“Un vaso de vino al día es bueno para el corazón”. Hemos escuchado
esta frase hasta la extenuación, nuestros abuelos ya la decían y también es
repetida en muchos programas de televisión de salud (esos mismos que suelen ver
nuestros abuelos). Siempre nos han dejado claro, eso sí, que las proporciones
deben ser pequeñas. Se nos especifica la cantidad, pero no la calidad necesaria
para que el vino realice esa magia ancestral en nuestro corazón ¿Nos salvará de
la muerte de la misma manera un denominación de origen que un vino marca blanca
en tetrabrik?
En el Madrid del Siglo de Oro, una ciudad definida por la
precariedad y la miseria, el vino no era un complemento a una dieta equilibrada
ni una bebida que se tomara en celebraciones excepcionales, sino que se
convertía muchas veces en el único sustento del que disponían las clases más
desfavorecidas. En el Lazarillo de Tormes,
la primera comida que toma el protagonista son sopas de vino que le ofrecía el
ciego y, con sólo ocho años, ya decía que “estaba hecho al vino y moriría por
él”. Cuando existe una falta de recursos y el hambre arrecia, el paladar afloja
sus exigencias, por lo que los caldos que se vendían en las tabernas no
destacaban por su exquisitez.
La picaresca engullía a todas las profesiones de la época, no sólo
a los maleantes, y los taberneros tuvieron que recurrir a remedios poco
ortodoxos para poder conseguir el mayor beneficio posible. Vender gato por
liebre era su máxima, y la aplicaban tanto a la comida, engañando en la
mercancía, como en la bebida. Desde realizar trapicheos con el vino hasta
servirlo con moscas y, la más extendida, aguarlos para conseguir una mayor
cantidad.
Los literatos del Siglo de Oro apreciaban el vino en cantidad, por
algo Quevedo llamaba a Góngora en su eterna trifulca el “sacerdote de Venus y
Baco”, pero también estimaban la calidad, distinguiendo cuando un vino había
sido mezclado con agua. La de tabernero es probablemente una de los oficios más
maltratados por la literatura de la época ya que, como escribía Francisco de
Rojas Zorilla en Lo que quería ver
el marqués de Villena:
Si es vino de Madrid,
tan agua será como antes.
Como consecuencia de la rufianería de los dueños de las tabernas,
se crearon bebidas que llegaron a ser muy apreciadas por los ciudadanos, como
la carraspada, que mezclaba vino aguado con miel y especias y que se vendía
sobre todo en Navidades; o la aloja, en la que el vino frío que se mezclaba con
grandes cantidades de agua y canela, y se consumía como refresco en los
corrales de comedia.
Vinos consumidos sin mesura y tabernas que servían de refugio e
inspiración para poetas formaban parte del discurrir de la vida diaria de la
época. Una copa de vino al día, desde luego, no hubiera sido una rutina bien
recibida.
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