Desocupado lector: esta que empiezas a leer ahora es ya la sexta entrega de Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos. Seis recomendaciones literarias llevamos, y uno de los comentarios más repetidos en las redes sociales es el de «buf, yo ese no me lo pude leer en el instituto». Normal, claro: quien más quien menos guarda una relación digamos, peculiar, con según qué clásicos —a veces incluso con todos ellos— y muchas veces esto es debido a las clases de literatura de nuestra adolescencia. Por lo general, el que amemos o no los libros depende de si tuvimos o no un docente con suficientes dotes celestinescas.
Aunque esto sucede con todas las disciplinas, en el caso de la enseñanza de la literatura podría parecer a primera vista una tarea sencilla, porque leer sabe más o menos todo el mundo y lo único que hay que lograr es que lo que se lea sea de interés para el lector. Y ese es el quid de la cuestión: «A mí me obligaron a leer el Quijote y nunca he podido con él», dicen unos. «Hostia, el Libro de buen amor, no me enteré de nada», braman otros. Y así desde las jarchas hasta el siglo al que se pudiera llegar porque había poco tiempo y el que había era necesario para hablar de fechas y ciudades. No es este el lugar para reclamar que los responsables de Educación se den cuenta de que a un adolescente, por lo general, le va a dar muy igual el año de nacimiento y muerte de Emilia Pardo Bazán. Pero quizás sí lo es para que usted, lector, reflexione sobre cuánto tiene que ver su relación con los clásicos con lo que sucedió —o sucede, quién sabe si nos leen alumnos de enseñanzas medias— en el instituto.
Y es que hay libros que, por muy buenos que sean, no se disfrutan igual a los quince años. Ojo, no decimos que no se comprendan sino que no se disfrutan. Y cuando alguien no disfruta con la literatura, lo normal es que se aburra con ella. El Cantar de mío Cid, por ejemplo. Recuerde ese famoso y terrible verso: «Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor». Deténgase un momento para leerlo despacio y en voz alta, repitiéndolo las veces que sea necesario. Marque las consonantes y abra bien la boca para pronunciar todas las vocales de cada diptongo. Hágalo delante del espejo: si se asusta de su parecido con Jim Carrey es que van por buen camino. Exagere ahora un poco las sílabas sobre las que recaen los acentos rítmicos (Dios, sa, vie, ñor). Es muy posible que así aprecie mejor el sabor árido y profético de este verso. Por último, mantenga en el paladar unos segundos esa mezcla de sonido y ritmo con significado propio mientras piensa en algún caso de alguien que haya sido condenado por hacer bien su trabajo o acusado en falso para que no siguiera cumpliendo con su deber. Si todo va bien, y ojalá que sea así, algo en su cabeza unirá todos esos elementos (lo que se dice, el cómo se dice y el cómo suena) y usted se sorprenderá al descubrir que un texto escrito hace ochocientos años contiene una frase que se ajusta como un guante doloroso a quien ha sufrido el abuso del poder. Ahora pregúntele a su yo adolescente qué le decía esa frase que pronuncian los lugareños que se ven obligados a cerrar las puertas para no dar cobijo al Cid en su destierro. Sí, es una frase que se entiende, no es especialmente complicada desde un punto de vista gramatical. Pero hay que llevar unas cuantas arrugas en la mochila para apreciar en toda su inmensidad ese grado de compasión y empatía tan solemne como impotente.
También hay libros con los que ocurre todo lo contrario. Libros que o lees de joven o ya de adulto te parecen triviales. Y no nos referimos solo a la saga de El pirata Garrapata, sino incluso algún que otro clásico. Quien lee por primera vez El guardián entre el centeno a los treinta y tantos, por ejemplo, tiene muchas papeletas de que le parezca la historia de un niño bobo y malcriado. Pero quizás unos cuantos años antes hubiera empatizado hasta lo enfermizo con ese joven que se siente incomprendido y que realiza el sueño frustrado que todos tuvimos una vez: escaparnos de casa.
