viernes, 31 de octubre de 2014
"Hace mucho tiempo que no existo" fragmentos de Fernando Pessoa
Las ilusiones, el conocimiento, el entendimiento, la cultura, la sensibilidad. Esos son algunos de los temas de reflexión de Fernando Pessoa, uno de los grandes escritores europeos del siglo XX. Esta semana la editorial PreTextos publica una nueva edición de su Libro del desasosiego en traducción de Antonio Sáez Delgado. Adelantamos cuatro fragmentos.
(1929?). El cansancio de todas las ilusiones y de todo cuanto hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el cansancio anticipado de tener que tenerlas para perderlas, la amargura de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían ese final. La conciencia de la inconsciencia de la vida es el martirio más grande impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes –brillos del espíritu, corrientes de entendimiento, misterios y filosofías– que tienen el mismo automatismo que los reflejos corpóreos, que la gestión que hacen el hígado y los riñones de sus secreciones.
(25/4/1930). ¡Remolinos, remolinos en la futilidad fluida de la vida! En la plaza grande del centro de la ciudad, el agua sobriamente multicolor de la gente pasa, se desvía, forma charcos, se abre en riachuelos, se junta en arroyos. Mis ojos ven sin atención, y construyo en mí esa imagen acuosa que, mejor que cualquier otra, y porque he pensado que iba a llover, se ajusta a este incierto movimiento. Al escribir esta última frase, que para mí expresa exactamente lo que define, he pensado que sería útil poner al final de mi libro, cuando lo publique, bajo las «Erratas», unas «No erratas», y decir: la frase «a este incierto movimientos», en la página tal, es exactamente así, con las voces adjetivas en singular y el sustantivo en plural. Pero ¿qué tiene esto que ver con aquello que estaba pensando? Nada, y por eso me permito pensarlo. Alrededor de los vehículos de la plaza, como cajas de cerillas móviles, grandes y amarillas, en las que un niño clavase inclinada una cerilla quemada para hacer de torpe mástil, los tranvías gruñen y chirrían; al salir, emiten un agudo silbido metálico. Alrededor de la estatua central las palomas son migajas negras que se mueven, como esparcidas por el viento. Dan pasitos, gordas sobre sus pequeñas patas.
(1930?). Hay una erudición del conocimiento, que es propiamente lo que se llama erudición, y hay una erudición del entendimiento, que es lo que se llama cultura. Pero hay también una erudición de la sensibilidad. La erudición de la sensibilidad no tiene nada que ver con la experiencia de la vida. La experiencia de la vida no enseña nada, como la historia no informa de nada. La verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el análisis de ese contacto. Así, la sensibilidad se ensancha y ahonda, porque todo está en nosotros; basta que lo busquemos y sepamos buscarlo. ¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier puesta de sol es la puesta de sol; no es necesario ir a verla a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que provocan los viajes? Puedo tenerla al salir de Lisboa hacia Benfica, y tenerla con más intensidad que quien va de Lisboa a China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera», dijo Carlyle, «hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo». Pero la carretera de Entepfuhl, si la seguimos hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que Entepfuhl, donde ya estábamos, es el mismo fin del mundo que íbamos buscando. Condillac empieza así su célebre libro: «Por más alto que subamos y más bajo que caigamos, nunca salimos de nuestras sensaciones». Nunca desembarcamos de nosotros mismos. Nunca llegamos a otro, sino otreándonos a través de la imaginación sensible de nosotros mismos. Los verdaderos paisajes son los que creamos nosotros mismos, porque así, siendo dioses suyos, los vemos como son verdaderamente, que es como fueron creados. No es ninguna de las siete partidas del mundo la queme interesa y puedo ver verdaderamente; es la octava partida la que recorro y es mía. Quien ha cruzado todos los mares ha cruzado solamente la monotonía de sí mismo. Ya he cruzado más mares que todos. Ya he visto más montañas de las que hay en la tierra. He pasado por más ciudades de las que existen, y los grandes ríos de ningún mundo han fluido, absolutos, bajo mis ojos contemplativos. Si viajase, encontraría la copia mala de lo que ya he visto sin viajar.
