En el cementerio de Dublín (2015)
Leo por tercera vez el Ulises de James Joyce. Y por fin le saco el jugo a este libro. Es posible que, como dice el traductor, Francisco García Tortosa, para apreciar en toda su extensión el Ulises, hay que familiarizarse con su realidad, con sus personajes, con sus ambientes, con su lenguaje. Pocos disfrutan del primer contacto con un desconocido. Hay que dedicar tiempo y encuentros para estar cómodo con alguien, para trabar amistad, para gozar con la conversación, con la palabra. El Ulises propone el mismo enfrentamiento que el de la realidad. Hay que acercarse a él una y otra vez para desentrañar los misterios de su composición, para acomodarse, para trabar relación y extraer la sustancia de su genialidad. No me parecen, como a Juan Benet, juegos de palabra sin más, ni mucho menos. La lectura del Ulises te sumerge en un mundo plagado de referencias literarias y lingüísticas, de juegos (es cierto), de guiños, de ironías herméticas, de voces difícilmente distinguibles..., en la realidad misma, en su vulgaridad y en su excelencia, en su obscenidad y en su pureza. Es una lástima no saber inglés para completar la experiencia estética, aunque la traducción de Tortosa es, con diferencia, la mejor de todas las que he leído.
Me acerqué a él por primera vez con avidez y me ganó la soberbia. No entendí nada, se me perdía el discurso en la complejidad de las voces y en la riqueza de la lengua. No fui capaz de hallar el placer estético que se suele obtener de una obra de arte. Me puse del lado de todos aquellos que piensan que la obra de Joyce es una tomadura de pelo.
Tardé mucho en volver sobre ella, cuando la soberbia de la juventud se había diluido, convencido ya de que fue mi torpeza y no la de Joyce lo que impidió mi disfrute. No conseguí tampoco en esta segunda lectura disfrutar como lo he hecho con otras obras clave de la literatura, pero sí quedó en el paladar un sabor diferente al primer contacto. Una sensación de que allí había algo escondido. Percibí un aroma agradable, distinto a cualquiera de los libros que había leído hasta ese momento, aunque de nuevo, la dificultad del texto me superó.
Es la tercera vez que lo abro, la tercera. En una nueva traducción, la de Francisco García Tortosa. El aroma de la segunda lectura lo he recuperado ya en el primer capítulo. Reconocer de nuevo a Buck Mulligan, a Stephen Dedalus y a Haines en la torre Martello, sonreír con sus ironías anticlericales y antiimperialistas, participar de su trato juvenil de colegas y llegar al final, a esa palabra clave: "Usurpador". Es como encontrar a viejos amigos con los que has pasado buenos ratos y comprobar que la relación no se ha resentido, al contrario, el paso del tiempo no ha dañado la confianza y se disfruta del reencuentro. Aún mejor, porque en la tercera lectura he recobrado el tiempo perdido y aprecio algunos detalles que habían pasado desapercibidos en las dos lecturas anteriores. Y el aroma ya no se percibe débilmente, sino que se puede saborear el té espeso y la leche recién ordeñada de vaca dublinesa. Las letanías heréticas de Mulligan provocan la sonrisa sardónica, la torre Martello es el castillo de Elsinore y los calzones de Stephan son las armas de Telémaco para navegar en el río Liffey. Las voces se cruzan, las palabras comienzan a engendrarse de nuevo, bellas y monstruosas. El tono está dispuesto para la aventura del héroe. Hay que chapuzarse.
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