Cuando despiertas sientes un funeral en la cabeza, como en aquel
verso de Emily Dickinson. No hay nadie en ese velatorio, salvo tú, que
eres el muerto, harapiento y náufrago, como en aquella novela de Juan
Rulfo. Te palpas los bolsillos del pijama en busca de un grifo. Pagarías por
que manase agua fría de la lámpara que hay en la mesilla de noche. La lengua te
pesa dentro de la boca como un diccionario de sinónimos. Cuando consigues
despegarla pesadamente, como si empujases un coche que no arranca, solo
articulas una perogrullada. Chirría igual que una bisagra oxidada, pero aun
así, es una rotunda y bella frase: «Uff, qué resaca». Hay que manejarla con
cuidado. Es dinamita y puede explotar. En cierto sentido, la resaca no es sino
una mina antipersona que acabas de pisar. Oyes el clic. Es un sonido
inconfundible, como la Novena
Sinfonía, ante el que te quedas quieto, para no precipitar tus cenizas.
Pero tú sabes que el futuro ya pasó.
La resaca es un ataque directo al sistema. A Christopher
Hitchens le gustaba llamarte «Little Boy». Pero no hay que temer demasiado
a una explosión. Ludwig Wittgenstein pergeñó el Tractatus tras alistarse como voluntario
en el ejército austrohúngaro, e inmiscuirse en la Primera Guerra Mundial. Las
bombas lo arrullaban entre sus brazos y aprovechó el colo para sentar las bases de la obra. Todos conocemos el
protocolo ante una resaca. Las primeras horas requieren lentitud y pesimismo.
Es bueno pensar que te vas a morir, y que tus últimas palabras serán, de hecho,
«uff, qué resaca». Nunca has sufrido tanto como en esas mañanas en las que te
confías porque la primera impresión, al levantarte, es que apenas tienes
malestar. De pronto, mientras te felicitas a ti mismo, y te das una ducha, la
resaca corre la cortina y te acribilla. Hay que salir de la habitación con los
brazos en alto, muy despacio, sin hacer tonterías, como si te estuviese
atracando y tú te dejases robar de mil amores. Kingsley Amis, uno de
los filósofos más relevantes de la resaca, gracias a una práctica empedernida,
admitía que nunca dio con un remedio del todo eficaz. Su escepticismo inglés lo
hacía pensar que la prosperidad, cuando bebes, se paga. «Me han dicho que hay
dos soluciones que no fallan: media hora a bordo de una avioneta abierta y
bajar a la mina de carbón con el primer turno». Si se te ponían a tiro, te
recomendaba no dejar de probarlos. En caso contrario, tranquilo. La resaca es
hermosa y heroica, al estilo de esa decadencia delicada que filma Paolo
Sorrentino en La gran belleza.
Un dolor de cabeza insoportable es a veces lo mejor que puede
pasarte. Cuando remite, recibes una lección de humildad casi automática: estás
vivo y eso basta. No necesitas riquezas, ni un amor eterno, ni más problemas
que no sean dolores de cabeza. Y si no recuerda a Tim Madden, el escritor
fracasado y adicto al bourbon, los cigarrillos y las rubias adineradas que
protagoniza Los tipos duros no bailan, de Norman Mailer. Una buena
mañana se despierta con resaca, una erección magnífica, aunque poco práctica, y
un nombre tatuado en un brazo. No recuerda nada de la noche anterior, pero
pocos minutos después descubre en el asiento de su Porsche una enorme mancha de
sangre, y al cabo, en el rincón donde oculta su plantación de marihuana, la
cabeza de una rubia cortada por el cuello. ¿A que ahora no te parece grave
sentir un funeral en la cabeza?
Existe un momento, cuando la tarde se tiende suavemente, en el que
experimentas un leve placer en el naufragio. Estás en ese punto en el que la
resaca deja de odiarte y te acuna, como si fueses su niño, tan indefenso. Si
tienes las herramientas, tal vez de ahí pueda salir algo hermoso. Recuerdo que
en el arranque de El nadador, de John
Cheever, todos los personajes tienen resaca. La frase más repetida del texto es
«anoche bebí demasiado». Y de ahí, después, salió uno de los cuentos más ricos
y sugerentes de la historia de la literatura. Cierto es que Cheever era un
maestro de la resaca. Era una más en la familia, que formaban él, su esposa Mary,
sus botellas y, como digo, las resacas. Algunos días le gustaba hablar con
ella. «Apártate», le decía a veces con desdén, mientras trataba de sentarse a
escribir en su diario entre escalofríos, como cuando en El sueño eterno Humphrey Bogart le
dice a Lauren Bacall «tranquilícese, que no abofeteo muy bien a estas
horas de la noche».
