Estos días puede verse en Madrid una espléndida exposición
dedicada a Manuel Bartolomé Cossío, un intelectual de hace un siglo cuya obra
aún nos conmueve. Colaborador de Francisco Giner de los Ríos y heredero suyo al
frente de la Institución Libre de Enseñanza,
Cossío fue un gran historiador del arte que redescubrió el valor de El Greco y
defendió el patrimonio histórico-artístico español. Pero todo su quehacer,
desde los viajes de estudios hasta el interés por los museos o las misiones en
aldeas perdidas, estuvo marcado por su vocación de educador. A su juicio, la
principal tarea de aquel tiempo consistía en sacar a España del atraso, la
ignorancia y el dogmatismo; construir un país desarrollado, a la europea, de
ciudadanos conscientes y libres.
Para institucionistas como Giner,
Cossío y muchos otros, la pieza clave de esa ingente labor se hallaba en el
maestro. Nada se adelantaría en el terreno educativo sin un personal preparado
y reconocido. En una España rural y analfabeta, donde avanzaban las órdenes
religiosas embarcadas en la lucha contra la modernidad, estos liberales
superaron sus prejuicios antiestatistas y se comprometieron con Gobiernos
dispuestos a impulsar la enseñanza pública. Se empeñaron en mejorar los
salarios del magisterio, que pasaron de los municipios al Estado; y también su
formación, con escuelas reformadas, centros experimentales donde probar nuevos
métodos y becas para conocer los progresos extranjeros. Un esfuerzo notable,
aunque insuficiente, que culminó durante la Segunda República.
Hoy vivimos en una sociedad muy distinta, urbana y diversa. El
analfabetismo ha desaparecido, los niveles medio y superior se han expandido y
los profesores, en general, no reciben ya sueldos de miseria. Sin embargo, las
reflexiones de pedagogos como Cossío todavía conservan su vigor. Desde luego,
no se sorprenderían al saber que en Finlandia, ese paraíso didáctico de
nuestros días, el éxito se fundamenta en la consideración social del
profesorado. Y estarían de acuerdo en que la lucha contra la desigualdad que no
ceja requiere la presencia de los docentes mejor equipados en los colegios con
alumnos de menos recursos. La frustración que aquí producen las constantes
reformas educativas se deriva, en buena parte, de la poca participación de los
profesores en su diseño y de su consiguiente falta de compromiso con ellas.
Más aún, los recortes presupuestarios
de la última década han agravado la situación, con aulas sobrecargadas de
estudiantes y escasas de profesores, que además sufren a menudo contratos
precarios. Los recursos para la educación estatal, eje en la búsqueda de la
igualdad de oportunidades, se desvían a la privada, con subvenciones que
favorecen a las clases medias y altas. En las Universidades, las jubilaciones
de una plantilla envejecida no conducen a la oferta de puestos dignos para los
mejores investigadores y docentes, sino a la contratación masiva de asociados
que, mediante un truco leguleyo que les hace pasar por profesionales independientes,
perciben ingresos que rondan el salario mínimo. Con todo ello se pierden
ocasiones de captar talento, que acaba por marcharse, y se degrada el
aprendizaje. Es decir, nos quedamos atrás en la crucial creación de capital
humano.
Las inercias y rigideces corporativas minan los centros. Aún hay
profesores que se limitan a dictar apuntes u obligan a sus alumnos a memorizar
sus propios manuales. Los procedimientos institucionistas, socráticos y
activos, alérgicos a los libros de texto y a la mera instrucción mecánica,
resultarían revolucionarios en numerosas aulas. Mientras tanto, los sindicatos
presionan para cerrar la puerta a la libre competencia en el reclutamiento y a
la evaluación, siquiera interna, de actividades que pagamos todos. No obstante,
ninguna medida obtendrá fruto si no se cuida al profesorado, cuyo maltrato hace
que palabras tan manidas por políticos, rectores y gerentes como excelencia o
modernización suenen a sarcasmo. En términos célebres de Cossío, de 1882,
“dadme un buen maestro y él improvisará el local de la escuela si faltase, él
inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta,
pero dadle a su vez la consideración que merece”. O, como también reclamaba:
“Gastad, gastad en los maestros”.
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