lunes, 7 de noviembre de 2016

"Hic futui: pornografía pompeyana" por Josep Lapidario


Quisquis amat valeat, pereat qui nescit amare. / Bis tanto pereat quisquis amare vetat.
(Que quien ame prospere, que muera quien no sepa amar / Y que muera dos veces quien prohíba el amor). 
Grafiti pompeyano.

Una tórrida mañana de agosto de 2014, uno de los vigilantes jurados que patrulla las ruinas de Pompeya oye un gemido en las Termas Suburbanas. Tratando de no pensar en historias de fantasmas, aparta la cortina que protege el tepidarium y se topa con tres jóvenes desnudos, dos mujeres y un hombre, a punto de embarcarse en un trío bajo la atenta mirada de los frescos eróticos de las paredes. Si yo hubiera sido el guarda habría preguntado si podía unirme a la fiesta, pero incomprensiblemente la juerga acabó en comisaría.
Es extraña esta fama pompeyana de ciudad del pecado. No hay en realidad tantas pinturas eróticas en Pompeya como se suele creer, aunque sus habitantes no se limitaron a decorar con pornografía los burdeles sino también baños, villas y jardines, con variados propósitos que iremos desentrañando en este artículo. Para ello empezaremos remontándonos al pasado, a otra mañana de agosto mucho más trágica…

Una ciudad congelada en el tiempo
Una estela negra y espesa se nos venía encima, como un torrente vertido sobre la tierra para perseguirnos. 
Plinio el Joven, carta a Tácito.

Amanecer del 24 de agosto, 79 d. C. El joven Cayo Plinio traduce textos griegos en una villa de Miseno, a treinta kilómetros del Vesubio. De repente se oyen dos estampidos prodigiosos y una nube gigantesca con aspecto de árbol llena el cielo. Plinio permanece en su habitación tomando notas; un visitante de Hispania rezuma españolidad echándole la bronca por leer mientras arde el mundo. El almirante y naturalista Plinio el Viejo, su tío, zarpa en un rapto de heroísmo y curiosidad científica al frente de sus barcos de guerra, tratando de rescatar a los habitantes de las villas costeras. Llueve piedra pómez, cenizas, pedruscos ardientes. Los barcos deben refugiarse en la playa cerca de Estabias.
Cae una oscuridad más negra que la noche. Se oyen gemidos, llantos, gritos. Plinio el Joven escribe: «Pensé que perecía junto con todas las cosas, y que el inmenso mundo moría al mismo tiempo que yo».  Al amanecer del día siguiente empieza lo peor. Seis corrientes piroclásticas, tsunamis de gases ardientes y ceniza a 300 grados de temperatura, surgen del Vesubio a sesenta metros por segundo. Una de ellas entierra Pompeya, otra Herculano. Plinio el Viejo, corpulento y con dificultades respiratorias, muere mirando fijamente a la nube que se abate sobre Estabias. Mueren unas quince mil personas. La ceniza conserva sus cadáveres abrasados en la misma postura en que la ola volcánica les atrapa. El tiempo se congela.
Hic futui
Arphocras hic cum Drauca bene futuit denario. 
(Aquí Harpócrates folló muy bien con Drauca por un denario). 
Grafiti pompeyano.

