A veces me llaman profesores de enseñanza media para que acuda a
sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.
-¿De que lean qué? -pregunto.
-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.
A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo
de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos
miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la
garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca
de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad
formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a
leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender
el mundo.
Iremos por partes, pero permítanme de entrada la afirmación de que
el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura
ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y
nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se atenúa de
manera notable.
Decía Blanchot que la página del libro (del libro literario,
quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una
se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un
espejo que les devuelva de sí y de la realidad una imagen menos fragmentada que
aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como
el lector, son bichos raros, personas difíciles que sufren desacuerdos graves
con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ahí, en el libro,
que es también un lugar oscuro, un callejón, diríamos, allí es donde se
encuentran.
El libro ha tenido siempre algo de callejón frecuentado por
personas huidizas con tendencia, como decíamos, a la clandestinidad. Por eso,
uno de los factores que más daño ha hecho a la lectura es el consenso respecto
a sus virtudes. Cuando yo era pequeño, cuando yo era joven, la lectura no
estaba muy bien vista. Los niños y los adolescentes lectores dábamos un poco de
miedo a nuestros padres, a nuestros profesores. Ese miedo de los otros nos
confirmaba que estábamos en el buen camino. Por haber, había incluso una lista,
una bendita lista de libros prohibidos por el Vaticano, que eran, lógicamente,
los que con más ansia buscábamos. Hoy, en cambio, todo el mundo asegura que
leer es bueno. Lo dicen los padres, lo predican los profesores y lo
corroboraría, si tuviéramos la oportunidad de preguntarle, el ministro del
Interior. Con franqueza, si yo fuera adolescente, ni me acercaría a una
actividad ensalzada por mis padres, por mis profesores y por el ministro del
Interior. Me entregaría a los videojuegos, que producen aún mucha inquietud en
las personas de orden.
Pero decía que me llaman a veces de los institutos de enseñanza
media y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes
que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad
en la que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que
es muy permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que
debería permitir. Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a
pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los
cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras
arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana
por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el
sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando
un modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de
vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.
Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebelión fortalece
al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La sociedad, les explico,
puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El
delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud -confirma la ley en el
momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro
cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo tropiezo el lunes por la
mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían pagar. Estoy
convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana, desaparecieran
los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48 horas en
convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes. El joven,
pues, que el sábado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de
regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero automático para no
irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación del sistema, no sabe hasta
qué punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es
peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema.
Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el
funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana. Cuando digo esto en institutos
difíciles, aunque también en los de clase media, los chicos se quedan
lógicamente sorprendidos. Les explico a continuación, porque así lo creo, que
el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la
noche se queda en casa leyendo Madame
Bovary. Por lo general, no saben quién es madame Bovary, pero he comprobado
les suena bien, por lo que no suelo cambiar de título. Ese individuo que se
queda a leer Madame Bovary, les
aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque
la realidad, les explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las
palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y
no acaban de ver la relación entre la realidad y las palabras. Entonces les
recuerdo el cuento aquel de Andersen, El
rey desnudo, o El traje nuevo del
emperador, según la traducción. Todos ustedes lo conocen. No me digan que
no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si consideramos que se narra
en él la historia de un pueblo que ve vestido a un señor que va desnudo. Parece
una historia inviable por inverosímil, pero lleva años cautivando a niños y a
mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me pregunto en voz alta delante
de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues
porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensión
teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche a la mañana a todos y
cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que
veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos vestido,
aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto
es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de
realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los
alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario