miércoles, 23 de diciembre de 2015
Goytisolo y la enseñanza de la literatura
Al leer las reflexiones de Juan Goytisolo en su novela Coto vedado sobre lo que le provocaban a él las clases de literatura en el colegio religioso donde estudiaba, uno siente tristeza por la nefasta impresión que deja el sistema educativo en la enseñanza de esta materia. Los alumnos huyen de cualquier cosa que suene a literatura española y la causa es evidente: los métodos y manuales que utilizaron y seguimos utilizando en colegios e institutos. Y no es un mal actual, ni mucho menos. Goytisolo lo sufrió a mediados de los 40 y antes y después muchos otros. Solo el espíritu autodidacta ha impulsado a muchos lectores y escritores a acercarse hasta los autores españoles sin miedo a que les cayera un ladrillo de una tonelada sobre la cabeza. Si creyera en los conjuras, aseguraría que hay un contubernio intemporal para hacer aborrecer nuestras letras y alejar a los muchachos de los libros -sobre todo de los escritos en castellano- y yo soy miembro de él -. Y aquí la cita de Juan Goytisolo:
"La instrucción dispensada en el colegio no solamente me hizo aborrecer nuestra literatura -convertida en un muestrario de glosas pedantes y exégesis hueras- sino que me persuadió también de que no había cosa en ella cuyo conocimiento mereciera la pena. Mientras consumía obras de Proust, Gide, Malraux, Dos Passos o Faulkner, ignoraba olímpicamente nuestro Renacimiento y Siglo de Oro".
martes, 22 de diciembre de 2015
"Qué nos enseñan Los cuentos de Canterbury" por Javier Bilbao
«¡Que Cristo me condene!
¡Déjame! ¡Capaz serías de hacerme besar tus viejos calzones, jurando que eran
una reliquia de santo, aunque tuvieran palominos! ¡Pero, por la cruz que
encontró santa Elena, preferiría tener tus cojones en mis manos antes que tus reliquias!
¡Cortémoslos y te ayudaré a llevarlos, te los envolveré en excrementos de cerdo
a modo de relicario!», esta respuesta que le
espeta el Posadero al Bulero es uno de los pasajes que mejor definen el
espíritu de Los cuentos de Canterbury: religiosidad, humor un tanto
escatológico, la inevitable blasfemia que surge de combinar ambos, así como la
camaradería entre los peregrinos protagonistas que se sobrepone a la rivalidad
entre las profesiones y clases sociales que estaban emergiendo en la sociedad
medieval. Pero la obra de Chaucer, pese a quedar incompleta, abordó
también otros muchos elementos como la fatalidad de la fortuna, el
antisemitismo, la superstición, la avaricia y, muy especialmente, el matrimonio
y las relaciones entre hombres y mujeres.
A esta recopilación de cuentos inspirada en El Decamerón y
escrita a finales del siglo XIV se le atribuye el haber consolidado la lengua
inglesa, pero no es eso lo que ahora nos interesa. Citando la Biblia, el autor
afirma que «todo lo escrito se escribió para que nos sirviera de enseñanza, y
este fue mi único anhelo». Ahí nos detendremos, veamos entonces qué podemos
aprender o al menos qué es lo que servidor —en una lectura personal y sin
pretensiones académicas— encuentra particularmente interesante, aquellas
pepitas de sabiduría que nos hagan crecer interiormente y, en último término,
nos permitan sentarnos en el aire como un maestroshaolin. Que de eso se trata.