Y luego están los libros eternos. Los libros que no solo seguirán funcionando dentro de muchos siglos sino que valen para cualquier edad. Aquellos que admiten múltiples lecturas que se van desvelando según el lector va creciendo. Uno de estos libros es, claro que sí, La isla del tesoro. Pero, por alguna razón que se nos escapa, cuando pensamos en clásicos no siempre tenemos en cuenta aquellos que pertenecen a esos géneros que la gente de voz engolada considera «menores»: es lo que sucede con la novela de aventuras o con la novela gótica. Pasa con Julio Verne, con Emilio Salgari, con Edgar Allan Poe, con Arthur Conan Doyle, con Howard Phillips Lovecraft y, por supuesto, con Robert Louis Stevenson, autor de tesoros como La isla del ídem o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Sí, sabemos que son clásicos. Llevan escritos desde hace la tira de tiempo, fíjate, cómo no van a ser clásicos. Pero hay cierta condescendencia en el mundo académico al referirse a ellos, como si fueran clásicos de segunda división. Como si ser adulto supusiera tener que renegar de esos libros que nos convirtieron en ese mismo adulto.
Pero esto no sucede en todos los sitios. En el mundo anglosajón estos géneros gozan de cierto prestigio, al igual que sucede, por ejemplo, con la literatura infantil. El orgullo que sienten ingleses y estadounidenses por su literatura fantástica —que no fantástica literatura, aunque también— se nos queda a los españoles un poco lejano entre otras cosas porque Cervantes se encargó de dejarnos claro que los libros con dragones y magos son cosas de gente loca. Lo que es una lástima, porque por culpa culpita de ese prejuicio nos perdemos algunas obras maestras de la literatura que llevan tiempo haciendo las delicias de los que no tienen tantos miramientos hacia la verosimilitud de lo imposible.
En lo que sí estaría de acuerdo Cervantes es en que, al menos una vez en la vida, hay que leer una novela de piratas, y la de Robert Louis Stevenson es la madre de todas ellas. No la primera, claro. Ya en la literatura de la antigua Grecia los piratas hacían sus primeros pinitos. Pero La isla del tesoro contiene casi todo lo que se nos pasa por la cabeza cuando pensamos en este tipo de novelas: un cofre con doblones de oro, un mapa del tesoro, barriles para esconderse dentro de un barco, piratas con cuchillos entre los dientes, piratas abandonados en islas desiertas, piratas cojos con loro en el hombro… Y, por supuesto, mucho ron, ron, ron, la botella de ron.
Pero si es lo de siempre, ¿para qué leer el libro si ya nos lo sabemos? Qué preguntas, oiga. Pues porque este es el original. Y cuando decimos original no nos referimos al más antiguo, que ya hemos dicho que no lo es, sino almás genuino. Dejemos ahora a un lado el hecho de que los ingleses se beneficiaron en muchos casos del pillaje marítimo. Quedémonos en que, por lo general, los piratas siempre habían sido los malos del cuento. Y entonces llega Stevenson y nos presenta a Long John Silver, alguien de quien huiríamos en la vida real pero hacia quien, como personaje literario, es imposible no sentir fascinación. Y esto es así porque el mismo Stevenson no tenía muy claro que la sociedad a la que pertenecía fuera su opción de vida preferida.
Criado en la rigidez victoriana del siglo XIX, nuestro autor mandó a hacer puñetas los planes de su padre de heredar la empresa familiar y se marchó a California con una mujer casada (oh, qué escándalo). Stevenson sufría de una salud tirando a regular y cuando los médicos le recomendaron un clima más cálido se lio la manta a la cabeza y se trasladó a Samoa, donde pasó el resto de su vida y fue enterrado, casi en las antípodas de su Escocia natal.
¿Por qué nos interesa esto para recomendar la lectura de La isla del tesoro? Porque, como sucedía en muchos de los comentarios literarios de instituto en los que hablábamos del contexto sociocultural del autor y cosas de esas, la vida de Stevenson está muy relacionada con su obra. En sus páginas se respira el deseo de huir de un mundo estable pero aburrido de solemnidad mientras se sopesa la dualidad del bien y el mal como parte esencial e indivisible del ser humano. Es lo que sucede con Long John Silver y en mayor medida con la otra gran novela de Stevenson: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.
