Cuando
Herman Melville murió en 1891, el periódico literario del día, "The
Critic", no sabía ni siquiera quién era. Los editores enfrentaron la
situación copiando un párrafo sobre él de un compendio de Literatura Americana; y en las semanas siguientes reimprimieron
varios comentarios sobre Melville y su trabajo, que se escribieron en las
columnas de correo de lectores de los diarios de Nueva York.
Una
vieja generación recordaba que Herman Melville, alguna vez, había sido famoso.
Que había tenido aventuras en los Mares del Sur en un ballenero; que había
vivido entre caníbales; y que en Typpe y Omoo no había
hecho más que escribir, de una manera romántica y desordenada, sobre su
experiencia. En estos trabajos se había fundado la fama del señor Melville: fue
una lástima que no hubiera seguido esa línea; que sus últimos libros, libros
oscuros, libros asfixiantes— perdieran el interés de un público que le gusta
tomar sus placeres metódicamente. Para los críticos de la obra Melville, tanto
su fama como su posterior ausencia de reconocimiento fueron merecidas. En Moby Dick, como señaló la crítica,
Melville se había vuelto oscuro: y este fracaso literario lo condenó a la
oscuridad personal.
El
escritor acerca del cual todas estas sensatas banalidades fueron escritas,
comparte con Walt Whitman, así lo creo, la distinción de haber sido el más
grande “escritor imaginativo” que América haya producido: su épica, Moby Dick, es uno de los monumentos
poéticos supremos del idioma inglés: y en la profundidad de experiencia y
conocimiento religioso no hay nadie en el siglo XIX, con excepción de
Dostoyevsky, que pueda alcanzar un sitio junto a él. Para sus
contemporáneos, la grandeza de Melville fue un enigma: lo valoraban por esas
pequeñas virtudes que por estar cercanas a su modo de ser les resultaban
familiares.
No
tenían lugar —desde su propia materia y nivel, con los pies en su confidente
suelo de ciencia, y sus numerosos y extraños útiles inventos—, para la
incomparable luz de la imaginación de Melville, para sus oblicuas revelaciones,
para su hábito de cuestionar los fundamentos sobre los cuales se erigió su la
vasta superestructura de sus comodidades y complacencias. «Lo que queremos,
señor, son hechos»— decían, y aunque Melville les dio hechos, aún les molestaba
su visión porque que congelaba los hechos en un estado que desafiaba su fácil
comprensión. Cuando acusaron a Melville de oscuro, tal vez no se dieron cuenta
que un modo de ver no solo requiere un objeto que se puede ver, sino también de
un ojo que sea capaz de hacerlo; con todas sus dudas acerca de Melville, nunca
se les ocurrió que la visión defectuosa pudiera ser la de ellos.
En
gran medida, la vida y el trabajo de Melville eran uno. Una biografía de
Melville implica crítica; y ninguna crítica final o determinante de su trabajo
es posible si no conduce a una comprensión de su experiencia personal. Los
elementos exóticos de la experiencia de Melville fueron, por lo general, muy
deformados; se exageró por completo su fatal alejamiento de la escena
contemporánea; las incidentales rocas y los rápidos remolinos, desviaron la
atención de los críticos del flujo de la corriente en sí. Es en la fuerza y la
energía de Herman Melville en el plano espiritual de lo que me voy a ocupar
principalmente. Él permanece vivo, para nosotros, no porque haya pintado los
arcos iris de los Mares del Sur, o rectificado los abusos de la autoridad de la
marina de los Estados Unidos: él vive porque se enfrentó a los grandes dilemas
de la vida espiritual del hombre, y en la búsqueda de resolverlos, logró llegar
hasta el fondo. Él dejó los vestidos y las alfombras de la convención, para
enfrentarse a la desnudez de la vida, la muerte, la energía, el amor, la
eternidad: se apartó de los acogedores salones victorianos y se acercó a la
negra noche, tenuemente iluminada con las luces de las antiguas estrellas. De
haber sido un romántico hubiera vivido una vida feliz, untando su pan con
débiles sueños, tragando su remordimiento en el consuelo del puerto: aquel que
anhela escapar de los elementales aguijones de la existencia solo necesita
agarrar las manos extendidas de sus contemporáneos, aceptar las metas
artificiales que se llaman éxito en los negocios o en el periodismo, y reducir
mediante un acolchado aparato físico la fría realidad del universo mismo.
Pero
Melville era un realista, en el sentido en el que los grandes maestros religiosos
son realistas. Vio que la materia de la crin de un caballo no hacía al universo
más benévolo, y que el olvido de la bebida no hacía que las cosas que se
olvidaban fueran más agradables. Sus perplejidades, sus desafíos, sus
tormentos, sus preguntas, incluso sus fracasos, tuvieron un significado para
nosotros: si renunciamos al mundo, como lo hizo Buda, afirmamos una
trascendencia futura; o como hizo Cristo, o Whitman, que abrazó la idea de una
amalgama entre el bien y el mal; nuestra elección no podrá estar iluminada
hasta que no enfrentemos con coraje y valentía, la arenosa e inamisible senda
que Melville exploró. Melville, como Buda, dejó detrás de sí una carrera feliz
y exitosa, y se sumergió en esas negras y frías profundidades, las profundidades
de un océano sin sol, la oscuridad del espacio interestelar; y aunque demostró
que la vida no podía ser vivida en semejantes condiciones, trajo de vuelta los
pequeños triunfos de los tiempos en los que solo reinaba un elemento, el
sentido trágico de la vida: el sentido de que la aspiración más alta de los
hombres se sustenta en el triunfo de una guerra, y tal vez, de un abismo
inconquistable. En el cénit de la visión de Melville, un hombre se afirma como
en el estribo de un glaciar: la naturaleza no ofrece refugio, y la humanidad no
lo protege, está solo. ¿Va a vivir o va a morir? Nadie lo puede saber. Pero si
regresa a los cálidos valles y a los pueblos hospitalarios será otro hombre; y
una parte de él, una parte preciosa, se quedará para siempre sola, inexpugnable.
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