(8/1/1931). Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que haya vivido, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo de pensar y sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación. Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que casi no sueño. Las calles son calles para mí. Cumplo con mi trabajo en la oficina concienzudamente, pero no puedo decir que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, pero siempre soy otro por detrás del trabajo. Hace mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo. Nadie me distingue de quien soy. Ahora me he sentido respirar como si hubiese practicado algo nuevo o atrasado. Empiezo a ser consciente de tener conciencia. Quizá mañana me despierte para mí mismo, y tome de nuevo el curso de mi propia existencia. No sé si, con ello, seré más o menos feliz. No sé nada. Levanto la cabeza de paseante y veo que, sobre la ladera del Castillo, el ocaso arde al otro lado en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la ladera es suave al caer la tarde. Al menos puedo sentirme triste, y ser consciente de que, con esta tristeza mía, se ha cruzado ahora –lo he visto con el oído– el ruido repentino del tranvía que pasa, la voz casual de los jóvenes que charlan, el susurro olvidado de la ciudad viva. Hace mucho tiempo que no soy yo.
Metamorfosis del senador ascético
Era de piel fina,
casi transparente.
Sus ojos, limpios,
como una sábana.
No lucía sombras,
ni aditamentos,
se lavaba la cara
con agua de la mañana.
En sus discursos
había contradicciones,
dudas, salvas humanas.
No aseguraba nada,
decía lo que pensaba.
Destilaba honestidad
como quien luce
elegancia.
No participaba de enredos,
cohechos ni sobresueldos.
Era tan atípico
que nadie lo miraba.
Ascendió en el partido
por puro azar, sin ser notado.
Solo al llegar al poder
cayeron en el error
de su piel transparente,
de sus ojos de agua,
de su claridad,
de su flora extraña.
Intentaron sumarlo
a la causa:
lo untaron de grasa,
le echaron polvo
a la cara,
le limaron las dudas,
lo malearon
con fuego de lodo
en sucias mañanas
y lo lanzaron sobre el escaño.
Era un hombre nuevo
sin alma,
con putas,
sucio,
con escopeta,
sin ideas,
con billetera.
Se enriqueció con la piel de los pobres
y fue jaleado, al entrar, en el Olimpo de las miserias.
domingo, 26 de octubre de 2014
"Propuesta de libros para desterrar tras la revolución" de Ernesto Filardi
Desde hace unos años, cada noviembre se representa en el madrileño Campo de Cebada una versión actualizada deDon Juan Tenorio de José Zorrilla. Se trata de una propuesta financiada por crowdfunding que propone, entre otros aspectos, recordar que el teatro por antonomasia es la reunión del pueblo ante el hecho teatral. Aquí se puede encontrar toda la descripción del proyecto, del que la prensa nacional se hizo eco en su momento. Como todas las iniciativas, este don Juan dirigido por César Barló (uno de los directores jóvenes más interesantes y comprometidos de la escena actual española) tiene sus detractores y sus admiradores. Es algo que suele suceder siempre que se pone en pie cualquier adaptación del mayor mito literario de nuestro país, desde que Tirso de Molina (o quien fuera el genio) escribió El burlador de Sevilla. Sin ir más lejos, el que esto escribe mantiene desde hace años una bella relación de amor/odio con el texto de Zorrilla: lleno de ripios imposibles, pero con un ritmo y una teatralidad que no siempre la dramaturgia española ha sabido igualar.
Viene todo esto a cuento de un artículo aparecido hace unos días en La Marea, un medio que apuesta por la regeneración democrática de nuestro país. El artículo en cuestión parte de una premisa indiscutible (a saber, que el personaje de don Juan es un chulo camorrista y violento) para concluir que «forma parte de una tradición que habría que desterrar de una vez por todas» y que «la violencia simbólica del Tenorio debería ser repudiada de oficio por quienes hablan de crear espacios de ciudadanía».
Mucho se podría decir para rebatir este punto de vista, pero en el fondo esta polémica es tan antigua como la propia literatura. ¿Debe ser el arte un reflejo de la virtud? ¿No es acaso necesario mostrar también los defectos humanos para poder reconocerlos y vencerlos? ¿Es machista la obra llamada Don Juan Tenorio o lo es su personaje principal? ¿No es el texto de Zorrilla (así como los de Tirso, Molière, Mozart, Antonio de Zamora…) un ejercicio moralizante que nos enseña que quien sigue esa conducta termina siendo castigado por la justicia humana, divina o poética? ¿Es nuestra lectura tan simple como para deducir que series actuales como Dexter, Mad Men, Breaking Bad o The Wire incitan al asesinato, a la infidelidad y al tráfico de drogas solo porque sus protagonistas se sitúan al otro lado de la ley o la moral? Y más allá de gustarnos o no la figura del Tenorio, ¿no es el feminismo una causa mucho más seria y necesaria que el preocuparse por si don Juan se tira o no a una monja, o si al final de la obra es redimido por su amor?
