domingo, 14 de agosto de 2016

"Se quedó el agua desnuda" por Clara Janés


Creo que pocos poetas de mi generación y de generaciones inmediatas podrían negar la presencia de Lorca como el paisaje preponderante que acompañó sus orígenes. Algunos lo han confesado, otros no, pero lo cierto es que para los que nos lanzamos a partir de los 60 del siglo pasado, sus poemas fueron una de las primeras cartillas. Inolvidables para mí son las reuniones en cafés con mis compañeros de la Universidad de Barcelona, donde se trataba ante todo de leer a Lorca en voz alta. Yo llegué a más: escribí en mis zapatos blancos de verano unos versos de Federico, en uno "¡Ay que trabajo me cuesta quererte como te quiero!"; en el otro, "¡Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero!".
También fui protagonista de un proyecto del entonces estudiante, hoy reconocido pintor, Julián Grau Santos, que consistía en una exposición entera sobre el Romancero gitano. Hizo el boceto completo, con guache, página a página, en mi libro -un tesoro por su belleza-, y en él yo soy Soledad Montoya y la Virgen que acompaña al romance de San Gabriel...
Años más tarde, esta presencia viva de Lorca se produjo a través de dos de sus amigos, que fueron grandes amigos míos: Rafael Martínez Nadal y Marcelle Auclair. Conocí a la segunda cuando buscaba datos para su Enfances et mort de Federico Garcia Lorca, que empieza con una Introduction a la mort donde habla del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y da muchas claves: detalles de aquella corrida última, sucesos posteriores, recuerdos de Ignacio de sus primeras tentativas, cuando, contando 16 años, se iba a torear vaquillas sin testigos, pero con el aplauso de los olivos agitados por el viento que le hacía levantar la mano y saludar, lo que explica el último verso del poema: "y recuerdo una brisa triste por los olivos".
A cada pregunta concreta que hacía yo a Marcelle sobre Lorca, me contestaba: "Llama a Rafael". Así fue como un día, sin más, marqué el número de Rafael Martínez Nadal de Londres. Desde aquel momento, cuando venía a Madrid, cenar en el Olivar de Castillejo con él y su mujer, Jacinta, y muchas veces los hermanos de ésta, David y Leonardo, Rosa Chacel, Jeannine Mestre, José Luis Gómez o el escultor Juan Haro se hizo habitual. Rafael recitaba a Federico, y sus imágenes volaban por encima de las jaras y las retamas... Todo tenía un sentido secreto. Era un poeta tan universal y fuerte que en cualquier lengua caía de pie... Bien comprobé yo esto cuando me lo recitó en farsi el gran Ahmad Shamlu, que, a través de Lorca, llevó a cabo la modernidad de la lírica en su país.
Aún los veo a todos, atentos a la palabra. Y la sonrisa destella en cada hoja tocada por la noche luminosa mientras la llama de una vela oscila sobre la mesa junto a la fruta y una ráfaga de viento mece las sombras del ramaje. Y es la felicidad esa armonía, siempre bajo el ala del poema, mientras Rafael recita:

Eran tres
(vino el día con sus hachas.)
Eran dos
(alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno
(se quedó desnuda el agua).

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