La excusa argumental que da inicio a a la obra se basa en un grupo
de peregrinos en dirección a la catedral de Canterbury que recalan en la posada
del Tabardo. Allí el dueño del local les propone un concurso de narraciones
—inicialmente cuatro por persona aunque solo leemos una— y al ganador le
invitará a cenar en el viaje de vuelta. Ellos aceptan y las historias van
sucediéndose en muy diversos estilos e intenciones, acordes a la personalidad
de cada uno y siendo el propio Chaucer un personaje más, que en un guiño
metaliterario incluso es abroncado por otro. Respecto a la época en la que está
ambientada, es la misma de la citada obra deBoccaccio, así que también refleja
el enorme impacto que tuvo la peste negra… aunque ni siquiera llegue a
mencionarla directamente. En torno a la mitad de la población inglesa murió en
apenas un par de años, dejando en consecuencia una gran cantidad de vacantes
disponibles en todos los ámbitos productivos para los supervivientes. Una
estructura social que había permanecido rígida durante siglos repentinamente se
volvía mucho más abierta, había muchas más oportunidades para todos. Quizá sea
eso lo que España necesite en estos tiempos, quién sabe, pues el resultado
entonces fue el de dar paso a una nueva sociedad mucho más dinámica, la del
Renacimiento. En el caso concreto de los personajes de las diversas historias y
de los propios narradores, este hecho se refleja en su interés por prosperar,
ascender y enriquecerse (con buenas o malas artes) de una manera que sus
antepasados ni se habrían planteado. Quizá el caso más paradigmático sea el de
la viuda de Bath, que en el prólogo a su cuento se muestra ufana en torno a
cómo se ha casado en cinco ocasiones, heredando las tierras y la fortuna de
cada uno de sus desdichados maridos.
Pero la revalorización de la ambición y el dinero no disminuyó sin
embargo el odio a los judíos en la sociedad tardomedieval, del que Los
cuentos de Canterbury tan buena muestra son. El origen del antisemitismo
era una combinación de intolerancia religiosa y recelo ante la prosperidad que
estaban alcanzando y la manera de hacerlo, pues los acreedores raramente
lograrán caer simpático a alguien. Y es que a los cristianos el Evangelio de Lucas les
decía «y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito
tenéis? (…) prestad, no esperando de ello nada», mientras que a los judíos por
su parte el Deuteronomio les dictaba que «Al extranjero podrás prestarle a
interés», siendo considerado extranjero alguien de distinta fe. Así que el
préstamo con interés era algo repudiable que quedaba proscrito a los cristianos
(el rechazo visceral que hoy en día generan los bancos en tantas personas quizá
sea un lejano eco de ello) y ese espacio fue ocupado por esa diáspora de las
doce tribus que tal como comienza relatando el cuento de la Priora «practica el
sucio negocio de la usura, vicio aborrecido por Cristo y por los que practican
su fe». Por cierto un personaje este, el de la Priora, de quien en su
presentación se destaca su buena educación, pues era capaz de masticar sin que
se le cayera la comida de la boca. No valoramos hoy en día como es debido el
tener dientes.
La historia que nos cuenta, ambientada en la judería de una gran
ciudad de Asia, se centra en un inocente niño cristiano que rezaba y cantaba
con devoción camino de la escuela, para lo que debía cruzar dicho barrio. Pero
entonces «la serpiente Satanás, que tiene en el corazón del judío un nido de
avispas, se hinchó y dijo: ¡infeliz pueblo hebreo! ¿Os parece bien que un niño
vaya por ahí entonando canciones cuyas palabras son un insulto a nuestra
antigua fe?». Al oír esto los vecinos comenzaron a conspirar y el pequeño acabó
degollado y tirado a un pozo que usaban para hacer sus necesidades. La madre,
preocupada al ver que su hijo no llegaba a casa, recorrió el barrio y entonces
se produjo el milagro de que, aún degollado, cantaba con voz melodiosa desde el
fondo de aquel vertedero de inmundicias, dejando así en evidencia a sus
asesinos, que fueron prendidos y ajusticiados. ¿Qué aprendemos entonces del
cuento de la Priora? Pues que el judío usurero es de naturaleza conspiradora,
diabólica y conviene darle su merecido pero no de cualquier manera, ojo, dado
que «cada culpable fue descoyuntado, sus extremidades atadas a cuatro briosos
caballos, y después colgados según ordenaba la ley». Mmm… no, me temo que no es
una buena enseñanza. Sigamos con otra a ver.