En 1599 una cuadrilla de obreros que cavaba un canal topó con un muro repleto de pinturas. Se llamó al arquitecto Domenico Fontana, que desenterró varios frescos y objetos de contenido pornográfico. No está claro qué ocurrió entonces: parece ser que las pinturas le impactaron lo suficiente como para ordenar que se volviera a enterrar el conjunto, sea por haberse escandalizado, sea como acto de preservación de las obras a la espera de tiempos menos conservadores.
Pasaron un par de siglos hasta que otra casualidad permitió redescubrir Pompeya. En el siglo XVIII el príncipe Elbeuf mandó cavar un pozo cerca de su casa y encontró ruinas en muy buen estado. Un constructor español medio las hubiera tapado con hormigón antes de que se enterase el Ayuntamiento, pero el príncipe accedió a esperar mientras el descubrimiento era examinado. Se puso a cargo de las excavaciones al coronel del cuerpo de ingenieros de Nápoles, un mentecato que causó un daño incalculable hasta ser sustituido. Nada más llegar descubrió una gran inscripción en relieve, y mandó arrancar las letras del muro sin copiar antes las palabras. Se metieron las letras mezcladas en una cesta y así fueron enviadas al rey de Nápoles… Nadie pudo averiguar qué significaban, aunque durante años estuvieron expuestas y cada cual podía ordenar aquella sopa de letras según su imaginación le dictase.
En otra decisión lamentable movida por la pacatería, se cubrió con yeso un fresco del dios Príapo con su enorme pene erecto: no fue redescubierto hasta 1998 y gracias a la lluvia. También se clasificaron como pornográficos objetos inofensivos: amuletos protectores en forma de pene o móviles de viento fálicos con campanillas llamados tintinabulum, decoración de buen gusto en la época. En 1819 se agruparon en el Museo Arqueológico de Nápoles ciento dos frescos, esculturas y mosaicos dentro del «Gabinete de objetos obscenos», cambiado poco después a «Gabinete de objetos reservados» hasta que Alejandro Dumas, ya en 1860 y comisionado por Garibaldi, se dejó de eufemismos y lo llamó «Colección pornográfica». Solo se permitía entrar en ese gabinete a hombres «maduros y de costumbres respetables» que se avinieran a pagar una tarifa extra… El último intento de censura lo llevó a cabo el mismísimo Mussolini, por suerte sin éxito, y hoy en día pueden verse todas las piezas sin problemas.
En cualquier caso, Pompeya se había ganado una injusta fama de Sin City del Mediterráneo. Por ejemplo, los primeros arqueólogos clasificaron como burdel todo edificio que contuviera frescos eróticos, con lo que contabilizaron treinta y cinco burdeles para una ciudad con poco más de tres mil hombres adultos. Una locura. Métodos posteriores algo más sensatos usaron parámetros como la presencia de falos grabados en las aceras, que guiaban a los transeúntes al burdel más cercano, o los grafitis en las paredes de algunas casas. Hic ego puellas multas futui («aquí me follé a muchas chicas»), que suena a la típica fardada napolitana; el autoexplicativo Myrtis, bene felas («Myrtis, la chupas bien»); o mi favorito: Hic ego, cum veni, futui, deinde redei domum («Aquí llegué, follé y me volví a casa»), una versión porno y casera del veni, vidi vici de César. Incluso con estos criterios más restrictivos aparecen nueve o diez burdeles, más teniendo en cuenta que varias tabernas o incluso particulares alquilaban una habitación (cella meretricia) a prostitutas ocasionales.
A las prostitutas, en su mayoría esclavas griegas, se las llamaba lupas («lobas»), pero solo un edificio de Pompeya acabó siendo conocido como el Lupanar con mayúscula, o Lupanare Grande: un burdel situado en el cruce de dos calles secundarias. Tenía diez habitaciones divididas en dos pisos: una planta baja con incómodas camas de piedra destinadas a clientes pobres; y cinco habitaciones en el primer piso con balcón y entrada independiente. Los precios eran variables, pero sabemos por los grafiti que solían ser baratos: entre dos ases (el coste de dos vasos de vino) hasta varios sestercios, nunca precios exagerados porque los verdaderamente ricos tenían concubinas en sus casas. La prostitución no era exclusivamente femenina: en una pintada leemos Maritimus cunnu linget a(ssibus) quattuor / virgines ammittit, es decir «Maritimus te lame el coño por cuatro ases / se admiten vírgenes»…  Aunque hay arqueólogos que creen que esas pintadas eran más bien insultos a los hombres mencionados, como hacen pensar grafitis ambiguos que suenan a invectiva política cutre, como «Vota Isidoro para edil, es el mejor comiendo coños».
Las paredes del Lupanar están cubiertas de pinturas eróticas, empezando por un Príapo bifálico que sostiene sus dos penes erectos sobre la entrada principal. En las entradas de las habitaciones hallamos varios frescos literalmente pornográficos: pornographía significa «retrato de prostituta».  No está claro cuál era su objetivo, si calentar a los parroquianos o informar del tipo de servicios que llevaba a cabo cada lupa; en cualquier caso, la variedad de posturas representada nos permite asomarnos a la complicada vida sexual romana.

