CUANDO ARRECIA LA bronca pública y la temperatura del delirio,
entre nosotros siempre tan alta, va llegando al punto de ebullición, mi
instinto es el de esconderme y el de retirarme. Uno se esconde como puede en la
vida privada y se retira a un silencio que está hecho en gran parte de las
palabras luminosas y acogedoras de unos cuantos libros, o más bien de las voces
de quienes los escribieron, preservadas en ellos desde hace siglos. “El mundo
está demasiado encima de nosotros”, decía Saul Bellow. El chantaje de la
actualidad y el descrédito de todo lo que no sea nuevo o inmediato lo acosan a
uno más insidiosamente que nunca. Por eso, y por supervivencia, por salud
mental, cuando el estrépito es ya como un martillo neumático taladrando la
acera bajo la ventana, yo busco para esconderme, de manera instintiva, las
voces que más me acompañan y me serenan, como hacía Josep Pla cuando pasaba un
día entero de invierno en la cama leyendo a Montaigne, que tenía sobre él un
efecto a la vez tónico y sedante.
A Pla, Montaigne lo abrigaba contra el frío crudo y el tedio
funeral de la posguerra franquista. A mí me alivia del espectáculo usual de la
palabrería intoxicadora y del encono estéril, y de la extraña propensión
española y antiespañola a echar leña al fuego y preferir lo peor a costa de lo
razonable. Un dicho americano me viene a la memoria: to cut off your nose to
spite your face: literalmente, cortarse uno la nariz para injuriarse la cara,
o, en términos de la política española, hacer todo lo posible por perjudicar al
otro, sabiendo o no queriendo saber que ese otro está tan entreverado a uno
mismo que no es posible hacerle daño o prevalecer sobre él sin precipitar la
propia ruina. Montaigne vivió muy de cerca los horrores de su propia época,
desatados por la mezcla letal de la ambición política y el fanatismo religioso,
y los interpretó a la luz de sus lecturas de los clásicos griegos y latinos,
del estoicismo de Séneca, el epicureísmo de Lucrecio, la perspicacia histórica
y psicológica de Plutarco. Ahora, el risueño cretinismo de los propagadores de
la ignorancia ha puesto de moda la llamada “caducidad de los saberes”: en la
Francia trastornada de mediados del siglo XVI, Montaigne reconoció en las obras
de escritores romanos de más de mil quinientos años atrás el diagnóstico de las
debilidades y las estupideces humanas que había presenciado él mismo: la
facilidad del error, el éxito del engaño, lo incierto y variable de las
inclinaciones y las capacidades humanas, la utilidad de la ironía, la necesidad
de modelar la propia vida autónoma y el ejercicio soberano y escéptico de la
razón. Viviendo en tiempos oscuros, Montaigne no concedía ningún crédito
intelectual a la pesadumbre, y consideraba que uno de los indicios más seguros
de la sabiduría era un disfrute constante de los placeres de la vida, más
valiosos todavía por ser pasajeros e inseguros. Los profesionales de la
ortodoxia, con independencia de las fantasías políticas o religiosas que los
animaban a matarse entre sí, y de paso a cualquiera que se les cruzara por
delante, tenían en común la convicción de que sólo existe una manera legítima
de pensar y vivir, y que fuera de ella no cabe más que la condenación al fuego
eterno, anticipado en ocasiones por el fuego terrenal de un auto de fe:
Montaigne se complace en enumerar la variedad inaudita de las creencias y las
costumbres en las sociedades no europeas, y hasta hace el elogio de la buena
salud, el coraje, la dulzura de trato de los caníbales del Nuevo Mundo, que, al
fin y al cabo, dice, mutilan y se comen a sus víctimas cuando ya están muertas,
en vez de atormentarlas vivas, como prefieren los matarifes militares y los
inquisidores europeos.
Cuando vuelvo a Motaigne es raro que no vuelva también a
Cervantes. Hay un aire común, una música semejante de naturalidad en el estilo,
una observación cercana, meticulosa, escéptica, cordial. Cuando leo, en el
Quijote de 1615, los capítulos que suceden en la casa del Caballero del Verde
Gabán, me parece que estoy visitando una versión manchega y por lo tanto más modesta
del castillo del señor de Montaigne, coronado por esa torre en la que él se
retiraba a leer y a escribir, y en la que también habría ese silencio laborioso
del que habla con admiración y probablemente con íntima envidia Cervantes, que
casi nunca disfrutaría de comodidades semejantes: “El maravilloso silencio que
en toda la casa había, que semejaba un convento de cartujos”. Don Diego de
Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lleva una vida que habría aprobado
Montaigne: apartada en el sosiego de su casa y en la lectura —tiene “hasta seis
docenas de libros”—, pero también activa, de una manera equilibrada, porque se
ocupa de administrar su hacienda y se distrae con la caza menor, y disfruta de
recibir invitados y de ofrecerles una comida “limpia, abundante y sabrosa”.
Montaigne dice que la conversación es “el ejercicio más fructífero y natural de
nuestro espíritu”, “más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida”. Don
Diego de Miranda, igual que sin duda lo era Cervantes, es un excelente
conversador, y hasta Don Quijote, cuando se encuentra en su casa, habla con más
conocimiento y lucidez que nunca, y hay momentos en los que sus reflexiones
sobre la invención literaria, y sobre el uso noble y natural en ella de la
propia lengua en lugar del latín, nos hacen pensar en la prosa de Montaigne.
Que en la política española predomine el monólogo mitinero y que
todo diálogo sea un diálogo de sordos y un guirigay de insultos quizás tenga
que ver con la falta de la tradición reflexiva y conversadora de Montaigne y
Cervantes. En el siglo XVII hubo tentativas de traducción al español de los
Ensayos, pero se quedaron en nada por la presión del integrismo religioso y
político. Montaigne sólo llegó a nuestro idioma a finales del XIX, cuando ya
llevaba varios siglos ejerciendo una influencia vivificadora en la cultura
francesa y también en la inglesa, irradiando su espíritu de indagación y de
irreverencia, su ejemplo de claridad expresiva. Una gran parte del pensamiento
racional y democrático y la escritura crítica vienen de Montaigne, de manera
semejante a como la tradición de la novela viene de Cervantes. En los Ensayos,
como en Don Quijote, se examina la vida tal y como es, con plena conciencia de
la dificultad del conocimiento, y de las fantasías que inventa la imaginación,
y de la capacidad humana para ponerlas por encima de la realidad, y para
cometer estupideces y atrocidades en su nombre, y para obstinarse en no ver lo
que está delante de los ojos.
De la trastienda de uno mismo o la “arrière-boutique” en la que,
según Montaigne, hay que saber esconderse a solas aprendió Virginia Woolf la
idea de la habitación propia que una mujer necesita para escribir. Entre Montaigne
y Cervantes, yo busco el camino para retirarme sin hosquedad ni misantropía y
para estar presente con dignidad y con los ojos abiertos, y a ser posible sin
angustia. •
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