Desde siempre tuviste el deseo de la casa, tu casa, envolviéndote
para el ocio y la tarea en una atmósfera amiga. Mas primero no supiste (porque
eso lo aprenderías luego, a fuerza de vivir entre extraños) que tras de tu
deseo, mezclado con él, estaba otro: el de un refugio con la amistad de las
cosas. Afuera aguardaría lo demás, pero adentro estarías tú y lo tuyo.
Un día, cuando ya habías comenzado a rodar por el mundo, soñando
tu casa, pero sin ella, un acontecer inesperado te deparó al fin la ocasión de
tenerla. Y la fuiste levantando en torno de ti, sencilla, clara, propicia: la
mesa, el diván, los libros, la lámpara –atmósfera que llenaban con su olor
algunas flores de la temporada.
Pero era demasiado ligera, y tu vida demasiado azarosa, para durar
mucho. Un día, otro día, desapareció tan inesperada como vino. Y seguiste
rodando por tantas tierras, alguna que ni hubieras querido conocer. Cuántos
proyectos de casa has tenido después, casi realizados en otra ocasión para de
nuevo perderlos más tarde.
Sólo cuatro paredes, espacio reducido como la cabina de un barco,
pero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendas de que su abrigo pudiera resultar
transitorio; ligera, silenciosa, sola, sin la presencia y el ruido ofensivos de
esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo compartir la vivienda
y la vida; alta, con sus ventanas abiertas al cielo y a las nubes, sobre las
copas de unos árboles.
Pero es un sueño al que ya por imposible renuncias, aunque sea
realidad de todos a la que no puedes aspirar. Tu existir es demasiado pobre y
cambiante –te dices, escribiendo estas líneas de pie, porque ni una mesa
tienes; tus libros (los que has salvado) por cualquier rincón, igual que tus
papeles. Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no
vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la
partida.
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