¿Prefieres un more ferarum o una Venus pendula?
Suspirium puellam Celadus thraex.
Celadón hace suspirar de placer a las mujeres.
Grafiti pompeyano, probablemente escrito por Celadón.

Varios frescos eróticos del Lupanar muestran parejas hombre-mujer copulando en la postura del perrito, el actual y un tanto ridículo nombre de la posición a cuatro patas, el coito a tergo o, en denominación romana, more ferarum, «al modo de las bestias». Esta postura en que una parte domina y la otra se deja hacer era muy del gusto romano, cuya moralidad consideraba infame la pasividad sexual. Esa misma postura puede emplearse para la sodomía, y en un fresco aparece representada con una variante en que se levantan más las nalgas. La palabra culibonia significaba experta en sexo anal, una especialidad habitual para evitar embarazos… Aunque las matronas romanas usaban otro anticonceptivo, insinuado por Julia la Mayor: nunquam enim nisi navi plena tollo vectorem(«solo acepto pasajeros cuando la bodega está llena»). El verbo para «penetrar analmente» es pedicare, usado frecuentemente con ánimo amenazante o chulesco como en el famoso verso de Catulo: pedicabo ego vos et irrumabo, o en traducción literal, «os sodomizaré y os follaré la boca».
Otros frescos muestran coitos en la postura de la Venus pendula, también llamada mulier equitans o equus eroticus… Vamos, con la mujer encima, la posición favorita de la altísima Andrómaca en Troya, apodada «la jinete de Héctor». Esta postura ha sido interpretada de modos muy diferentes. El historiador Kenneth Dover sostiene que representa una emancipación sexual de las mujeres romanas, al ser una posición que les permite  cierta independencia de movimientos durante el coito. Sin embargo, Pascal Quignard en El sexo y el espanto la interpreta de otra manera: el pater familias se queda tendido en el lecho porque es el amo y no tiene por qué esforzarse, mientras que la matrona se sienta sobre su cuerpo desnudo como en un sillón correspondiente a su rango. A veces incluso una esclava se coloca sobre el hombre, en ningún caso para dominarlo (la sumisión es impúdica para el hombre libre), sino para ofrecerle placer molestándolo lo menos posible. Es fácil considerar la sexualidad romana como machista desde los ojos actuales, aunque nada es tan sencillo: ahí está por ejemplo el Ars amandi de Ovidio dando consejos sobre orgasmos femeninos… Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Termas, dormitorios y clubes sexuales privados
Apollinaris, medicus Titi imperatoris hic cacavit bene. 
Apolinario, médico del emperador Tito, cagó bien aquí.
Grafiti pompeyano.