Pero no se trata de leer un libro tan solo porque su autor tuvo más huevos que nosotros, pobres almas grises que preferimos la comodidad de nuestra rutina y el olor de nuestras colchas. La isla del tesoro debería leerse y releerse porque, ya lo hemos dicho, es una de esas novelas que con los años va descubriendo nuevas capas de lectura. Se podrían clasificar las etapas de la vida de una persona a través de sus percepciones de dicha novela a lo largo de los años.
Qué demonios. No es que se pueda hacer esa clasificación, es que de hecho vamos a hacerla ahora mismo.
El momento ideal para leer La isla del tesoro por primera vez es de niño, a los diez o doce años. Nuestra mirada inocente se parece mucho a la de Jim, el protagonista, al principio del libro. Descubrimos la trama con él con su misma fascinación, y cuando él pisa por primera vez las tablas de La Hispaniola queremos estar allí y escondernos en ese barril para escuchar una conversación terrible. Y sabemos —porque a los diez años las cosas no se imaginan sino que se saben— que algún día seremos nosotros los que pilotaremos ese barco para navegar por el inmenso mar que es la vida que aún tenemos por delante.
La segunda lectura es la del adolescente impetuoso, que encuentra irresistible que Jim sea el héroe que lo soluciona todo. Jim se escapa, Jim roba el barco a los piratas, Jim se nombra a sí mismo capitán de La Hispaniola. ¿A quién le importan entonces las opiniones de Livesey, Smollett y Trelawney, que son los típicos adultos al mando que no saben nada del mundo real?
En torno a los veinte años nos sentimos iluminados por la oscuridad de la novela. Es ahí cuando se desvela nuestra bella e incomprendida atracción hacia los malvados. Long John Silver, el taimado y peligroso cocinero, se nos aparece como un renegado, un rebelde astuto y encantadoramente manipulador. ¿Cómo no amar a alguien con semejante afán autodestructivo?
Rondando los treinta reflexionamos sobre la relación con nuestros padres, cuánto de ellos hay en el adulto que somos y cómo nos las apañaremos si algún día llegamos a tener hijos. Si en ese momento releemos La isla del tesoro lo que más llamará nuestra atención será el darnos cuenta de que Jim, huérfano de padre, siente más afinidad hacia Silver que hacia el resto de las otras posibles figuras paternas del libro. Algunos incluso sonreímos con emoción cuando vemos que esa afinidad es mutua, y que la admiración que Silver siente hacia Jim es tan peligrosa como sincera.
A los cuarenta, el poco tiempo libre que nos concede la paternidad nos hace soñar en secreto con escapar y gozar de ese mundo en libertad que sabemos que ya no será parte de nosotros sin dejar a alguien en la estacada. Es el momento de desempolvar nuestra novela de piratas favorita para degustar el hermoso canto a la soledad que encierra el libro: frente a la ruidosa multitud de la tripulación, frente a los motines, luchas y explosiones, Jim es un héroe que resuelve las cosas a solas. Y así, más de un cuarto de siglo después de haberla leído por primera vez, seguimos sintiendo un poco de envidia ante la euforia de Jim con su recién estrenado mando de capitán y cómo su conciencia, que antes le había recriminado por su temeridad, había enmudecido ante la gran victoria que había supuesto.
Llegan los cincuenta y al echar la vista atrás nos preguntamos qué podría haber sido de nosotros si hubiéramos tomado un camino distinto en ese jardín de senderos que se bifurcan al que nos gusta llamar vida. ¿Qué habrá sido de aquellos amigos a los que abandonamos o que nos abandonaron, aquellos a quien un día consideramos miembros imprescindibles de la tripulación de nuestro día a día? Ahora que las energías ya no son las mismas y no nos sentimos con las fuerzas necesarias para lanzarnos a alta mar, algunas noches nos da por pensar que si tuviéramos una segunda oportunidad haríamos las cosas de otro modo. Y entonces recordamos a Ben Gunn, el pirata abandonado por los suyos en una isla desierta que consigue redimirse a lo largo del libro.