Una de las características que dan modernidad a esta obra son los
recursos narrativos que emplea, con tramas que se entrecruzan, pistolas de Chéjov (como
los peñascos en el cuento del Terrateniente), una narración autoconsciente que
recurre a las elipsis y a acotaciones («dejémoslos por un momento en su
felicidad para volver con este otro personaje») e, incluso, a cuentos dentro de
cuentos que a su vez forman parte de la historia central, como si de la película Origen se
tratase. Esto lo vemos por ejemplo en el peculiar cuento del Capellán de
monjas, una fábula sobre unas gallinas y un zorro que narran a su vez otras
anécdotas protagonizadas por humanos, y también en como cada uno de los
peregrinos explica su historia buscando a veces provocar a los otros
ridiculizando su profesión, que a su vez replican con otra en sentido
contrario, dándole así un hilo conductor al conjunto. Es el caso del cuento del
Molinero.
En él se cuenta como un carpintero más ambicioso que espabilado es
engañado por el estudiante que vive de alquiler en su casa, quien le hace creer
que un inminente diluvio acabará con todo. Atemorizado, el carpintero se mete
en un tonel colgado del techo por la noche, a lo que el estudiante aprovecha
para ir a su cama y retozar con su esposa. Mientras tanto, otro aspirante a
gozar de los favores de esa solicitada mujer canta junto a su ventana y ella,
para espantarle, le ofrece un beso en la oscuridad. Él acepta y al aproximar
los labios lo que asoma es el culo de ella (muy áspero y peludo, se describe).
Ávido de venganza el amante frustrado vuelve con un tizón al rojo vivo y
reclama otro beso, siendo esta vez el estudiante quien hace la broma de mostrar
su trasero. Entonces le arrea con el tizón y el estudiante grita desesperado
«¡Agua, agua!», lo que despierta al carpintero y lo agita al creer que ese
grito es el aviso del inminente diluvio, haciéndole caer con gran estrépito y
atrayendo así a todos los vecinos, que al ver la situación estallan en risas.
En definitiva, por sus detalles y extensión es básicamente un chiste contado
por Chiquito de la Calzada y aquí la moraleja está muy clara: no
duermas en un tonel ni asomes el trasero por la ventana. Tal vez no sea la
mayor perla de sabiduría de la historia de la literatura, pero nunca se sabe
cuándo puede servir.
El siguiente cuento, narrado por un carpintero, tiene
evidentemente como objetivo de sus dardos a un avaricioso molinero, cuyas
esposa e hija son mancilladas por dos estudiantes a los que intentó estafar.
Como vemos la infidelidad es un tema recurrente, presente también en otras
historias y que contribuye a hacer de Los cuentos de Canterbury en su
conjunto todo un tratado sobre el amor y el matrimonio. De hecho se suele
atribuir a Chaucer el haber sido el primero en atribuir al día de San Valentin
el significado que actualmente le otorgamos de celebración de los enamorados
(aunque no por estos cuentos sino por su obra anterior, El parlamento de
las aves). El cuento de Melibeo nos muestra por ejemplo a un hombre poderoso
que se plantea iniciar una guerra contra sus vecinos como desagravio, pero su
esposa Prudencia con gran elocuencia le termina persuadiendo para que opte por
el perdón y la convivencia pacífica. La relación entre ambos es una estrecha
alianza frente al mundo, en la que ella con una actitud aparentemente
suplicante termina logrando que él haga todas y cada una de las cosas que le va
pidiendo, como si fuera una marioneta en sus manos, aunque eso sí «Dios sabe que en mi propósito lo digo como
lo mejor para ti, por tu honor y también para tu provecho». Algo similar a
lo que encontramos en el cuento de la viuda de Bath y en el del Terrateniente,
en el que se describe el amor como una entrega mutua en la que una parte es
sierva y dueña simultáneamente de la otra:
El amor no debe ser forzado ni limitado por el dominio, ya que
cuando este aparece, el dios encoge sus alas y emprende la retirada. Al amor no
se le pueden señalar fronteras. Las mujeres, por propia naturaleza desean la
libertad, no quieren ser tratadas como esclavas, y lo mismo sucede con los hombres.