Los jóvenes con que abríamos este artículo no intentaron consumar su pasión en el Lupanar, sino en las Termas Suburbanas, cerca de la Puerta Marina. Los frescos sexuales de esas termas no tienen un propósito claro: hay quien cree que informaban de que había prostitutas disponibles en la primera planta, pero los actos mostrados no son realistas como los del Lupanar, sino más bien exagerados o paródicos. Un fresco muestra un trío de dos hombres y una mujer; otro representa un cuarteto en que una mujer le practica un cunnilingus a otra, que a su vez está felando a un hombre que es sodomizado por un cuarto personaje  que mira directamente al espectador con aire triunfante. Un tercer fresco muestra un cunnilingus: una matrona lo recibe complacida, mientras el lamedor tiene una expresión furtiva y asustada. Mi teoría favorita sobre el porqué de estas pinturas es la de la arqueóloga Luciana Jacobelli, según la cual las pinturas son viñetas chocantes para identificar los vestuarios («¿Dónde dejé mi toga? ¡Ah, sí, en la cesta bajo el comecoños!»).
También encontramos frescos eróticos decorando dormitorios de casas particulares, como en la Casa de los Vettii y sus pinturas de mujeres semidesnudas. Pero al menos en una ocasión, en la lujosa residencia llamada Casa del Centenario, los frescos parecen esconder algo más. En esta mansión encontramos piscina, baños privados y hasta un nymphaeum o monumento dedicado a las ninfas. Los frescos de sus paredes son magníficos y detallados: la representación más antigua conservada del Vesubio, por ejemplo… Pero para el propósito de este artículo resultan más significativas otras pinturas más inaccesibles.
Una de las habitaciones se encuentra extrañamente escondida en un rincón de la mansión, y en su interior se han encontrado detallados frescos pornográficos de mayor calidad que los del Lupanar. Ese rincón erótico-festivo fue bautizado como «habitación 43» por poco imaginativos arqueólogos y el misterio sobre su uso aún perdura hoy en día. Se cree que el cuarto era un club sexual privado, un cuarto oscuro en el que los dueños de la casa entretenían a sus invitados con fiestas subidas de tono en que los participantes daban rienda suelta a sus deseos. Una pequeña abertura de la pared podría haberse utilizado para observar desde fuera lo que ocurría en el interior: una invitación al voyeurismo y quién sabe si un proto-glory hole. ¿Para qué aventurarse en el sórdido barrio de los burdeles si puedes traerte el lupanar a casa? Estos clubes privados de lujo no eran infrecuentes en las ciudades romanas. El historiador Valerio Máximo describe así una de esas fiestas: «¡Cuerpos desvergonzados en total sumisión, listos para un juego de sexo borracho! Un banquete no para honrar a cónsules y tribunos, sino para denigrarlos». Claro que otros académicos quizá menos proclives a la fiesta piensan que la habitación 43 era simplemente un dormitorio decorado con pinturas eróticas para diversión de los dueños de la casa. Nada sabemos con seguridad.

¿Qué ocurría en la Villa de los Misterios?
Hay un desorden inexpresable bajo la superficie del orden social. 
Eurípides.

Las pinturas más intrigantes de Pompeya se encuentran en una lujosa villa de las afueras. Sobre un fondo rojo intenso, una pintura en friso muestra un extraño ritual formado por escenas de una iniciación dionisíaca. A la izquierda una matrona se sienta en un sillón. Un niño desnudo lee un antiguo ritual. Varias sacerdotisas llevan cestas con pasteles. Una fauna amamanta a una cabrita. Una mujer de pie, con la cabeza echada hacia atrás, retrocede con el espanto grabado en su cara. El dios Baco, completamente borracho, se apoya en Ariadna. Una mujer arrodillada retira el velo que cubre un objeto que no vemos, probablemente un fascinus, un pene erecto. Un demonio femenino de grandes alas negras azota con un látigo a una joven aterrorizada, apoyada en las rodillas de una nodriza. Una bailarina desnuda vista de espaldas danza girando sobre sí misma mientras entrechoca los címbalos… Es una ménade («mujer loca»), sacerdotisa del dios del extravío.
El culto mistérico de Dionisio siempre fue visto con desconfianza por el poder político, en parte por estar dirigido por un clero femenino fuera del control de la religión oficial. En El sexo y el espanto, Quignard interpreta el fresco de la Villa de los Misterios como un reflejo de las antiguas prácticas paganas del sacrificio humano: la bacchatio original consistía en castrar a un hombre, desmembrarlo (sparagmos) y comérselo crudo (omophagia). Con el tiempo se sustituyó al hombre por una cabra, y más adelante el sacrificio devino rito sexual. Pero bajo el velo de la sociedad civil se escondía la ferocidad de las bacantes descuartizando a Orfeo cuando no quiso bailar con ellas… En el 186 d. C., Livio escribió sobre las bacanales: «Cuando la bebida, las palabras lascivas, la noche y la mezcla de los sexos habían extinguido toda modestia, empezaban los actos de libertinaje. Toda persona encontraba a su alcance el tipo de disfrute al que estuviera dispuesto por la pasión predominante en su naturaleza».

Nunca conoceremos los misterios de Dionisio, los órgia de Eleusis. Aristóteles explicó que los misterios tienen tres partes: tà drómena (lo que hacen los personajes), tà legómena (lo que lee el niño, el fatum) y tà deiknýmena (las revelaciones). Es decir: teatro, literatura, pintura. Sea lo que sea lo oculto en la Villa de los Misterios de Pompeya, está relacionado con todas las artes humanas, y en particular con la muerte y el sexo.

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