A los sesenta creemos conocer, al menos de oídas, todo lo que merece la pena conocer. El mundo es de una forma determinada que hemos moldeado según nuestra propia experiencia y la llegada de los nietos nos ayuda a renegar de la temeridad de Jim y de la maldad retorcida de Silver. Nuestro héroe ahora es el doctor Livesey, cuya mezcla de serenidad y rigor incluso en los momentos más peligrosos es el único modo posible de solucionar cualquier problema en nuestro entorno más cercano.
A los setenta, la juventud ya no es un divino tesoro sino un país lejano y diminuto al que miramos con simpatía y algo de condescendencia. Es el momento, sin embargo, de recordar las pasiones auténticas de la adolescencia, cuando aún no sabíamos nada de la vanidad del mundo y sus placeres. Será entonces cuando mejor apreciemos que Jim sea el único personaje al que le interese más la aventura que el oro y que ni siquiera le emocione la posibilidad de ir a buscar el nuevo tesoro del que se habla hacia el final del libro.
A los ochenta tenemos la total certeza de que la vida es ante todo un viaje. La isla del tesoro es una lección de vida que comienza con un niño descubriendo un mapa misterioso y termina con ese mismo niño, ya hombre, que ha luchado contra el mal, contra el bien y contra sí mismo. Ha sido un proceso de aprendizaje completo tras el que solo queda descansar con la satisfacción de haber hecho lo que siempre quisiste hacer. Y con la modestia de Jim, que nunca presume de sus hazañas.
A los noventa, puesto ya el pie en el estribo, la vista nos escasea y hay días en que las manos apenas pueden sujetar con fuerza el bastón en que nos apoyamos. Tras perder a mucha gente en el camino los personajes ya no nos parecen tan importantes como la descripción del mundo que ya no podremos conocer. Hemos vivido el amor y la derrota, el desencanto y la esperanza y quién sabe si a pesar de ello o como una consecuencia lógica sabemos que el mundo es un lugar extraordinario que pese a todo ha merecido la pena. La Hispaniola ya no es sinónimo de aventura sino el barco en que haremos nuestro último viaje mientras nos dejamos fascinar por la belleza de la luz del sol y sus matices infinitos.
Por supuesto, esto es solo una propuesta de lecturas y relecturas. No nos cansaremos de decir que todo clásico tiene tantas interpretaciones como lectores, así que disponen ustedes de toda una sección de comentarios esperándoles para que aporten las suyas.
AYUDA PARA VAGOS Y MALEANTES:
Si aún así se atreve a reincidir en el pecado abominable de no leer a Stevenson, recuerde que tiene a su disposición una buena cantidad de versiones. Las múltiples adaptaciones cinematográficas de La isla del tesorosuelen ser conocidas por el actor que daba vida a Long John Silver. Es el caso de la de Orson Welles en 1972 y la de Charlton Heston para televisión en 1990, con cameos incluidos de Christopher Lee y Oliver Reed, entre otros. Pero si quieren ver algo divertido y apasionante al mismo tiempo, no se pierdan la versión de los teleñecos con Tim Curry (sí, el payaso terrorífico de It) como Silver. Puede parecer poco serio recomendar esta versión, pero es bastante más interesante que El planeta del tesoro, versión sci-fi de Disney.
Si es usted de los que disfrutan con lo que pasó antes o después de la historia, está de suerte. Dado el tremendo éxito de su novela, el propio Stevenson escribió otros textos con algunos de los personajes, y poco después de su muerte ya comenzaron a aparecer secuelas y precuelas. Una secuela contemporánea a la que merece echar el ojo es Retorno a la isla del tesoro, escrita en 2012 por Andrew Motion en la que el hijo de Jim y la hija de Silver buscan el tesoro que no fue encontrado en el libro original. En cuanto a precuelas, una cita ineludible es Black Sails, una serie de 2014 con el capitán Flint como protagonista y en la que Silver es un jovencito recién enrolado en su tripulación.
Pero si lo que quieren es volver a sentirse niños, nada como revisar esta serie de animación japonesa de 1978.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, no diremos aquello de «qué envidia me das» si no han leído jamásLa isla del tesoro: cualquier lectura de la novela que no hayan hecho es algo que ya se han perdido para siempre. Pero aún están a tiempo. Corran a buscarlo y prepárense para realizar, literalmente, el viaje de su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario