Vuelvo al Prado cada
pocos días en este verano tórrido que nunca se acaba. Se prolonga la exposición
de El Bosco y, en vez de llegar algo
de fresco de los antiguos septiembres, se prolonga y se exagera un calor sin
respiro. A media tarde, el cielo sin nubes es de un blanco lívido y en el aire
hay una gasa candente de polvo de desierto. No hay más brisa fresca que la que
sale de los vestíbulos de los hoteles de lujo y de las tiendas de moda abiertas
de par en par, quizá con objeto de lograr un despilfarro de energía más
eficiente. Vuelve uno al Prado, entre
otras cosas, buscando el fresco del aire acondicionado y de los techos muy
altos, atravesando en el camino las arboledas del Retiro, que incluso tienen un olor de rocío a primera hora de la
mañana, cuando están recién regadas. Ir por el Retiro es una buena introducción para El Bosco. Al ir se ve el parque de una manera y al volver se ve de
otra del todo diferente. La perspectiva ordenada de los árboles alejándose
sobre las praderas hacia una umbría acogedora se parece mucho a la de esos
bosquecillos que pinta El Bosco en
sus visiones del paraíso terrenal. En el Retiro,
personas solas, parejas, grupos de amigos, gente que hace ejercicios diversos,
salpican el espacio como las figuras de un ordenado paraíso. Porque acabamos de
verlos con tanta exactitud en las pinturas nos fijamos más en los pájaros, el
negro azulado y los largos picos y el blanco de las urracas, las rápidas
siluetas negras de los cuervos y los mirlos. El catálogo de las delicias
terrenales es más limitado en el parque que en el gran Jardín de El Bosco, pero
también lo ilustra a uno sobre las variedades misteriosas del disfrute de la
vida. Las parejas que se abrazan tendidas sobre la hierba, una pierna femenina
desnuda presionando sobre el costado de un hombre, las que conversan sentadas y
escuchando música, como en una escena de amor cortesano, aunque usen un iphone en vez de un laúd, los grupos que
juegan, los lectores, los que corren muy rápido, los que practican posturas de
yoga o se mueven con la lenta gestualidad del taichi. En el Retiro, como en El Bosco, hay gente cabeza abajo. El catálogo de delicias
terrenales es más limitado en el parque que en el gran Jardín, pero ilustra sobre el disfrute de la vida. Del Retiro paso a los jardines y los
infiernos pintados. El fondo de los incendios nocturnos y las ciudades de las
que huyen multitudes aterradas lo veo en el telediario y en las imágenes del
periódico. En cada regreso al Prado, El Bosco me parece un pintor todavía más
realista. Las zonas de escrupulosa observación son mucho más frecuentes que las
de delirio. Lo fantástico no resulta de la ruptura con lo visible, sino de la
mezcla chocante de algunos de sus elementos literales, o simplemente de una
inversión en las proporciones. Lo común se vuelve monstruoso al aumentar de
tamaño. El mejillón entreabierto del que sobresalen las piernas enlazadas de
una pareja es un mejillón ordinario y también una criatura o un artefacto del
tamaño de un ataúd. Tan usuales como las cáscaras de los mejillones eran en su
ciudad manufacturera y comerciante los cuchillos que se fabricaban en ella.
Pero cuando uno de esos cuchillos adquiere el tamaño de un carro se convierte
en una herramienta infernal, más todavía si está hendiendo dos orejas gigantes
que no pertenecen a ninguna cabeza, orejas traspasadas por el acero como los
oídos de los pecadores que amaron en vida la música profana y han sido
condenados a una eternidad de ruidos como los que revientan los tímpanos en un
concierto de pachanga electrónica. Las plantas y los pájaros reales son más
asombrosos en su belleza y en su complejidad orgánica que cualquiera de los
inventados. El árbol más inverosímil de todo El jardín de las delicias es un drago canario. Es difícil que El Bosco llegara a verlos, pero justo en
los mismos años en los que él pintaba sus bestiarios y sus prodigios botánicos,
ojos europeos estaban viendo por primera vez los animales y las plantas de
América y, como no sabían a qué compararlos, los confundían con los seres
mitológicos y disparatados de las miniaturas. La choza campesina holandesa en
la que la Virgen y el Niño reciben el homenaje de los Reyes Magos es
hiperrealista en su detallismo, en su pobreza, en su precariedad. Por eso
resulta más amenazador el Anticristo sonriente y rojizo que se asoma al umbral.
Si el Anticristo puede esconderse en un sitio tan cotidiano, tan reconocible
para cualquier contemporáneo del cuadro, entonces no hay lugar seguro ni nadie
que esté a salvo de su maleficio. Ir por el Retiro
es una buena introducción para El Bosco.
Al ir se ve el parque de una manera y al volver se ve de otra del todo
diferente El Bosco es especialista en
graduar distancias, desde el plano próximo de lo casi tangible hasta el
horizonte que se disuelve en azules y blancos. En la parte delantera del
cuadro, como en un escenario, suceden las solemnidades de la Teología, la
santidad, el martirio, el milagro. Un poco más allá empieza el mundo real, y la
lejanía desde la que se distingue no mitiga ni la riqueza de lo concreto visual
ni el espanto. Hay borrachos que bailan, acompañándose groseramente de gaitas,
hombres y mujeres; hay bandoleros que roban y asesinan a los viajeros por los
caminos solitarios; hay animales salvajes que atacan a mujeres despavoridas: un
diminuto toque de blanco es un tocado al viento de una mujer que quiere huir,
en un paisaje de tranquila belleza, en el que se consumará un horror usual sin
testigos. Hay siempre ejércitos que marchan los unos contra los otros,
cuadrillas errantes de señores de la guerra y soldados sin ley. Cruzan ríos al
galope y asedian ciudades, a las que prenden fuego una vez conquistadas y
sometidas al pillaje, mientras los supervivientes escapan de ellas entre las
ruinas, a la luz de los incendios, figuras mínimas en una gran tragedia en la
que sus vidas valen menos que vidas de insectos. Huyen inundando los caminos,
llevando consigo lo poco que han podido salvar, como en los Balcanes o en
Siria, hace cinco siglos o ahora. Bien mirado, cuando se llega del Retiro, uno se da cuenta de que nadie
disfruta mucho en El jardín de las
delicias. Personas muy parecidas entre sí, castas y desnudas, se entregan a
los placeres con expresiones de neutra laboriosidad, en muestrarios de posturas
eróticas que tienen algo de la variedad exhaustiva y reglamentada de la
pornografía. Más que excitarse en la contemplación de los otros, en la
inminencia del abrazo, se les ve muy ensimismados, muy distraídos, como en otra
cosa. Se les podrían agregar teléfonos móviles, pantallas a las que miren
fascinados, con una unanimidad como la de sus caras y sus cuerpos, como la
mayor parte de la gente con la que me cruzo por las praderas y las arboledas
del parque al salir de la exposición. Van por el paraíso aproximadamente como
van por el Retiro los buscadores de pokémons.
En un horizonte al que no llega la mirada arden mientras tanto ciudades y
bosques y hay columnas de fugitivos por los caminos.
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