Nuria Varela, autora del artículo, se pregunta si no existe en el teatro español «otra obra que genere emoción, consenso, disfrute y que, efectivamente, pueda considerarse su representación un acto comunitario». Es difícil encontrarla, la verdad. Intenten recordar ustedes otra obra de la que la práctica totalidad de los españoles conozca cuatro versos seguidos. No, ¿verdad? Nos guste o no, el Tenorio forma parte de nuestra tradición literaria. Esa tradición que, vuelvo a citar, «habría que desterrar de una vez por todas».
Hablemos claro: la tradición que necesitamos desterrar de una vez por todas en este país es la de prohibir los libros. El cierre de los teatros en el Siglo de Oro, el de las fronteras y universidades durante el reinado de Fernando VII, la prohibición de que las mujeres accedieran a estudios universitarios durante muchos siglos, el destierro de Unamuno, el asesinato de Lorca y la censura franquista (por poner solo algunos ejemplos punteros de esa tradición tan española) tienen un denominador común: la proclamación de un orden constituido en torno a una idea en cuyo nombre se deben prohibir determinadas obras literarias. Es cierto que en el artículo antitenoril no se mencionan en ningún momento conceptos como prohibición o censura sino el más suave destierro; pero ya somos todos lo suficientemente mayores como para reconocer un eufemismo cuando nos lo encontramos de frente.
¿Qué queremos entonces? ¿Quemar libros en la plaza mayor del pueblo? Si es así, digámoslo bien alto. Porque si a partir de ahora el rasero para medir la literatura es el machismo del texto, nos vamos a ahorrar mucho en bibliotecas. Así que, como es posible que esta regeneración democrática y revolucionaria se consolide y logremos un futuro justo y fraternal en el que no haya lugar para las obras literarias perjudiciales, contribuyamos desde hoy mismo proponiendo una lista de lecturas peligrosas. Que haberlas haylas, por supuesto. Y si son muchas no pasa nada. Todas desterradas. El futuro que nos aguarda seguro que nos proveerá de autores y autoras que nos fascinarán lo suficiente como para no echar de menos aquellas obras que hoy en día consideramos imprescindibles.
Empecemos por los orígenes: la Iliada, la Odisea y laEneida. Tres obras sobrevaloradas en las que las mujeres son malas, dóciles y sumisas. Esa Helena de Troya por cuya culpa comienza una guerra, esa Penélope que espera durante años el regreso del marido que ha preferido irse a la guerra, esa Dido enamorada que se quita la vida al ser abandonada por el héroe misógino. Desterremos todas ellas, acompañadas por el resto de la mitología griega con la Metamorfosis de Ovidio a la cabeza, donde ese cabrón de Zeus le ponía los cuernos a su querida esposa disfrazándose nada más y nada menos que de lluvia dorada. Y otro tanto con las tragedias griegas, por supuesto: ¿qué es eso de que existan mujeres como Medea, asesinas de sus propios hijos solo por vengarse de su marido? ¿Qué decir de la Orestíada, donde la malvada Clitemnestra ha conspirado para matar a su esposo? ¡Al fuego purificador con semejantes barbaridades! Y no me hablen ahora de Antígona: mucha imagen de revolucionaria contra el poder dictatorial de Creonte, sí, pero bien que se alegraba de ser una niña sumisa a los caprichos de su padre en Edipo en Colono.
