lunes, 13 de abril de 2015

Dublineses II


El viajero necesita de unos días para aclimatarse al nuevo destino, para asentarse con confianza en los taburetes de los bares, para afianzar su paso sobre el asfalto. Los dublineses hacen este tránsito más breve. Al segundo día, el viajero es capaz de sentirse tan a gusto como en el salón comedor de su casa: el sofá es el pub; y la pinta, el mando de la televisión.
Las visitas turísticas en Dublín son una mera excusa para contactar con los conserjes del ayuntamiento y los empleados del Trinity College. Su buena disposición ayuda a no dar demasiada importancia al sentido de la visita. A falta de grandes descubrimientos arqueológicos, podemos indagar en la transparencia sincera de su piel, capaz de apaciguar al más airado de los visitantes. Su sonrisa suena tan cristalina como el chorro de alivio sobre la porcelana de los urinarios. Ni el City Hall, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patrick cortan el aliento, pero no hace falta. Las profesiones en los que uno solo suele encontrar hiel y cuero gastado: camareros, recepcionistas de hotel, policías..., aquí se identifican con las buenas maneras. No les hace falta ningún museo de cadáveres para atraer al viajero. Dublín es tan sabroso como el pan con aceite, tan aromático como un salmón ahumado, tan mullido como la espuma de una pinta. En el barrio de Temple Bar, incluso más allá, las taberneras saben a labios de cebada, a piel de café y a banderas sin colores. No se debería comer en los pubs, en estos templos del alcohol, como no se debe jugar al mus en la casa del Señor. Entretanto, el músico de la guitarra acústica se desgañita entre gritos de españoles que han invadido las tabernas sin que cunda la alarma (no somos ingleses).
Las calles de Dublín han sido tomadas por los escritores muertos y por las gaviotas. Cuando uno espera en la habitación del hotel a que suene el despertador, oye los gañidos de estos pajarracos. Se ríen por su victoria. Al salir a la avenida, una de ellas, soberbia, se muestra sobre el monumento de O´Connell, héroe de la independencia irlandesa. La cabeza del "libertador" es su retrete. Se caga en la patria como James Joyce, en un hermanamiento de escritores muertos y aves estridentes que no acaba aquí. Decía el autor del Ulises que Irlanda era una vieja cerda que devora sin piedad a su lechigada, sin duda, Joyce ha enviado a las gaviotas para que se venguen del crimen, de las hambrunas que quedan reflejadas en unas esculturas de bronce en la margen del río. "Famine", reza el conjunto escultórico. Escalofriante el padre famélico que carga en sus hombros al hijo muerto, como el pastor a la cría de la oveja recién nacida. El pasado terrible queda congelado en el paseo, justo donde el día anterior se lanzaban a las aguas dos borrachos desafiando al aire afilado de la tarde.
Y mientras las gaviotas profanan la memoria de los héroes, los escritores muertos aparecen por todos lados: en los pubs, en las calles, en los parques, en las franquicias italianas, en los retretes... Becket, Bernard Shaw, Wilde, Joyce, Swift, Emmet y las gaviotas enseñan sus picos curvos en cualquier esquina, en cualquier urinario. Tan hirientes son las cagadas del ave sobre el busto del héroe de la independencia como las voces de los poetas muertos. Todos ellos también defecaron sobre las cabezas de bronce de sus próceres y de su patria. Dublín los ha convertido en una franquicia más de la literatura y pasea sus rostros dormidos hasta en los locales de tatuajes.

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