Los Diarios de
Cheever están llenos de sus resacas. A menudo los escribe durante esas resacas.
«Se produce el torbellino habitual —anota uno de esos días— y tomo dos cócteles
de ginebra antes de comer y me siento juguetón. A medida que pasa la tarde se
aplaca el torbellino y cuando llego a casa me parece que merezco más cócteles.
Sé que a la mañana siguiente tendré que cuidar a Federico, no podré trabajar, y
con esa excusa bebo después de la cena. Por la mañana me siento mal (…). A las
once y media tomo un trago para fortalecerme y empiezo a beber en serio a las
cuatro y media. Mi prudencia está hecha añicos y cuando termino de lavar los
platos engullo una dosis generosa de whisky color nuez. El sábado me
siento peor. Bebo una copa antes de almorzar, que me provoca jaqueca y náuseas.
Después de comer nos espera La Tata; es una visita de cortesía obligatoria y S.
me sirve un whisky detrás de otro. El domingo me siento peor que nunca. A las
once y cuarto redacto una diatriba contra los males del alcohol. Luego busco el
teléfono de Alcohólicos Anónimos. Después, con manos temblorosas, me bebo los
restos de whisky, ginebra, vermut, todo lo que encuentro. Pese el ataque,
me recupero».
Pasadas las horas críticas, la resaca se vuelve fértil. Proyecta
una luz inesperada sobre ángulos recónditos, como cuando Darth Vader se dirige
a Luke Skywalker y le espeta «Yo soy tu padre». Todos nos quedamos
estupefactos. Hay giros insospechados del lenguaje que no hallas si no estás
embotado. El sufrimiento es un campo de entrenamiento. Hay autores que vacían
la botella para al día siguiente, como diría un pianista, hacer dedos con la
resaca. La frase sale de ahí oscuramente afilada. No sabes cómo, pero el
embotamiento mata los falsos brillos, y de ese asesinato emerge, digamos, un
párrafo vestido para un entierro, sobrio a la par que elegante. Eso te ahorra
adjetivos innecesarios, y de vez en cuando te regala una metáfora con senderos
que se bifurcan y que da para masticar durante varias horas. Enrique
Vila-Matas confesaba en Un
tapiz que se dispara en muchas direcciones que necesitaba las resacas
para escribir como Vila-Matas. Escribir como tú mismo, y no como algunos de los
autores que has estado leyendo para aprender el oficio, es una de las
conquistas más arduas. Aunque durante las resacas, en realidad, el autor
barcelonés no puede escribir una línea. A ese malestar que lo impide le llama
«paréntesis». Es horrible. «Lo bueno de las resacas reside en el momento en que
estas desaparecen y uno vive la impagable sensación de volver a nacer. Esa
sensación de bienestar solo puedo tenerla habiéndome encontrado previamente
mal. Y para encontrarme mal tengo que beber y sufrir después la resaca. Es un
círculo cerrado».
Creo que voy a tomarme
un trago
Hay gente que da lo mejor de sí misma en la resaca. Hablamos de
personas recias, indestructibles, que se caen y se levantan, que se crecen en
la adversidad. No parece posible, pero olvídese de las apariencias, olvídese de
todo, y encienda el DVD, ponga Río
Bravo y espere a que aparezca en la cantina Dude, el ayudante del sheriff,
interpretado por Dean Martin. Dude es víctima de una resaca majestuosa,
criminal, pero aun así persigue a un fugitivo al que hiere durante la
persecución. Cuando entra en el bar, donde sospecha que se ha escondido, los
clientes lo niegan. «Aquí no ha entrado nadie», dicen. Dude está convencido de
que sí. Aun bajo la resaca, su instinto es letal. A punto de venirse abajo
cuando alguno de los presentes lo humilla por su adicción a la bebida, Dude se
acerca a la barra, resquebrajado. Entonces repara en que cae una gota de sangre
sobre un vaso de cerveza abandonado en el mesado. Al instante se recompone.
«Después de todo creo que voy a tomarme un trago», le dice al camarero, y antes
de que este llene el vaso, Dude se vuelve con una elegancia ancestral y
salvaje, como de guepardo, y dispara hacia arriba. Su resaca es tan certera que
solo realiza un tiro y el fugitivo se desploma desde las alturas.
