Desde hace unos años, cada noviembre se representa en el madrileño Campo de Cebada una versión actualizada deDon Juan Tenorio de José Zorrilla. Se trata de una propuesta financiada por crowdfunding que propone, entre otros aspectos, recordar que el teatro por antonomasia es la reunión del pueblo ante el hecho teatral. Aquí se puede encontrar toda la descripción del proyecto, del que la prensa nacional se hizo eco en su momento. Como todas las iniciativas, este don Juan dirigido por César Barló (uno de los directores jóvenes más interesantes y comprometidos de la escena actual española) tiene sus detractores y sus admiradores. Es algo que suele suceder siempre que se pone en pie cualquier adaptación del mayor mito literario de nuestro país, desde que Tirso de Molina (o quien fuera el genio) escribió El burlador de Sevilla. Sin ir más lejos, el que esto escribe mantiene desde hace años una bella relación de amor/odio con el texto de Zorrilla: lleno de ripios imposibles, pero con un ritmo y una teatralidad que no siempre la dramaturgia española ha sabido igualar.
Viene todo esto a cuento de un artículo aparecido hace unos días en La Marea, un medio que apuesta por la regeneración democrática de nuestro país. El artículo en cuestión parte de una premisa indiscutible (a saber, que el personaje de don Juan es un chulo camorrista y violento) para concluir que «forma parte de una tradición que habría que desterrar de una vez por todas» y que «la violencia simbólica del Tenorio debería ser repudiada de oficio por quienes hablan de crear espacios de ciudadanía».
Mucho se podría decir para rebatir este punto de vista, pero en el fondo esta polémica es tan antigua como la propia literatura. ¿Debe ser el arte un reflejo de la virtud? ¿No es acaso necesario mostrar también los defectos humanos para poder reconocerlos y vencerlos? ¿Es machista la obra llamada Don Juan Tenorio o lo es su personaje principal? ¿No es el texto de Zorrilla (así como los de Tirso, Molière, Mozart, Antonio de Zamora…) un ejercicio moralizante que nos enseña que quien sigue esa conducta termina siendo castigado por la justicia humana, divina o poética? ¿Es nuestra lectura tan simple como para deducir que series actuales como Dexter, Mad Men, Breaking Bad o The Wire incitan al asesinato, a la infidelidad y al tráfico de drogas solo porque sus protagonistas se sitúan al otro lado de la ley o la moral? Y más allá de gustarnos o no la figura del Tenorio, ¿no es el feminismo una causa mucho más seria y necesaria que el preocuparse por si don Juan se tira o no a una monja, o si al final de la obra es redimido por su amor?
Nuria Varela, autora del artículo, se pregunta si no existe en el teatro español «otra obra que genere emoción, consenso, disfrute y que, efectivamente, pueda considerarse su representación un acto comunitario». Es difícil encontrarla, la verdad. Intenten recordar ustedes otra obra de la que la práctica totalidad de los españoles conozca cuatro versos seguidos. No, ¿verdad? Nos guste o no, el Tenorio forma parte de nuestra tradición literaria. Esa tradición que, vuelvo a citar, «habría que desterrar de una vez por todas».
Hablemos claro: la tradición que necesitamos desterrar de una vez por todas en este país es la de prohibir los libros. El cierre de los teatros en el Siglo de Oro, el de las fronteras y universidades durante el reinado de Fernando VII, la prohibición de que las mujeres accedieran a estudios universitarios durante muchos siglos, el destierro de Unamuno, el asesinato de Lorca y la censura franquista (por poner solo algunos ejemplos punteros de esa tradición tan española) tienen un denominador común: la proclamación de un orden constituido en torno a una idea en cuyo nombre se deben prohibir determinadas obras literarias. Es cierto que en el artículo antitenoril no se mencionan en ningún momento conceptos como prohibición o censura sino el más suave destierro; pero ya somos todos lo suficientemente mayores como para reconocer un eufemismo cuando nos lo encontramos de frente.
¿Qué queremos entonces? ¿Quemar libros en la plaza mayor del pueblo? Si es así, digámoslo bien alto. Porque si a partir de ahora el rasero para medir la literatura es el machismo del texto, nos vamos a ahorrar mucho en bibliotecas. Así que, como es posible que esta regeneración democrática y revolucionaria se consolide y logremos un futuro justo y fraternal en el que no haya lugar para las obras literarias perjudiciales, contribuyamos desde hoy mismo proponiendo una lista de lecturas peligrosas. Que haberlas haylas, por supuesto. Y si son muchas no pasa nada. Todas desterradas. El futuro que nos aguarda seguro que nos proveerá de autores y autoras que nos fascinarán lo suficiente como para no echar de menos aquellas obras que hoy en día consideramos imprescindibles.
