Han pasado unos cuantos años, quizá seis, probablemente siete. Uno
iba en la parte de atrás de un Citröen gris conducido por padre, perdido entre
la autopista, el Lawrence Durrel de turno y, ante todo, dejando emerger la
imaginación que cabía en medio de estas alternativas. Uno imaginaba, de cara a
un post de bloguero, al Reinaldo Arenas de Celestino antes del alba poseído
ante el teclado por la enajenación polifónica de las notas de una pieza de
Conlon Nancarrow (no digamos al Céline de Muerte a crédito o de Guignol´s
band). Intervenía la velocidad con la que mi padre, en su manera, arriesga en
las autopistas. El cielo era primaveral, pongamos, una ausencia plena con
apenas alguna figura de nube rondando los raros virajes en los vuelos de
algunas golondrinas. Venían ellas a tropel a comer de mis sesos, metidos en
figuraciones que uno se pensaba, al menos, contenían algo de lirismo al que se
prestaba, de caber y a ser posible, alguna sutilidad en ese manejo que tiene la
imaginación embebida para crear imágenes, para achuchar frases frente a la
velocidad con que las ruedas de ese coche gris, uno suponía, giraban. Apenas
mediaba palabra con padre ¿Has quedado con alguna? Hoy voy a pasar por la
biblio, no sé muy bien a qué. ¿Reconoces los números de esa matrícula? A ti lo
que te pasa es que no ves bien de lejos y te niegas a ponerte las gafas etc…
sobre todo, ya digo, silencio. De vez en cuando las voces de la radio irrumpían
en mis pensamientos sobre teorías que en ese momento percibía acabadas,
pongamos de un Eliot aún joven, puro estilo, kilates de aquel dicho que le es
perteneciente que venían a hablar de convertir en algo mejor lo que un poeta
-maduro, añadió- acierta a robar. Uno leía al Genet de turno encontrándolo
imaginado ante un papel higiénico y una pluma, reescribiendo de nuevo una vida
de la que él, lírico precoz del siglo, era asiduo. Excentricidades, uno
pensaba, de un hombre que siempre se encuentra en el borde de una muerte que le
es esquiva. Ya llegando a la ciudad, a la altura del municipio de Alcorcón
sucedió aquello que hizo terminar mis idas blogueras de la mente, centradas en
los grandes círculos literarios, vagamente concéntricos, que uno viene a querer
para su biografía, que nunca acaba de escribir. A la altura de san José de
Valderas, un hombre estaba caído de espaldas sobre el asfalto. De su casco roto
emanaba un inacabable charco de sangre. Me apresuré a centrarme en los
detalles. La motocicleta estaba en el suelo a unos diez metros de su cuerpo, el
cual unos trabajadores de urgencias se acercaban a tapar con una manta.
Visualicé, presunciones aparte, quién debía ser. Lo que fue ese hombre. Vi en
el reloj del coche las 16:21. El tamaño de su cuerpo, la ropa que vestía. Es
bien probable que se dirigiera al trabajo. También lo es que apenas hacía hora
y cuarto se encontrase comiendo en el salón de su casa rodeado por esposa, de
tenerla, e hijos, de tenerlos. Creo estar de nuevo usando en demasía la
imaginación. Uno percibió la sangre como algo que podía ser suyo, figurar tal
cual dentro de la gratuidad medio varonil de su cuerpo, definitivamente agotado
debido a ciertos excesos, como pudieran ser el tabaco, alguna noche de frula,
los excesos con los licores y alguna que otra mujer -no muchas- que saben crear
heridas que uno aprende a borrar de sí, dicen, cada vez con mejor facilidad. Mi
padre se cago en la puta (a saber a cuál de ellas se refería), yo le dije que
correr e incluso no hacerlo era peligroso. Le dije que gastábamos demasiado
tiempo discutiendo. Él cambió de tema. Hoy me conviene más dejarte en
Vilumbrales que en Cuatro Vientos. Añadió que le hacían una prueba del estómago
a las seis, cosa que uno ya sabía. El cuerpo del hombre, a estas alturas, debía
andar kilómetro y medio atrás. Uno siguió dándole vueltas. Llamadas del Samur a
su probable esposa y familiares o, quién sabe, amigos, inclusive de la
infancia. Uno imagina el bar. Adivina a ese hombre jugando al mus con un
palillo en la boca y siguiendo con el ojo vago el fútbol de la pantalla. Uno
quiso empezar a verse blogger estrictamente literario y acaba allí, tendido
sobre una nada que llegará, derrochando sangre que, ya dije, me es también
medio propia. Sangre roja que se hace marrón en un asfalto. Sangre que se queda
dejando una marca que apenas perdura y quién sabe si las flores en el arcén de
alguien que lo quiso. Eliot no dejaba de sonreír mientras Céline y Reinaldo
Arenas usaban la imaginación de uno de almohada. Conlon Nancarrow, mientras,
paseaba sombrero de ala ancha por una ciudad pordiosera. En la radio hablaban
del futuro incierto de un lateral izquierdo del fútbol club Barcelona. La vida
continuaba. O quizá no. Creo que era martes. Puede ser, sin embargo, que lo
esté equivocando por un jueves.
No hay comentarios:
Publicar un comentario