Por su parte el cuento del Mercader, sobre un hombre rico que ya
tiene cierta edad y se muestra ansioso por adquirir una joven esposa, va aún
más allá al poner en boca de su protagonista que «un hombre que no esté casado
es una basura». Aunque su hermano se ve obligado a refrenar tanto entusiasmo
haciéndole ver que «solo Dios sabe las lágrimas que derramé desde que me casé.
Que cuente las satisfacciones del matrimonio el que quiera o el que haya tenido
suerte, yo solo puedo hablar de disgustos y obligaciones». Lo que entronca con
otra de las ideas recurrentes que nos muestra Chaucer, la de que, por así
decirlo, la hierba siempre nos parece más verde al otro lado del prado. Cada
uno desea la suerte del vecino aunque el vecino envidie la nuestra, un sesgo
psicológico recurrente y muy estudiado hoy día. Por cierto, al final del cuento
del Mercader el protagonista acaba siendo un cornudo ante sus propios ojos,
aunque ella termina convenciéndole de que no es lo que parece y siguen felices.
Para ir concluyendo no podemos dejar de mencionar la adaptación al
cine que dirigió el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini y que le
valió el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1972. No ponemos el enlace no
vayan a cerrarnos el chiringuito, pero pueden encontrarla en YouTube en
castellano. Es una versión muy similar en muchos aspectos a la que hizo
previamente de El Decamerón, que conforma con la posterior de Las mil
y una noches su llamada «Trilogía de la vida». Hay que decir que ha
envejecido bastante mal, parece rodada con cuatro duros, tiene unas actuaciones
pésimas y un hilo argumental un tanto inconexo, como si se hubiera reunido con
un grupo de amigos un fin de semana y esto es todo lo que les hubiera dado
tiempo a rodar. Eso sí, aparece mucha gente desnuda y follando, lo que provocó
un considerable escándalo en su época, también en el Partido Comunista Italiano
(al que el cineasta era tan afín) que lo tildó de «capitalista, reaccionario y
lleno de concesiones con la sociedad de consumo». Visto hoy en día resulta
bastante curioso que un partido político haga crítica cinematográfica,
pretendiendo extender en ese ámbito también sus tentáculos como si de una
iglesia o secta se tratase. El aludido por su parte tuvo una respuesta para
todos ellos. «Mi película es casta», comenzaba diciendo, y no le
malinterpreten, no se refería a que fuera bipartidista y corrupta, sino a que
«no hay en ella escenas vulgares ni pornográficas. La pornografía es un vicio
como otro cualquiera porque comercializa el erotismo, que es una de las cosas
más bellas del mundo».
En cualquier caso, si no quieren verla completa sí que les
recomiendo efusivamente los dos últimos minutos (a partir del 1:43:50) que
recogen el prólogo del cuento del Alguacil. Pura poesía en imágenes en las que
se plasma cómo un fraile soñó con que iba al infierno y allí, al no encontrar
ningún otro de su condición preguntó al ángel que le guiaba si acaso estaban
todos en el cielo, a lo que este le llevó ante Satanás y le gritó:
—Levanta el rabo Satanás! ¡Enséñanos tu culo y deja que veamos
dónde está el nido de frailes en este lugar!
Y como un enjambre de abejas por el culo del
demonio salieron veinte mil frailes en tropel, que pulularon por todo el
infierno.
sábado, 19 de diciembre de 2015
"El papagayo verde" por Gustavo Martín Garzo
Un corazón simple es una novela corta que Gustave Flaubert incluyó en su último
libro, Tres cuentos. Se conservan varias cartas en que su autor se refiere a la
laboriosa génesis del texto. La novela apenas tiene 50 páginas y necesitó cinco
meses intensivos para escribirla. “Apenas puedo poner en marcha mi historia.
Ayer trabajé durante dieciséis horas, hoy todo el día, y por fin esta noche he
terminado la primera página”, escribe a comienzos de marzo de 1876. Varios
meses después, Flaubert vuelve a aludir a esa dificultad en una carta a su
amigo Turguéniev: “Mi Historia de un corazón simple estará terminada sin duda a
finales de agosto. ¿Pero qué difícil, Dios mío, qué difícil! Cuanto más
adelanto más me doy cuenta. Me parece que la prosa francesa puede llegar a una
belleza de la que no se tiene ni idea. ¿No le parece que nuestros amigos se
preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único
importante?”.
