sábado, 4 de febrero de 2017

"En las ruinas del Romanticismo" por Ramón Andrés


En las cabinas de popa, en las vigas de las goletas y bergantines, en esos veleros que anclaron en los crepúsculos de Caspar David Friedrich empezó a inscribirse, en el último tercio del siglo XVIII, el lema de Pompeyo: “Navegar es necesario, y no es necesario vivir”. Retomar esta antigua costumbre de navegantes es una alegoría de la conciencia romántica, la visión de una existencia concebida como viaje a lugar alguno. Azar, tempestad. Un periplo sin término: así es el mundo, así es el Yo que lo contempla. Europa, los acantilados, la bruma y una ermita lejana, un cielo de Philipp Otto Runge, la noche de marzo de 1797 en la que Samuel Taylor Coleridge leyó en casa de los Wordsworth La oda del viejo marinero. El albatros que cruza por aquellos versos es, en realidad, una veleta, la necesidad de un viento norte. Por entonces el cuerpo de Mozart, cubierto de cal viva, se había deshecho en no se sabe qué fosa de Sankt Marx, el cementerio vienés, a 15 minutos del Danubio. Era el tiempo en que Beethoven, todavía muy joven, había dado a su editor Artaria las Sonatas para violonchelo op. 5. Una de ellas, la escrita en sol menor, la tonalidad que, según Johann ­Mattheson, servía para expresar tanto el lamento como una alegría moderada, es extraña, problemática. Un augurio.
Nada que construir, la historia vivía de sus vaticinios. Las premoniciones se estaban cumpliendo, sobre todo una: la llegada del peor huésped, el más incómodo, como Nietzsche llamaría al nihilismo. La Razón, su lógica objetiva, parecía algo ajeno a quienes habían oído gritar en la Bastilla y más tarde respirado la pólvora napoleónica. El Romanticismo fue un tejado a dos aguas: todo conducía a precipitarse; el único asidero estaba en lo más alto, en lo más peligroso también. Estar arriba significaba hacerse visible, obligarse a ser un espectador de sí mismo, como hacía Goethe, todavía joven, cuando subía al campanario de Estrasburgo para sentir el vértigo de su existencia. En una de las pinturas rojizas de John Martin, que ilustró El paraíso perdido, un bardo, en lo más áspero y peligroso de un abismo, clama con el arpa en la mano; puede caerse en cualquier momento, una ráfaga, un traspiés devolverlo a su conciencia, es decir, a su certidumbre de “ser para la muerte”. Pero en un cuadro de Friedrich encontramos una figura todavía más inquietante si cabe: en los Acantilados blancos en Rügen, un hombre está echado, como gateando. No podría estar de pie, su idea de destino se lo impide; se acerca al precipicio, se asoma cauto, mira el cortante, un cosquilleo en el vientre. Así es su estar en el mundo: ingravidez y presentimiento, el mismo que sentían los lectores cuando abrían las primeras páginas del Werther. El Romanticismo está hecho de caídas y de quejas, de asombros y de melancolías.
Pasado el entusiasmo de los ilustrados, se hacía difícil entender aquella lección que Hegel repetía cada mañana: aprender a decepcionarse. Así tomaba cuerpo la subjetividad, así empezó a despertar un individualismo que debía mucho, también, a la supuesta inocencia rousseauniana y a su cultivo de una mirada gótica convertida en interior, sólo en interior; lo demás era escenario y hostilidad, oposición. Hablamos del mundo y de las consecuencias que debían pagarse por la religiosa aspiración a la verdad que fue anunciada a guillotinazos en el Siglo de las Luces. Este anhelo, de imposible cumplimiento, acabó corroyendo a las generaciones de Kleist. Nada era como había sido prometido; nada respondía, sino episódicamente, a esa adicción a la vitalidad, al entusiasmo que se dice tuvieron los románticos. La utopía se redujo a renacer de lo perdido, a bracear por las aguas del Rin corriente abajo como hacía Robert Schumann cuando, en medio del delirio, se arrojó a ellas. Decía que un “la” le torturaba los oídos, una nota, un solo e insistente sonido ponía música al pesimismo que había desencadenado —oh, Prometeo…— aquella enseñanza kantiana que nos reduce a ser siempre modestos alumnos, a reconocernos como miembros de una sociedad endémicamente inmadura, dependiente de ilusiones, autoalentada a golpes de poder, es decir, de destrucción. De ahí la necesidad, pueril y continua, de volver a casa, de ahí los caminantes solitarios y su afinidad con la niebla, tan abundantes en la