Nunca volvió Dean Martin a bordar un papel como en Río Bravo. Acaso había estado
ensayándolo toda la vida, igual que Cheever. «Tienes que tener a alguien muy
bueno para interpretar a un borracho», admitía Howard Hawks, el director.
El día que Martin apareció por el rodaje, «le dije, “Dean, mira, sabes un poco
acerca de la bebida. Has visto muchos borrachos. Quiero un borracho“. Y
dijo, “De acuerdo, no tendrás que decírmelo dos veces”». Cuando llegó la hora
de rodar la escena del bar, con Dude resacoso, Hawks volvió a aleccionarlo.
Necesitaba que actuase como un tipo que se comportaba de tal y cual modo, roto
por fuera, pero incólume en su interior. «De acuerdo —volvió a decir Martin—,
conozco esa clase de tipos, puedo hacerlo». Y fue e hizo la escena sin ensayar.
Dean Martin y sus compañeros de juergas hicieron de la resaca una
obra de arte, trabajada a mano, como una escultura de mármol. No les gustaba
acudir a una cita importante sin parar antes a beber algo. Los días que Martin
tenía bolo en algún hotel de Las Vegas, una voz en off lo
presentaba anunciando: «Señoras y señores: el hotel Sands se enorgullece de presentarles a la estrella de nuestro
espectáculo directamente desde el bar». Cuando contemplabas descuartizada a su
tropa, después de una noche inclemente, se desprendía de ellos, como si fuesen
árboles en otoño, una belleza perturbadora y medieval, casi hecha por un viejo
relojero. Fue en una de esas noches, con los Sinatra, Bogart, Martin, Curtis o Errol
Flynn por el medio, cuando bebieron tanto que, al día siguiente, al entrar
en la suit Lauren Bacall y
verlos destrozados por el suelo, pronunció la famosa frase: «Parecéis una
maldita panda de ratas». Ese modo de amanecer despedazados, como en Los
músicos de Picasso, irradia esplendor, aunque sugiera el declive.
Desconfío del crepúsculo de los dioses. No recuerdo a Audrey
Hepburn tan sublime, aunque apagada, como al comienzo de Desayuno con diamantes, cuando suenan
los acordes de «Moon River» y su personaje, Holly, se baja de un taxi vestida
de fiesta, con gafas de sol para la noche. A duras penas ocultan la feliz
resaca. La madrugada murió como un pez en el suelo y el amanecer está en
ciernes. Ante el escaparate de Tiffanys,
Holly extrae un bollo y un café de una bolsa de cartón y desayuna. Estamos en
Nueva York, la Quinta Avenida está vacía y Audrey decide regresar a casa
paseando, con su destemplanza a cuestas, a pasos cortos, casi de pingüino. Si
no te enamoras de ella significa seguramente que estás muerto.
La resaca tiene sus trámites, como la muerte. No consigues
fallecer sin más, fácilmente, porque lo ansíes con fuerza. Trata de disfrutar
el drama, pues, y a poco que el ataque al sistema se tome un breve descanso,
haz algo grande, como escribir un relato de John Cheever. Recuerdo que Brendan
Behan, acostumbrado a despertarse con resaca, una mañana se levantó fresco como
una lechuga por primera vez en mucho tiempo. Estaba tan lúcido que no pudo
recordar nada de lo que había pasado la noche anterior. Fue horripilante.
Desconfiaba de la buena salud, como Julio Ramón Ribeyro, quien alimentaba
la teoría de que la única manera de vivir mucho años es estando siempre
enfermo. «La muerte es un usurero que prefiere cargar primero con la buena
moneda», decía. Para escribir, Ribeyro necesitaba una pequeña dosis de resaca.
«Lúcido soy tan incapaz como borracho», confesaba.
El temor a la resaca, como si desde sus abismos alcanzases a ver
la muerte, es tan frugal que cada semana flirteas con ella. No te deja memoria,
y la eludes en círculo, es decir, huyes y regresas, te vas pero vuelves al
lugar donde fuiste infeliz, como si alejado de la tristeza nadie pudiese
disfrutar de una vida apacible. «Me voy, me voy, me voy, pero me quedo,/ pero
me voy, desierto y sin arena», escribió Miguel Hernández. Nuestro eterno
retorno a la resaca es un trayecto tan duro y agreste, tan desértico y
solitario, que lo recorremos radiantes todas las veces que podemos, para
suicidarnos en su vacío. Hay gente que lo hace durante toda su vida. Algunos
paran a los cincuenta. Otros después de su primera borrachera, asustados de que
beber pueda ser tan bonito. Es heroico no dimitir de tus sufrimientos. Carlos
Barral saltó hasta que tuvo fuerzas, y en la frecuencia nos dejó uno de
los poemas más tremendos y sutiles sobre la resaca, tal vez escrito durante su
eternidad:
De un golpe ser herido
por la luz como a látigo, ser débil,
líquido hacia los dedos. No poderse
incorporar simétrico. Ser blando
y estar a punto de caer, ser puesto
como a parir el universo.