Un corazón simple habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural
que Flaubert conoce como la palma de su mano y que ya ha retratado
magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista es Félicité, una abnegada
mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de
las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los
pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas
alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado,
los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos
mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda
sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa
vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la
música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han
traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos,
su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no
se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca,
y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje
se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se
transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando
muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño
altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.
Julian Barnes tiene un elocuente libro en que trata de resolver el
enigma de ese loro. El loro es para él un ejemplo del estilo grotesco de
Flaubert. Y aventura las semejanzas que hay entre el escritor y la protagonista
de su historia. Los dos son viejos prematuros, son seres solitarios cuyas vidas
han quedado marcadas por las pérdidas, los dos son igual de perseverantes. Y
aunque Félicité, al contrario que Flaubert, es incapaz de expresarse, a través
del loro recibe el don de las lenguas. ¿Félicité más Loulou equivale a Flaubert?
se pregunta Barnes. Félicité contendría su carácter, Loulou su voz. Flaubert
estaba obsesionado como escritor con la idea de la insuficiencia del lenguaje
para expresar nuestros anhelos. “La palabra humana”, escribe en una de sus
cartas, “es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen
los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas”. El loro con su
repetición paródica del lenguaje humano sería el signo de ese fracaso. Un ave
que habla sin parar y que sin embargo no sabe lo que dice, ¿así son los
escritores?
En una de sus conferencias, Flannery O’Connor nos recuerda que los
estudiosos medievales se servían de tres procedimientos a la hora de
enfrentarse a la exégesis bíblica: el alegórico, en virtud del cual los relatos
o figuras bíblicos no serían sino la representación de ideas abstractas; el
tropológico, en el que daban cuenta de sus enseñanzas morales; y el analógico,
en que los textos tenían que ver con la vida divina y con nuestra forma de
participar en ella. En su opinión, es esta tercera actitud la que corresponde
al artista, ya que le permite enfrentarse al misterio de la vida ensanchando el
escenario humano. Es lo que pasa en este relato. Para Flaubert el loro disecado
es un símbolo, un lugar de sentido. Pero los símbolos, al contrario de lo que
pasa con las figuras de la alegoría, nunca significan una sola cosa. Hacen
crecer la historia en las direcciones más impensadas, nos relacionan con lo que
desconocemos. El arte de Flaubert opera en Un corazón simple analógicamente (en
todas sus novelas lo hace así). Parte de un escenario perfectamente
identificable, el que se corresponde con una novela realista como hay tantas,
pero de pronto surge en él algo semejante a una fractura, una grieta por la que
se precipita lo que creíamos saber acerca de ese escenario y de sus personajes.
Algo que desequilibra las cosas, que tiene que ver con alguna forma de visión.
Eso representa el loro.
Antonio Machado tiene un poema misterioso en que sucede algo
parecido: “Te cantaré mi canción, / se canta lo que se pierde, / con un
papagayo verde / que la diga en tu balcón”. No sé cómo interpretan los
estudiosos de la obra de Machado la presencia de ese papagayo cantor. Decir que
se canta lo que se pierde ya es suficientemente hermoso, ¿por qué entonces debe
ser un papagayo verde quien lo diga? Creo recordar que esa coplilla fue escrita
en la época en que Machado vivía su pasión prohibida por Guiomar, y bien
podemos pensar entonces que el papagayo es un símbolo del deseo. Habla de ese
mundo poliformo del deseo, de toda la locura y belleza que hay en las selvas
tropicales donde viven estas aves. Como si el poeta le dijera a su amada: en
esto me he convertido por ti. “Cualquier camino lleva / al arsenal de cosas no
vividas”, escribió Rilke. ¿Cualquier camino? No lo tengo tan claro. Hace falta
un papagayo en el balcón, un loro como el de Flaubert.
