Cómo es posible que la guerra terminara hace
casi 80 años y todavía tengamos que contener las lágrimas ante la tumba de
Antonio Machado. Eso es lo que me pregunto en silencio cada vez que voy con mi
familia al cementerio en que descansa el poeta, en Colliure, el pueblito
francés situado a pocos kilómetros de la frontera española donde, huyendo de la
victoria franquista, Machado encontró refugio y murió justo antes del fin de la
guerra. La tumba se halla a la entrada del cementerio y está siempre cubierta
de los ramos de flores de sus visitantes; yo nunca le llevo nada. Aunque cada
año, ante ella, me acuerdo de un poema de Machado; este verano fue ese que
empieza “Yo voy soñando caminos / de la tarde” y que luego sigue: “En el
corazón tenía / la espina de una pasión. / Logré arrancármela un
día: / ya no siento el corazón”. Cuando acabo de decirlo, alguien pregunta
si eso significa que no hay vida sin dolor y que, si te quitas el dolor, te
quitas la vida. “Puede ser”, contesto. Otro pregunta –esto siempre lo pregunta
alguien: no falla– cuándo va a volver Machado a España, o si no debería haber
vuelto ya. “No lo sé”, contesto. “De momento está bien donde está”. Muñoz
Molina ha escrito que el barranco de Víznar, el lugar donde asesinaron a Lorca,
es nuestro Poets’ Corner, el majestuoso lugar de Westminster donde los ingleses
entierran a sus grandes escritores; nada que objetar, salvo que, si falla
Víznar, aquí está Colliure.
Al salir del cementerio me adentro en el
callejón Antonio Machado y veo al pasar junto a un patio una pareja de
ancianos. Pocos metros más allá desemboco en el hotel donde el poeta se alojó
durante sus últimas semanas de vida, con su hermano José y su madre, que está
enterrada con él. El hotel es un viejo caserón de tres plantas, con
balaustradas y escalinatas de piedra; en tiempos de Machado se llamaba Bougnol
Quintana; yo siempre lo he visto cerrado. Nos quedamos mirando la fachada y,
cuando llevamos un rato frente a ella, pido a mi familia que me espere y vuelvo
con los dos ancianos, que se acercan a mí en cuanto me ven a la entrada de su
patio. Son ingleses, se llaman Weaver, parecen encantados de atenderme. En
inglés, les pregunto si llevan muchos años viviendo allí; me contestan que no
viven allí, pero que pasan allí los veranos desde finales de los años ochenta.
Les pregunto si han oído hablar de Machado. “Claro”, me contestan y, cuando les
digo de dónde soy, me preguntan: “¿Es verdad que es el Shakespeare español?”.
“No”, contesto; me oigo añadir: “Pero es el mejor poeta español moderno”. Luego
les pregunto si viene mucha gente a ver su tumba. “Mucha”, asienten. Me cuentan
que al principio Machado y su madre estaban enterrados en una tumba humildísima
y luego los cambiaron a la actual, que el hotel lleva 25 años vacío, que el
Ayuntamiento intentó comprarlo sin éxito. Después les pregunto si han oído
contar historias del paso de Machado por Colliure. “Alguna”, reconoce el señor
Weaver. Y me cuenta lo siguiente. Al parecer, los habituales del hotel estaban
muy intrigados porque nunca veían comer juntos a los hermanos Machado, y
algunos atribuyeron esa rareza a una inquina provocada por las amarguras del
exilio; hasta que un día descubrieron la verdad: los hermanos no tenían más que
un traje, y se lo turnaban para bajar al comedor. “Es sólo una leyenda”, sonríe
el señor Weaver. “Quizá no sea verdad”.
Me despido de los Weaver y me reúno con mi
familia, que me somete a un interrogatorio sobre mi entrevista a los dos
ancianos y, mientras caminamos hacia el coche para volver a casa y divago sin
responder, me pregunto si voy a ser capaz de contarles la leyenda del último
traje de Machado, si acertaré a explicar sin que me tiemble la voz que hay
hombres que no aceptan perder la dignidad ni en la peor de las derrotas, y me
digo que sólo nos habremos arrancado la última espina de la pasión de Machado
cuando ya nadie tenga que contener las lágrimas en Colliure por su culpa, que
entonces él también podrá por fin volver a casa y que, aunque quizá ya no nos
quede corazón, ese día la guerra habrá terminado de verdad. “Mejor os lo cuento
en un artículo”, respondo.
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