviosa, esperaremos a mañana.
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