La Edad Media está repleta de historias que es mejor que nuestros descendientes no conozcan, no sea que cojan ideas: quién sabe si el elevado número de mujeres violadas cada año en todo el mundo se debe a la mala influencia del Cantar de mío Cid y el episodio de la afrenta de los infantes de Carrión. En el Libro de buen amor, el autor se atreve a relatar ¡jocosamente! sus aventuras amorosas riéndose de las gordas, las feas y las brutas. Por supuesto, los malvados islamistas trajeron obras muy perjudiciales a la Península: es el caso delCalila e Dimna, cuya adaptación medieval a nuestras letras tomó el título de Sendebar. Mucho cuidado con este libro, amigas: se trata de una colección de cuentos de influencia árabe, persa e hindú que lleva el sobrenombre de El libro de los engaños y de los ensañamientos de las mujeres. ¿Necesito decir algo más o lo condenamos ya a la hoguera? Porque los cuentos son así, que en la brevedad está el peligro. No hay más que recordar el Decamerón y esas pobres mujeres engañadas por hombres manipuladores que solo pretenden meterse entre sus piernas para enseñarles a meter el diablo en el infierno. Otro tanto sucede con Los cuentos de Canterbury, y por supuesto en Las mil y una noches: piensen en la pobre Scherezade, sin saber durante casi tres años seguidos si va a morir al día siguiente o no. O la literatura de viajes medievales, donde no aparecen mujeres viajeras. O la hagiografía, con el modelo de virtud mariana de Gonzalo de Berceo. Casi mejor metemos toda la literatura medieval en un saco, que además está llena de antisemitismo y antiislamismo y no puede ser que basemos nuestro futuro en la perpetuación del racismo. La Divina comedia podría tener un pase; pero solo el Paraíso, porque está muy bien que sea una mujer la que guíe al protagonista. Nada de Infierno ni Purgatorio, seamos serios. Que ahí hay muchas mujeres condenadas por ser infieles a sus maridos. A ver si en nuestra revolución las mujeres no van a poder gozar de una libertad sexual. Libertad ante todo, señoras y señores. Aunque para ello haya que eliminar la libertad de acceder a según qué libros.
¿Qué podemos hacer con el Orlando furioso de Ariosto, con el mito artúrico creado por Chrétien de Troyes y con la posterior oleada de novelas de caballerías? No existe otra opción que la de enviarlas al fondo del mar, porque fueron esos malvados libros los que comenzaron a difundir la peligrosísima idea de los caballeros andantes que tenían que proteger y liberar a las damiselas en peligro. La otra cara de la moneda está representada por la Celestina, donde parece ser que no puede existir una mujer inteligente si no es puta.
Es obvio también que existe un consenso acerca de que el Siglo de Oro español es una fosa hedionda de machismo a flor de piel. Da lo mismo que existan monólogos que defiendan tan intensamente la libertad de la mujer como el de Dorotea en el Quijote, el de Laurencia en Fuenteovejuna, el de Tisbea en El burlador de Sevilla o los de Magdalena en El vergonzoso en palacio. Vista en su conjunto, es muy probable que no exista ninguna literatura anterior a esta en la que cobren tanto protagonismo las mujeres que quieren ser dueñas de su propio destino. Pero no importa: existen un puñado de dramas de honor en los que la mujer tiene que morir aunque solo sea por una sospecha. Y eso es suficiente como para enviar todo el Siglo de Oro al cajón del olvido del que nunca debió salir.
Nada de todo esto es comparable con el malvado Shakespeare, cuyos grandes personajes femeninos son manipuladores y sanguinarios o simples marionetas que sufren las acciones de los hombres sin ningún control sobre su vida. A no ser, claro, que sean mujeres a las que hay que apalear y hasta matar. Ese y no otro es el punto en común entre Lady Macbeth, Goneril y Regan (las hijas malas de El Rey Lear), Ofelia, Julieta y Desdémona. Es cierto que algunas mujeres shakesperianas son más proactivas: Rosalinda y Porcia en Como gustéis y El mercader de Venecia, por ejemplo. Pero ambas tienen que vestirse de hombres para solucionarlo todo, así que de nuevo nos vemos en la obligación de mandar a Shakespeare al cadalso. Y no seguimos, porque no queremos tener que rasgarnos las vestiduras al recordar esa apología de la violencia doméstica que es La fierecilla domada. En cuanto a Molière, ni nos detendremos a analizarlo: que se atreva el muy rufián a tener obras como Las preciosas ridículas o La escuela de las mujeres nos debería llevar a denunciarlo al tribunal de ofensas literarias que aún tenemos que fundar.