El loro aparece en el lugar de la herida y Félicité al quedarse
con él pasa a formar parte de esa legión silenciosa de seres a los que algo les
es asignado por un motivo misterioso, como pasa en La leyenda del santo
bebedor, la enigmática novela de Joseph Roth. Cumplir con ese encargo supone
una restauración de los vínculos con los demás. Arrancarle inesperadamente a la
vida, como quería Magris, territorios de persuasión. El loro es mucho más que
la imagen paródica de la impotencia del escritor. Gracias a él la sensible
crónica de una abnegada criada se transforma en manos de Flaubert en una de las
fábulas más hermosas de la literatura universal. Una fábula sobre el sentido
del arte, sobre el arte como visión. Porque el arte no habla de lo que tenemos
sino de lo que nos falta, quiere ofrecernos una segunda vida. Eso representa
para Félicité el loro: todo lo que no ha tenido ni tal vez podrá tener jamás.
La promesa de una transfiguración.
De modo que cuando terminen de leer un libro pregúntense si le
falta el loro o no. Así sabrán si ha merecido la pena.
viernes, 18 de diciembre de 2015
Oda al gintónic (emparedado de liras y cuartetas)
Al amor de los bares
me gusta suicidarme con mesura,
beber tiempos y mares
de extensión oscura
con sabor a eternidad y locura.
con ruinas, con hierbas, con licores.
Me gusta tratar con ellos frente a frente,
aunque rabie la resaca entre sudores,
aunque la piel se desmigaje en días
cuando me arañe el sueño la mañana
y la cabeza arda en ironías
entre el ser y no ser de yesca y lana.
Me gusta suicidarme
con breves gotas de ginebra en hielo,
para verme y no amarme,
para que se abra el suelo
y envolver la conciencia en un pañuelo.
martes, 15 de diciembre de 2015
"¿Pueden los poetas ser buenos amigos?" por Manuel Vicent
Un día de otoño de 1977, cuando la Academia sueca lanzó el nombre
de Vicente Aleixandre como premio Nobel de Literatura, unos periodistas
ingleses llamaron a la Embajada española en Londres para que les facilitara
información acerca del galardonado. Alguien les hizo saber que, en efecto, se
trataba de un gran poeta español, pero que era más conocido como actor de cine
y teatro. A bote pronto, aquel tipo de la embajada lo había confundido con el
cómico Manuel Alexandre y así salió la noticia en la primera edición de algún
periódico. Ese error persistió mucho tiempo también en España. Algunos
admiradores se acercaban a la tertulia del café Gijón para felicitarle:
“¡Enhorabuena, don Manuel, por ese Nobel tan merecido!”. Lo siguieron
felicitando en plena calle cuando Vicente Aleixandre ya había muerto y el actor
terminó por dar las gracias.
Vicente Aleixandre, el Nobel auténtico, había nacido en Sevilla en
1898. Pasó la primera juventud en Málaga, donde conoció y se hizo amigo del
poeta Emilio Prados. Instalado en Madrid, estudió Derecho y fue profesor de
Mercantil en la Escuela de Comercio. Pero en 1925 una tuberculosis nefrítica lo
condenó a pasar gran parte de su vida entre la cama y el sillón, convertido en
un convaleciente profesional. Durante la Guerra Civil, a causa de una denuncia
anónima, sufrió el interrogatorio toda una noche en la famosa y siniestra checa
del Bellas Artes, de la que le salvó Pablo Neruda, cónsul de Chile en Madrid.
Vicente Aleixandre llevaba con suma discreción su homosexualidad.
Varado en su sillón de orejas en el chalé de la calle Velintonia, 3, en la
colonia del Metropolitano de Madrid, ejerció el papel de representante del
exilio interior cuando la mayoría de sus compañeros de la Generación del 27 fue
aventada a las tinieblas exteriores o triturada con la muerte y la cárcel por
la represión franquista. Otros también se quedaron. Cuando al poeta Gerardo
Diego se le invitó a trasladarse a Valencia junto con Antonio Machado y otros
intelectuales, el aludido exclamó: “¿Cómo me voy a ir al exilio si me acabo de
comprar un piano?”.