Empecemos por los orígenes: la Iliada, la Odisea y laEneida. Tres obras sobrevaloradas en las que las mujeres son malas, dóciles y sumisas. Esa Helena de Troya por cuya culpa comienza una guerra, esa Penélope que espera durante años el regreso del marido que ha preferido irse a la guerra, esa Dido enamorada que se quita la vida al ser abandonada por el héroe misógino. Desterremos todas ellas, acompañadas por el resto de la mitología griega con la Metamorfosis de Ovidio a la cabeza, donde ese cabrón de Zeus le ponía los cuernos a su querida esposa disfrazándose nada más y nada menos que de lluvia dorada. Y otro tanto con las tragedias griegas, por supuesto: ¿qué es eso de que existan mujeres como Medea, asesinas de sus propios hijos solo por vengarse de su marido? ¿Qué decir de la Orestíada, donde la malvada Clitemnestra ha conspirado para matar a su esposo? ¡Al fuego purificador con semejantes barbaridades! Y no me hablen ahora de Antígona: mucha imagen de revolucionaria contra el poder dictatorial de Creonte, sí, pero bien que se alegraba de ser una niña sumisa a los caprichos de su padre en Edipo en Colono.
La Edad Media está repleta de historias que es mejor que nuestros descendientes no conozcan, no sea que cojan ideas: quién sabe si el elevado número de mujeres violadas cada año en todo el mundo se debe a la mala influencia del Cantar de mío Cid y el episodio de la afrenta de los infantes de Carrión. En el Libro de buen amor, el autor se atreve a relatar ¡jocosamente! sus aventuras amorosas riéndose de las gordas, las feas y las brutas. Por supuesto, los malvados islamistas trajeron obras muy perjudiciales a la Península: es el caso delCalila e Dimna, cuya adaptación medieval a nuestras letras tomó el título de Sendebar. Mucho cuidado con este libro, amigas: se trata de una colección de cuentos de influencia árabe, persa e hindú que lleva el sobrenombre de El libro de los engaños y de los ensañamientos de las mujeres. ¿Necesito decir algo más o lo condenamos ya a la hoguera? Porque los cuentos son así, que en la brevedad está el peligro. No hay más que recordar el Decamerón y esas pobres mujeres engañadas por hombres manipuladores que solo pretenden meterse entre sus piernas para enseñarles a meter el diablo en el infierno. Otro tanto sucede con Los cuentos de Canterbury, y por supuesto en Las mil y una noches: piensen en la pobre Scherezade, sin saber durante casi tres años seguidos si va a morir al día siguiente o no. O la literatura de viajes medievales, donde no aparecen mujeres viajeras. O la hagiografía, con el modelo de virtud mariana de Gonzalo de Berceo. Casi mejor metemos toda la literatura medieval en un saco, que además está llena de antisemitismo y antiislamismo y no puede ser que basemos nuestro futuro en la perpetuación del racismo. La Divina comedia podría tener un pase; pero solo el Paraíso, porque está muy bien que sea una mujer la que guíe al protagonista. Nada de Infierno ni Purgatorio, seamos serios. Que ahí hay muchas mujeres condenadas por ser infieles a sus maridos. A ver si en nuestra revolución las mujeres no van a poder gozar de una libertad sexual. Libertad ante todo, señoras y señores. Aunque para ello haya que eliminar la libertad de acceder a según qué libros.
¿Qué podemos hacer con el Orlando furioso de Ariosto, con el mito artúrico creado por Chrétien de Troyes y con la posterior oleada de novelas de caballerías? No existe otra opción que la de enviarlas al fondo del mar, porque fueron esos malvados libros los que comenzaron a difundir la peligrosísima idea de los caballeros andantes que tenían que proteger y liberar a las damiselas en peligro. La otra cara de la moneda está representada por la Celestina, donde parece ser que no puede existir una mujer inteligente si no es puta.
