Se han esfumado las brumas. El mundo amanece envuelto en un paño de azules sin mácula. Las olas han claudicado. No hacen falta los puentes, ni las plataformas de verano. Se podría pisar el mar sin miedo, si no soportáramos este peso muerto que nos hunde incluso en el asfalto. Hay poca esperanza para la natación, a pesar de las condiciones inmejorables. Solo tablas de surf y picos de gaviota. El sol asoma tímido, atento a la brisa de una mañana de vasos de cristal. La romperemos en cualquier momento, no hay duda, en añicos, como todas. Huele a algas podridas, a sal y a viento de la montaña. Hemos perdido los dientes y no podremos masticar el mar sin rajarnos las encías. Ya no estamos para sabores ásperos. Nos hemos arruinado el paladar con palabras de vidrio y humo, con imágenes de cenizas y porquería. Por suerte, hay papillas para desdentados y tullidos. Papillas para tragar el mundo sin saborearlo, sin masticarlo, sin apreciar la textura de las algas podridas, de la sal y del calamar varado en el puerto.
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