En el mundo de la literatura pende siempre una pregunta insidiosa:
¿pueden ser realmente grandes amigos los poetas y escritores? Vicente
Aleixandre es la respuesta, porque él ejerció la amistad como su mejor poema,
con un oficio casi sagrado. Aun con una movilidad limitada, sin abandonar el
sillón, con una manta en las rodillas y un perro junto a las babuchas, fue el
nudo limpio y propicio entre varias generaciones de poetas, siempre dispuesto a
evitar o solventar rencillas. Cualquier escritor tiene un memorial de agravios
y sabe que jamás será citado por un determinado crítico o periodista cultural,
y en su paranoia creerá que los elogios a otro colega afín siempre son dardos
que desde la oscuridad del resentimiento o de la envidia se disparan en su
contra.
En aquella Residencia de Estudiantes, paradigma de la clara
inteligencia de una élite juvenil, Lorca, Dalí y Buñuel ¿eran amigos de verdad
o más bien estaban devorados por los celos? ¿Qué gatos guardaba Alberti en la
tripa contra Lorca? ¿Por qué aquellos poetas exquisitos despreciaban a Miguel
Hernández? Alrededor de la generosidad y bonhomía de Vicente Aleixandre se
movía aquel grupo de poetas: Dámaso Alonso, Cernuda, Altolaguirre, Prados,
Lorca, Alberti... En una ocasión, Lorca había decidido visitar a Aleixandre y
alguien le advirtió que Miguel Hernández estaba allí en ese momento. Lorca
exclamó: “Si está ese, no voy”.
Versos soleados
Miguel Hernández había llegado a Madrid con unos cuadernos llenos
de versos soleados que olían como el propio autor a campo y cabrío. El joven
poeta iba calzado con albarcas de pastor y llevaba todo su origen rural a
cuestas, pero en aquel pequeño cotarro de evanescentes narcisos donde cayó como
un ser extraño el único que desde el principio ponderó su talento y le dio
amparo afectuoso fue Vicente Aleixandre.
Durante la noche oscura del franquismo, el chalé de Velintonia, 3,
siempre abierto, fue el apeadero por donde pasaban los nuevos poetas para ser
bendecidos, animados o confortados. Jaime Gil de Biedma estuvo muchas veces
allí y fue el emisario que llevó el espíritu de Aleixandre al grupo de poetas
de Barcelona: Carlos Barral, Gabriel Ferrater, José Agustín Goytisolo... Gil de
Biedma narra en su diario de 1956 una de sus primeros encuentros, con poco más
de 20 años. “Visita a Vicente Aleixandre, algo envejecido pero siempre
dispuesto a interesarse y a entender… larga conversación en el jardín…”.
Una tarde, en la tertulia del café Gijón una señora de provincias
se acercó al actor Alexandre y le dijo: “Hay que ver lo bien que le sienta a
usted el Nobel, don Manuel”. Y le pidió un autógrafo.
Cosas que me encuentro en el buzón III
Ayer encontré un caracol en mi buzón. Un caracol vivo. No había cartas de amor, ni de amistad, ni de cortesía, ni siquiera había recibos del banco, ni propaganda del Chárter, ni folletos de los testigos de Jehová, tampoco multas de la DGT. Solo un caracol, vivo, un caracol. Una cáscara babosa pegada al fondo metálico, que no se dignó a sacar el cuerpo cuando le mostré la luz. Un caracol. Eso recogí ayer al descubrir el buzón. Siempre que lo abro, espero encontrar una sorpresa que me cambie la vida, siempre. No sé por qué. Es una esperanza tan frustrante como la de encontrar a un alumno o a un amigo amante de la poesía. Un caracol. Escondido en las profundidades de mi buzón. Huye de la sequía, del sol, de la propaganda electoral, de Bertín Osborne, de las novelas de Maxim Huerta, de las últimas películas de Almodóvar, de la gala de los MTV, qué sé yo. Es posible que solo lo haya espantado el burro que anda suelto en el pinar de al lado. Si no lo hubiera encontrado en un lugar tan emblemático, lo habría incluido en los ingredientes de la paella del domingo, pero todo lo que me encuentro en mi buzón me merece un respeto pese a las frustraciones que me provoca.Si me pongo en lo mejor, este caracol podría ser el augurio de un acontecimiento extraordinario. Las valvas, en la mitología clásica, eran indicio de fortuna. Al final he tenido que recurrir a la ficción, no hay esperanza para la realidad.