Es obvio también que existe un consenso acerca de que el Siglo de Oro español es una fosa hedionda de machismo a flor de piel. Da lo mismo que existan monólogos que defiendan tan intensamente la libertad de la mujer como el de Dorotea en el Quijote, el de Laurencia en Fuenteovejuna, el de Tisbea en El burlador de Sevilla o los de Magdalena en El vergonzoso en palacio. Vista en su conjunto, es muy probable que no exista ninguna literatura anterior a esta en la que cobren tanto protagonismo las mujeres que quieren ser dueñas de su propio destino. Pero no importa: existen un puñado de dramas de honor en los que la mujer tiene que morir aunque solo sea por una sospecha. Y eso es suficiente como para enviar todo el Siglo de Oro al cajón del olvido del que nunca debió salir.
Nada de todo esto es comparable con el malvado Shakespeare, cuyos grandes personajes femeninos son manipuladores y sanguinarios o simples marionetas que sufren las acciones de los hombres sin ningún control sobre su vida. A no ser, claro, que sean mujeres a las que hay que apalear y hasta matar. Ese y no otro es el punto en común entre Lady Macbeth, Goneril y Regan (las hijas malas de El Rey Lear), Ofelia, Julieta y Desdémona. Es cierto que algunas mujeres shakesperianas son más proactivas: Rosalinda y Porcia en Como gustéis y El mercader de Venecia, por ejemplo. Pero ambas tienen que vestirse de hombres para solucionarlo todo, así que de nuevo nos vemos en la obligación de mandar a Shakespeare al cadalso. Y no seguimos, porque no queremos tener que rasgarnos las vestiduras al recordar esa apología de la violencia doméstica que es La fierecilla domada. En cuanto a Molière, ni nos detendremos a analizarlo: que se atreva el muy rufián a tener obras como Las preciosas ridículas o La escuela de las mujeres nos debería llevar a denunciarlo al tribunal de ofensas literarias que aún tenemos que fundar.
Tenemos la suerte, eso sí, de contar con el modélico siglo XVIII. Tras nuestra gloriosa revolución igualitaria, en todos los teatros patrios (si es que decidimos finalmente que siga habiendo teatros, claro) se repondrá El sí de las niñas de Moratín, obra divertida y gratificante como pocas. Después tendremos que taparnos la nariz de nuevo ante el siglo XIX, lleno de delitos literarios: Bécquer y su falso sentimentalismo lleno de misoginia; las mujeres engañadas, locas y mendigas que pueblan Fortunata y Jacinta; y sobre todo, las tres grandes novelas europeas sobre mujeres infieles: Anna Karenina, Madame Bovary y La Regenta. Desgraciadas e incomprendidas mujeres escritas y descritas por insensibles manos masculinas: no parece casualidad que las tres terminen siendo castigadas tras (re)plantearse su felicidad conyugal. Y es que la justicia poética masculina no tiene piedad alguna con las pecadoras. No, no insistan. Será mejor que nos detengamos aquí, porque el siglo XX es un espejo de inmundicias y ejemplos perniciosos. ¿O acaso existe obra más machista queLa casa de Bernarda Alba?
Este rápido recorrido podría seguir ad nauseam, pero creo que es más que suficiente para entender lo que quiero decir. En su Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro, Cotarelo Mori hace un exhaustivo repaso por todo tipo de textos en contra y a favor de la comedia. Son más de setecientas páginas repletas de joyas en contra del arte teatral, los actores y los poetas. No es necesario indagar mucho para encontrar textos como el que sigue:
Por donde concluyo que de mi parecer, aunque vale poco, no solo se habían de derribar los teatros y desterrar los poetas de estas cosas, sino cerrar las puertas de las ciudades y pueblos a los comediantes, como a gente que trae consigo la peste de los vicios y las malas costumbres.
Este texto del siglo XVI, firmado por un fraile dominico llamado fray Antonio de Arce, tampoco menciona la palabra prohibir. A él también le gusta utilizar desterrar para eliminar por siempre de su mundo «la peste de los vicios y las malas costumbres». Las mismas que caracterizan al protagonista de Don Juan Tenorio, «el prototipo de aquello que buena parte de la ciudadanía queremos erradicar». Ustedes dirán qué hacemos entonces: o nos ponemos a prohibir libros por si acaso, o dejamos que existan y que cada uno se acerque a ellos como le apetezca y que saque la conclusión que considere oportuna.
Quizás sea más productivo, en nombre de ese futuro solidario que deseamos y necesitamos, reivindicar todo aquello relacionado con la cultura. Los libros, no lo olvidemos, son la mejor ayuda para desenmascarar a aquellos que se postulan como la cura para la sociedad enferma en la que vivimos; pero que, en el fondo, no distan mucho de ser como el cura y el barbero del Quijote que tanto gustaban de quemar libros.
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