En la desleída televisión pública pasan a deshoras El extraño viaje y yo me quedo hasta las
tantas viéndola una vez más, en una noche de finales de agosto en la que no
cesa el calor. Cuando termina, me gana una añoranza recobrada de Fernando
Fernán Gómez, que va a hacer ya nueve años que murió este noviembre. Siempre ha
pasado más tiempo del que parece, y también es como si no hubiera pasado, como
si no pudiera ser verdad que Fernando está muerto. Fernán Gómez es de esas
personas que vuelven con mucha frecuencia a la conversación de quienes las
conocieron. Nos gusta recordar cosas que nos contó, o historias que nos
sucedieron con él, con él y con Emma, Emma Cohen, que se fue hace mucho menos,
pero que ya estaba muy retirada, muy ausente. Antes de que muriera, ya
hablábamos de ella en pasado. En Fernando había un escepticismo de español
templado que de un modo u otro ha pasado toda su vida en minoría, en un cierto
margen de rareza, en una minoría que a veces era, literalmente, de uno solo,
como la de Cyril Connolly. De niño era pelirrojo y larguirucho, además de hijo
de madre soltera y de padre desconocido, lo cual lo envolvía en una rareza
añadida que ahora es difícil de calibrar. Yo fui niño 30 años después que él,
pero me acuerdo bien de cómo mirábamos a un vecino que llegó a nuestra calle no
sabíamos de dónde, y que vivía solo con sus madre, de la que los mayores decían
en voz baja que no estaba casada. Aquel niño era igual que nosotros, pero quizá
por eso nos parecía más definitiva la extrañeza en la que lo veíamos envuelto.
Era más distinto todavía porque a simple vista no se le notaba ninguna
diferencia. A Fernando sí. Fue pelirrojo en un país de gente morena, fue muy
alto y delgado en un país de pobre gente achaparrada, fue un actor que se
mezclaba con escritores, un escritor al que era más difícil que lo tomaran en
serio porque era un actor célebre, un actor de éxito que dirigía películas
invisibles de tan minoritarias, hijo de una madre monárquica y de una abuela
republicana. Dedicarse a tantos oficios no le favoreció en un país muy perezoso
para las complejidades, pero en cada uno de ellos logró al menos una obra
memorable. En el teatro nos dejó Las
bicicletas son para el verano, que es uno de los textos mayores de
literatura dramática en español del último medio siglo; escribió una novela
magnífica, a la que en su momento no se hizo mucho caso, El viaje a ninguna parte, eclipsada por la película que él mismo
hizo con ella. En España son raros los buenos libros de memorias, sobre todo de
memorias escritas por hombres. Entre nosotros hay poco hábito de poner por
escrito los propios sentimientos, la fragilidad masculina, la melancolía de lo
que se ha perdido o lo que se nos malogró. Por eso son más importantes todavía
las memorias de Fernando Fernán Gómez, El
tiempo amarillo, la crónica de la vida íntima de un tímido al que le tocó
la mala suerte generacional de entrar en la primera juventud al mismo tiempo
que su país entraba en ruinas en el túnel de una dictadura. Son unas memorias
que uno lee ávidamente la primera vez y a las que está volviendo siempre,
eligiendo tal vez una época concreta, la riqueza de uno cualquiera de los
tiempos o de los mundos que se retratan en ellas: el niño al que su abuela
lleva a la Puerta del Sol el 14 de abril; el adolescente lector y enamoradizo
que de repente se encuentra haciendo papeles mínimos en los teatros
colectivizados de Madrid en guerra; el hombre maduro que vuelve a casa después
de una gira teatral en la que ha tenido mucho éxito y descubre que su gran amor
lo ha dejado por otro. Yo lo vi en Granada, durante aquella gira, en un recital
de poemas y fragmentos en prosa. Quien lo haya escuchado leyendo en voz alta,
en un escenario oscuro, delante de un atril, el discurso de Don Quijote a los
cabreros, o la Mano entregada, de Vicente Aleixandre, no lo olvidará nunca.
Fernando, tan alto, vestido de negro, era Don Quijote y era también Cervantes,
era Aleixandre y la voz enamorada y estremecida del poema. Las mejores
películas que dirigió permanecen tan vivas que cuesta acordarse de que casi
todas fueron fracasos comerciales, o se quedaron sin estrenar, o fueron
olvidadas después de proyectarse unos días en programas de relleno en cines sin
fortuna. En esas películas de Fernando está la paradoja melancólica de las
obras que acaban representando lo mejor de la época en la que fueron
invisibles. Fernando tenía una idea irónica y un poco amarga de lo que podía
ser en España el éxito, y de lo cerca que solía estar del fracaso. Actor de una
celebridad incompatible con su timidez, con su parte de misantropía, Fernán
Gómez era al mismo tiempo un director de cine casi clandestino. Él se encogía
de hombros, con una mezcla muy suya de fatalismo y de negligencia. Pero hay que
imaginar lo que debió de suponer para él que las que tal vez fueron sus mejores
películas, El mundo sigue y El extraño viaje, desaparecieran sin
rastro una vez terminadas, sin esperanza de rescate, en esa época anterior al
vídeo doméstico en la que la mayor parte del cine apenas volvía a verse después
de estrenado. La posteridad es misteriosa y errática. Nunca se sabe lo que va a
salvar o lo que va a destruir. Cuando ya era viejo, Fernando asistió, con una
gratitud atemperada por la incredulidad, al regreso de aquellas películas que
había dado por olvidadas y perdidas. Quienes las descubríamos, casi siempre por
azar, o por una confidencia de alguien, nos quedábamos sobrecogidos por aquella
originalidad que era al mismo tiempo testimonial y poética, aquella maestría a
veces un poco atropellada que no hacía el menor aspaviento para llamar la
atención sobre sí misma. La otra noche, viendo de nuevo, con la misma
admiración, El extraño viaje,
reconocía en la película la ternura de Fernando hacia las personas muy
frágiles, su desprecio hacia la autoridad, su mirada entristecida y
clarividente hacia la pobreza española, la aspereza de aquel país que tardó
tanto en emerger de la posguerra y en el que las heridas, decía él, no acababan
nunca de cicatrizar. Pero me fijé más aún esta vez en la parte de cuento
infantil de miedo que hay en la película, en su tenebrismo de ilustración de un
libro de cuentos antiguo. Paquita y Venancio, o Rafaela Aparicio y Jesús
Franco, son los hermanos medrosos que van por los pasillos con una vela
encendida y empujan las puertas de una casa hechizada, los hermanos cándidos
que se unen contra la perfidia de sus mayores, los dos niños fantasiosos y
gorditos que se quedan encerrados para siempre en el país espectral de su infancia.
Me acordé con alegría y tristeza de cuando me era posible decirle a Fernando
cuánto había vuelto a gustarme su película.
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