pintura y la poesía: en realidad habían enfermado de nostalgia, querían regresar y no podían; esto explica su amor a las canciones populares, a las letrillas y los Volkslieder, a la nación, a la Edad Media y su lumbre cristiana. Este retorno a las ruinas del espíritu fue el que Nietzsche jamás perdonó a Wagner. No consintió aceptar de nuevo el pecado original, y dijo, de una vez por todas, no a la imploración. La necesidad de encontrar sentido como fuerza ordenadora; la metafísica que sólo era el testimonio del cuerpo de un dios todavía caliente, aunque muerto hacía mucho; el idealismo que hoy ha quedado reducido a la idea de supervivencia, son las secuelas de aquella época saciada de sí misma que se articuló entre los siglos XVIII y XIX. Su bisagra es la imagen del tejado a dos aguas del que hablábamos que no ha cubierto lo suficiente; los días eran y son intemperie. Es aquel un legado que entendemos muy bien. Mejor no vivir engañados.
Quizá no sea casual que en poco espacio de tiempo hayan aparecido tres libros a través de cuyas páginas quien lo desee puede “reconstruirse” y reconocerse como herencia de aquel nihilismo que estaba a punto de estallar: su deflagración nos ha manchado de totalitarismos, fobias y narcisismo. El de Richard Holmes, Huellas. Tras los pasos de los románticos (Turner, 2016), cuenta con un índice que no puede resumir con más acierto el trayecto mental de aquel momento, y por este orden: “Viajes”, “Revoluciones”, “Exilios”, “Sueños”. Floreced mientras. Poesía del Romanticismo alemán (Galaxia Gutenberg, 2017), obra de Juan Andrés García Román, es un cuidado y valioso ejemplo de cómo articular una antología y una sensibilidad que, al igual que sucede en el poema final de Heinrich Heine, canta a unos dioses declinantes de Grecia, desposeídos ya de sus dones, como nosotros cantamos a una modernidad desmantelada. El tercero explica de la manera más nítida lo que dejó tras de sí el pincel negro y último de Goya, el exilio de los intelectuales españoles, el fusilamiento de Torrijos, el pistoletazo de Larra: vendrá la soledad sentida como asilo en el poema de Martínez de la Rosa; el preferir “el daño a la ventura” de Ros de Olano; el odio a la vida y al mundo que se resuelve en tedio de Gómez de Avellaneda: es la edición, exacta, de Ángel L. Prieto de Paula, Poesía del Romanticismo. Antología (Cátedra, 2016).
Lo que deja ver la filosofía del Romanticismo, también su literatura y su música, su arte, es el pulso, la tendencia a la totalidad, el continuado cultivo de ideas irrealizables —para el bien de todos, la complaciente explotación del fracaso y hacer de eso una insignia—. A menudo sintieron la marginalidad, como solemos hacer nosotros, sin moverse del centro, o mejor, de su centro. Como nunca antes se elaboró un victimario del que somos herencia todavía. Los románticos —al menos una parte de ellos— tuvieron una gran permisividad con el infierno, pensaron que en sus llamas estaba Mefisto, y que el arrojo de Lérmontov las combatía mientras cabalgaba Un héroe de nuestro tiempo. Fue una proyección sin fin; no sabían, o no quisieron saber, que en ese averno solamente estaba la familia de siempre, la de los sordos polvorientos, que es como Chateaubriand llamó a los muertos.
Memorias, ultratumba, descenso. Pero en ocasiones la ascensión es bajar al fuego. Hölderlin escribió hasta tres versiones de La muerte de Empédocles; cada una de ellas, y de manera progresiva, muestra una mayor condensación, una senda mejor trazada hacia la subida que conduce al cráter del Etna, donde se dice que el filósofo presocrático desapareció entre la humareda. No sabemos si se arrojó por orden suprema o por la voluntad de ser dios, como sostuvo Giorgio Colli. En cualquier caso, ese camino de ascenso describe el “deseo de perdición”, la atracción romántica por la destrucción, lo contradictorio de una mentalidad que concibió desde el individualismo lo universal. Esto debería hacernos pensar, bien arraigados como estamos aún en aquella tierra recorrida por gentes que a cada paso creían dejar un paisaje abandonado. Los versos de un poeta menor, aunque de interés, Gabriel García Tassara, resumen el problema que todos podemos entender cuando hablamos de Romanticismo y de su prolongación: “Que nuestro mundo sea / el círcu­lo no más de nuestra sombra”. 

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