A punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las
cosas necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el
segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente editada y
anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre Tarrête. Está muy
moldeado por el trato con las manos y con los bolsillos de chaquetones y
abrigos, y por las muchas idas y venidas en las que me ha acompañado. Es la
segunda vez que lo leo en el plazo de unos meses. Empecé, uno poco por azar,
una lectura seguida de los Ensayos al cabo de una temporada de inmersión en el
Quijote, y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios. Ir
de Cervantes a Montaigne fue quizás una deriva natural de lector, la intuición
confirmada de ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas
explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos herederos de
la corta era de apertura mental del humanismo de la primera parte del siglo
XVI. Desde hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con
bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse a leer los
Ensayos completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por
sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas a la edición
resuelven muchos arcaísmos y alusiones del vocabulario, pero me hacía falta
tener el diccionario a mano, y había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según
avanzaba, y según la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome
más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa gradualmente
acrecentada. El libro se me imponía como se le impone a uno a veces una
historia que está escribiendo, con una presión imaginativa muy sostenida, y
poco a poco excluyente. En trenes, en aviones, en habitaciones de hotel, en
salas de espera, en andenes de metro, en bancos soleados de parques, Montaigne
estaba conmigo, su soliloquio conversador vagabundo no se interrumpía. Salía
para una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo,
sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me volvían más
importunos porque me estropeaban la concentración de la lectura. Una obra que
creía conocer bien me revelaba hallazgos insospechados, momentos de silencioso
fervor, iluminaciones sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en
que vivo. Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años
en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos ocurre a sus
lectores perseverantes. Los Ensayos nos van haciendo, se convierten en nuestro
talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un lector que
se convierte en el libro que lee. Llegué al final del último ensayo, el
capítulo XIII del tercer volumen, ‘De la experiencia’, que es una culminación y
una larga despedida al filo de la muerte. Estaba en mitad de un viaje y me
quedó una sensación de vacío, casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de
nuevo la lectura del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces
encontré una biografía recién aparecida, Montaigne, la splendeur de la liberté,
de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de imaginarlo como un
sabio benigno y apacible, aislado en su torre, retirado de las pasiones y de
los conflictos del mundo, un maestro de una especie de autoayuda de lujo:
Bardyn le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional, la
amplitud y el coraje de su activismo político. En cada lectura sucesiva, lo que
yo voy viendo cada vez más es ese lado de vulnerabilidad, de rechazo asqueado
del fanatismo religioso y político y de la crueldad inhumana que los alimenta y
a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén
dispuestos a sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios
ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo los ejércitos
católicos que los protestantes en las guerras de religión. Bardyn ofrece muchos
datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas: que Montaigne no era en
realidad hijo de su padre, por ejemplo, y que la conciencia de esa ilegitimidad
acentuó un sentimiento de estar al margen o en una posición insegura que
alimentaría su actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio
en el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego sorprendente, en el
que Montaigne asegura que su madre tuvo con él un embarazo de 11 meses. Bardyn
especula: ¿estaba de viaje el padre en las fechas que se correspondían con el
plazo biológico? Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de
misterio, el biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable
de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que algunas mujeres
de familias nobles se han enredado con servidores y caballerizos. ¿No es una
manera de insinuar la infidelidad de su madre? ¿No hubo siempre entre los dos
una frialdad hostil, algo muy raro en una persona tan naturalmente afectuosa
como Montaigne? Pero él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una
prueba segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los límites de
lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en suspenso el juicio
cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué derecho puede afirmar nadie que
actúa en obediencia de la voluntad divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia
se erigen los hombres en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún
tirano, dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo
adulen. Todavía estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo
con satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas semanas o
meses, y también que quizás, después de toda una vida leyendo, he empezado a
establecer una relación distinta con algunos libros y algunos autores: la que
nos une a ellos cuando hemos llegado a conocerlos muy bien, a detenernos en
cada frase y en cada palabra y al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de
una obra, porque identificamos cada uno de los hilos y las resonancias
interiores sobre las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es
una lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la música,
sino a la del intérprete, el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y
ensayado despacio, y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva
interpretación. No ha compuesto la música, pero la ha hecho suya. Se ha
convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una de las últimas
sonatas de piano o de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, un cuarteto
de Béla Bartók, un solo de Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca.
Ahora sé que Don Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises, los Ensayos de
Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.
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