domingo, 13 de diciembre de 2015
Cosas que me encuentro en el buzón II
Estimados señores de la DGT, dos puntos, no me gustan nada sus cartas de amor. Recibí una la semana pasada y, como las anteriores, son prosaicas y faltas de todo tacto. Es evidente que quieren penetrar sin vaselina a mi Ibiza. La flor de sus veinte años recién cumplidos lo hace muy apetecible, pero se podrían calentar un poco más la cabeza o echar mano de los manuales de los trovadores o, más sencillo, contratar a algún poeta muerto de hambre que les redactara sus misivas. Al comenzar a leer una carta siempre me emociono, pero con la suya no ha habido manera. Ni siquiera una presentación, ni una concesión a la cortesía. Y lo último, lo de fotografiar el trasero de su pretendido y mandar la foto es de una falta de delicadeza atroz. ¿Cómo pretenden conquistar a nadie con esos métodos? No pienso venderlo por dinero, no soy un proxeneta ni mi auto es un bujarrón cualquiera que se acueste con el primero que le escribe. Acudir al chantaje y a la extorsión no me parece un método nada erótico y no quiero ni hablar del lenguaje que emplean, plagado de gerundios sin curtir y de anacolutos pasados de moda. No voy a pagar para que ustedes enculen a mi Ibiza, ni tampoco voy a responder con un "pliego de descargo", ni con un "recurso de alzada". No me van a confundir. Tras su intento de relación no hay otra cosa que sexo duro y sin amor. Por sus palabras se trasluce que ningún radar en la carretera puede albergar sentimientos sinceros. Les falta tacto, les falta cariño y les sobran los gerundios. Buenos días, punto y final.
sábado, 12 de diciembre de 2015
Cosas que encuentro en mi buzón
De buena mañana, abro el buzón, un sábado sin demasiada historia, y me encuentro un folleto que me sorprende. Una ilustración que parece salida de un manga blanco me pregunta "¿Cómo ve el futuro?", y me da tres opciones: "¿Cree que el mundo seguirá igual?, ¿empeorará?, ¿mejorará?". Me froto los ojos e intento activar mi atrofiada capacidad mental. Si conociera la respuesta a estas preguntas podría abrir una televisión nocturna y ganarme la vida con muy poco esfuerzo, una baraja y un teléfono. Pero el folleto escondía mucho más. Al abrirlo, se me da respuesta a estas preguntas. Sin duda se trata de un partido político con un márketing audaz. El responsable de la sección de empleo, un tal Isaías, propone: "Tendremos trabajo productivo y satisfactorio". El de sanidad, también se llama Isaías: "Dejaremos de sufrir y padecer enfermedades". Y el de bienestar social, un tal Salmo, predice: "Viviremos felices con nuestra familia y amigos para siempre". Y quién es el que se presenta para presidente de este partido: un tal Jehová, apoyado por Jesús. Cito al responsable de bienestar social: "Tanto Jehová como Jesús quieren que tengamos un futuro maravilloso". Y a las 10 de la mañana de un sábado con poca historia, yo me pregunto: ¿por qué no ha participado este Jehová en el debate a cuatro, ni tampoco en el debate a nueve?, ¿por qué no aparecen en los medios de comunicación mensajes que son capaces de activar los circuitos de un sábado sin historia? Me cabreo cuando a la inteligencia se la aparta, cuando se ignora a los que nos pueden conducir al paraíso. Cuando ya estaba convencido de afiliarme al partido desconocido, le doy la vuelta al folleto y se hunden mi excitación y mis ganas de salir del grupo de los indecisos. En negrita leo: "Para aprender más sin costo". Yo sin vicios no soy nada, así que me vuelvo a la cama, a ver si consigo comenzar el sábado con mejor pie.