sábado, 21 de enero de 2017

"No haber sabido mirar" por Antonio Muñoz Molina


La mirada magnética de Charles Baudelaire nos hipnotiza desde cada una de las fotos que le hizo su amigo Nadar. Es una mirada que traspasa pero que también huye, que se pierde en la lejanía o en el ensimismamiento. Es desde luego la mirada de un hombre enfermo, muy dañado por los efectos de la sífilis que contrajo en la primera juventud; y la de un hombre desalentado que va envejeciendo prematuramente sin encontrar una posición sólida en el mundo, sin domicilio fijo, con ingresos siempre desor­ganizados y mezquinos, condenado a una permanente minoría de edad financiera, porque dependía de su madre y de un administrador al que tenía que rogar para sacarle algún dinero. Baudelaire detestaba la fotografía, una de tantas novedades de la sociedad dominada por el comercio y la tecnología que le espantaba, pero en todos los retratos que quedan de él muestra una intuición muy poderosa de ese arte que para él no lo era, un sentido de la actitud y de la presencia muy adecuados para el medio.
La mirada de Baudelaire es una de las primeras miradas de escritor que conocemos de verdad, como conocemos las muy tempranas de otros que también posaron para aquella máquina que les forzaba a permanecer inmóviles durante poses muy largas y que despertaba en ellos el miedo primitivo a que les robara el alma. Parece que el primer retrato fotográfico de escritor que existe es el de Honoré de Balzac, tomado en 1842, apenas tres años después de que Louis Daguerre presentara públicamente su invento. En la misma década se fotografiaron los dos maestros a los que Baudelaire descubrió y tradujo al francés, encontrando en ellos modelos de inspiración y almas gemelas: Thomas de Quincey y Edgar Allan Poe.
De Quincey era un hombre diminuto y viejísimo cuando le tomaron su fotografía, encogido como una momia o una estatua de cera, un superviviente de una edad que de pronto se había quedado muy lejos, la del romanticismo temprano, la edad anterior a las máquinas de vapor, a la producción industrial y a los ferrocarriles. Sin duda por eso su foto irradia un peculiar anacronismo, como la foto imposible de alguien muy anterior al invento del daguerrotipo, uno de aquellos retratos de fantasmas que falsificaban con tanto descaro algunos médiums victorianos.
De las varias fotos que se conservan de Poe la más reveladora es la última, que le fue tomada en septiembre de 1849, dos meses antes de su muerte. Tiene el pelo escaso, despeinado y sucio, un lazo atado de cualquier manera al cuello de la camisa, una mirada entre de pavor y lástima de sí mismo, que se fija en el espectador con menos agudeza que la de Baudelaire y que también se pierde más lejos y más adentro, en un momento de introspección sombría sin duda facilitado por el mismo acto de posar: la inmovilidad forzosa, la mirada en el ojo de la caja de madera cubierta con un trapo negro que ya tenía algo de funerario en sí misma.
Es en parte la fotografía lo que hace de ellos nuestros contemporáneos. Y también lo es esa mirada de cada uno que ha visto con una mezcla de curiosidad asombrada y pavor el nacimiento de un mundo que ya es el nuestro: el del capitalismo pleno, el de las grandes ciudades, el de los periódicos de difusión masiva, el de la omnipresencia de las imágenes. Fue Baudelaire, discípulo de Poe y De Quincey, quien inventó la palabra modernidad y hasta la idea misma: el presente que ha de ser observado y estudiado en su fluida inmediatez, en su confusión y su ruido, el que requiere nuevas formas expresivas que puedan representarlo. Hasta entonces, la literatura y la pintura habían cultivado el heroísmo de lo antiguo: fue Baudelaire quien formuló por primera vez una forma de heroísmo que no estaba en el pasado ni en los museos, sino en la vida moderna, en los burgueses de trajes negros y paraguas y no en los modelos disfrazados de guerreros romanos. Fue él quien propuso la dignidad y la importancia del estudio de la moda como hecho estético, y el que creó el retrato probablemente más poderoso que se ha escrito nunca sobre un artista sumergido en su tiempo: El pintor de la vida moderna, publicado en tres entregas sucesivas en Le Figaro en 1863 (hay una edición reciente muy cuidada del Colegio de Arquitectos de Murcia). Hacía falta un nuevo arte, y una nueva escritura, y también un medio nuevo: no debe olvidarse que Baudelaire, de nuevo igual que De Quincey y Poe, fue sobre todo un escritor de periódico.
En París, en el Museo de la Vida Romántica, está a punto de terminar una exposición magnífica sobre Baudelaire y el arte: L’Oeil de Baudelaire. Visitándola, repasando el catálogo, uno ha de enfrentarse a la gran paradoja de esa mirada magnética que pareció verlo todo justo en el momento en que sucedía. El pintor de la vida moderna al que dedicó Baudelaire sus mejores páginas en prosa, el que le parecía visionariamente capaz de contemplar con mirada y gesto de pintor lo que no había sabido ver nadie, era Constantin Guys, un ilustrador más bien de segunda fila que había trabajado para periódicos ingleses y que al instalarse en París hacia 1860 se especializó en escenas de vida mundana, de calle o de prostíbulo, con un dibujo competente pero más bien blando.
Ahora nos preguntamos qué vio Baudelaire en un artista digno e irrelevante como Constantin Guys. Pero más raro todavía es pensar en lo que tuvo delante de los ojos y no vio, él que poseía esa mirada que nos estremece por su agudeza inflexible. Si había en París, en ese momento, un pintor de la vida moderna, era Édouard Manet, que además era amigo suyo y le profesaba una admiración de hermano mayor. Su La musique aux Tuileries parece una ilustración exacta del ideal estético de Baudelaire, que aparece retratado entre la multitud urbana del cuadro. Su Olympia tiene el descaro sexual y la capacidad de escándalo de los poemas de Les fleurs du mal. Pero cuando a Manet lo atacaron por ese cuadro más furiosamente de lo que habían atacado a Baudelaire unos años antes por sus poemas, el amigo se abstuvo de salir en su defensa. Baudelaire, que tanto escribió sobre arte, no dedicó ni una página a la pintura de Manet. No vio, o no quiso ver. En esa miopía, voluntaria o no, hay una lección para los que aspiramos a mirar con los ojos abiertos el mundo de ahora mismo. 

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