Y abrir los ojos de un cadáver
y ver todo amarillo, verlo todo
vibrante y afilado, como espinas
que pinchan no sé dónde. Ver el hilo
que se puede romper y luego oírlo
crujir
y notarse los goznes de la espalda.
Zozobrar en lo blanco, ser apenas
capaz de nadar sobre la sábana
y quedarse en la duda hasta que el perro
salta.
Y contemplar sus ojos de animal superior
y el péndulo del tiempo en su mirada.
Trescientas resacas al
año
Me gusta la gente que nunca huye de un demonio. En Mujeres, de Charles Bukowski, el
narrador se muestra partidario de cambiar de licorería con frecuencia «porque
los empleados aprenden tus hábitos si vas día y noche y compras en gran
cantidad. Puedo verlos preguntándose por qué todavía no estoy muerto y eso me
hace sentir incómodo. Probablemente no piensen nada de eso, pero un hombre se
vuelve paranoico cuando tiene trescientas resacas al año». Trescientas resacas
parece un número respetable. Hay que ser muy desdichado, y vivir muy feliz con
tus calamidades, para experimentar trescientas resacas al año. Claro que «a mí
siempre me han puesto cachondo las resacas, no para estar ni chupar, sino para
echar un polvo sin contemplaciones», añade el narrador.
Precisamente el sexo —si no encuentras una avioneta— es una
de las pocas maniobras que recomienda Kingsley Amis cuando te despiertas
después de una madrugada nefasta. «Si tu esposa o compañera ocasional está a tu
lado y (claro está) se muestra complaciente, ejecuta el acto sexual con todo el
vigor del que seas capaz». Ese te permitirá dar esquinazo momentáneo a la
resaca metafísica. En cambio, si estás en la cama con alguien con quien no
deberías estar, dice, y eres más o menos consciente de que eso no está bien,
abstente. La culpa y la vergüenza incrementarán más tarde tu malestar. «Por el mismo
motivo, no te ocupes tú mismo del asunto si despiertas a solas», añade.
Martin Amis, su hijo, representa una corriente de pensamiento muy
distinta. En Dinero, su
protagonista John Self vive en la resaca. «La que pillé en California
había cumplido ya siete meses de edad, y seguía sin dar señales de habérseme
pasado. Probablemente me acompañe hasta el día de mi muerte». Una noche es
víctima de una gripe, que decide curar por la vía rápida: se mete en la cama,
se envuelve con muchas mantas y bebe una botella entera de scotch. Técnicamente, solía bastar
media, pero quería asegurar el resultado. Al día siguiente, tal como preveía,
la gripe dejó sitio a la resaca. Bebió dos litros de café y encendió un primer
cigarrillo. «Me toqué los dedos gordos de los pies. Me serví más café y abrí
otra cajetilla de tabaco. Bostecé con satisfacción. Y bien, muchacho, me
pregunté, ¿qué tal una paja ahora?». Hay muchos Amis.
Años después de que Dinero se
convirtiese en una de las grandes novelas de los ochenta, Christopher Hitchens
contaba en sus memorias que en la etapa que Amis escribía el libro en Nueva
York, un día surgió la necesidad de que John Self visitara un prostíbulo. Amis
había pensado en uno en concreto, en Lexinton Avenue. «Y tú vas a venir conmigo
por cojones», le anunció a Christopher. No antes de llamar a su mujer a
Londres, y explicarle que, por cuestiones de trabajo, se iba «a un sitio de
pajas con Hitch». Este quiso decir algo femenino, como «¿Te he negado algo
alguna vez?», pero se contentó con algo un poco más masculino como «¿Sabemos
qué hay que hacer en ese garito?». No se podían tener menos ganas de hacer una
expedición así, confesaría Hitchens. «Tenía una resaca de aguarrás y me dolía
la boca, pero él mostraba esa expresión de propósito decidido en su cara que yo
conocía bien, y sabía que no podía contradecirle. ¿Qué podía salir mal?».
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