A partir de los siete años se desarrolla en el cerebro humano el
neocórtex donde anida la inteligencia y para celebrar ese acontecimiento en la
religión católica los niños toman la primera comunión. La llegada del neocórtex
supone el fin de la inocencia. De hecho esas criaturas vestidas de marineritos
y princesitas, que después de la ceremonia religiosa reciben tantos regalos, en
realidad están siendo expulsadas del paraíso, como lo fueron, según el Génesis,
nuestros primeros padres. La Iglesia enseña que a partir de los siete años con
el uso de razón si ese niño muere en pecado mortal se va para el infierno.
Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por el cerebro límbico, que
los seres humanos comparten con algunos mamíferos superiores. En ese cerebro se
inscriben durante la infancia los sentimientos, los símbolos, los dogmas, las
creencias, los terrores, la autoridad del padre, del maestro, del clérigo, los
primeros sabores, caricias, aromas, canciones, paisajes. En el paraíso de la
infancia, como sucede con cualquier animal, el niño se siente inmortal puesto
que no tiene conciencia de la muerte. Ese cerebro límbico es el que reclama la
Iglesia en propiedad para inocularle su doctrina porque sabe que todo lo que se
grabe en su mucosa desprotegida de la razón no se olvidará jamás. Es lógico que
al niño lo vistan de marinero, ya que expulsado del paraíso, deberá iniciar la
azarosa travesía de la vida. En cambio, con el traje de novias infantiles a las
niñas se las reserva el sueño machista del permanente cuento de hadas. Esta
ceremonia rememora aquel estado de la evolución en que al pie del árbol del
paraíso, al morder la manzana, se inició nuestra conciencia, que nos convirtió
en seres mortales y en estos domingos de primavera con el niño recién comulgado
las familias llenan los restaurantes para celebrarlo.
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