Tenemos la suerte, eso sí, de contar con el modélico siglo XVIII. Tras nuestra gloriosa revolución igualitaria, en todos los teatros patrios (si es que decidimos finalmente que siga habiendo teatros, claro) se repondrá El sí de las niñas de Moratín, obra divertida y gratificante como pocas. Después tendremos que taparnos la nariz de nuevo ante el siglo XIX, lleno de delitos literarios: Bécquer y su falso sentimentalismo lleno de misoginia; las mujeres engañadas, locas y mendigas que pueblan Fortunata y Jacinta; y sobre todo, las tres grandes novelas europeas sobre mujeres infieles: Anna Karenina, Madame Bovary y La Regenta. Desgraciadas e incomprendidas mujeres escritas y descritas por insensibles manos masculinas: no parece casualidad que las tres terminen siendo castigadas tras (re)plantearse su felicidad conyugal. Y es que la justicia poética masculina no tiene piedad alguna con las pecadoras. No, no insistan. Será mejor que nos detengamos aquí, porque el siglo XX es un espejo de inmundicias y ejemplos perniciosos. ¿O acaso existe obra más machista queLa casa de Bernarda Alba?
Este rápido recorrido podría seguir ad nauseam, pero creo que es más que suficiente para entender lo que quiero decir. En su Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro, Cotarelo Mori hace un exhaustivo repaso por todo tipo de textos en contra y a favor de la comedia. Son más de setecientas páginas repletas de joyas en contra del arte teatral, los actores y los poetas. No es necesario indagar mucho para encontrar textos como el que sigue:
Por donde concluyo que de mi parecer, aunque vale poco, no solo se habían de derribar los teatros y desterrar los poetas de estas cosas, sino cerrar las puertas de las ciudades y pueblos a los comediantes, como a gente que trae consigo la peste de los vicios y las malas costumbres.
Este texto del siglo XVI, firmado por un fraile dominico llamado fray Antonio de Arce, tampoco menciona la palabra prohibir. A él también le gusta utilizar desterrar para eliminar por siempre de su mundo «la peste de los vicios y las malas costumbres». Las mismas que caracterizan al protagonista de Don Juan Tenorio, «el prototipo de aquello que buena parte de la ciudadanía queremos erradicar». Ustedes dirán qué hacemos entonces: o nos ponemos a prohibir libros por si acaso, o dejamos que existan y que cada uno se acerque a ellos como le apetezca y que saque la conclusión que considere oportuna.
Quizás sea más productivo, en nombre de ese futuro solidario que deseamos y necesitamos, reivindicar todo aquello relacionado con la cultura. Los libros, no lo olvidemos, son la mejor ayuda para desenmascarar a aquellos que se postulan como la cura para la sociedad enferma en la que vivimos; pero que, en el fondo, no distan mucho de ser como el cura y el barbero del Quijote que tanto gustaban de quemar libros.
sábado, 25 de octubre de 2014
"Schopenhauer no enseñaría en esta universidad" de Luis Fernando Moreno Claros ("El País")
Entre los lúcidos ensayos de Parerga y paralipómena (1851), el libro que lanzó a la fama al filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), destaca ‘Sobre la filosofía en la Universidad’; un “panfleto de batalla” —en palabras de su autor— que aún hoy continúa siendo una de las mayores diatribas jamás publicadas contra la filosofía académica y los profesionales de esta disciplina.
¿Es necesario que exista la filosofía en la universidad?, se pregunta el autor. Está bien que así sea, afirma, porque con ello mantiene cierta presencia pública; además, permite que algún joven espíritu se familiarice con su estudio. Pero asimismo objeta que mejor sería que en los institutos de enseñanza media se leyese “aplicadamente” a Platón, porque tal es “el remedio más eficaz para despertar en el espíritu de la juventud el anhelo filosófico”.
La experiencia del joven Schopenhauer y la de otros muchos pensadores revela que el trato directo con las obras de los grandes filósofos es lo primero que anima el pensamiento; aunque también lo es el magisterio de un profesor ejemplar, la guía de una de esas personas excepcionales que enseñe cómo encarar con rectitud el estudio de las distintas disciplinas (la filosofía, entre ellas) y cómo debemos comportarnos frente al saber. Lo malo es que esos seres profesorales casi ideales escasean, y tampoco Schopenhauer los encontró allí donde se supone que deben de estar más a gusto: en las Facultades de Filosofía.
El filósofo pesimista arremetía en su furibunda filípica contra esos cátedros nada ejemplares que, apolillados en sus prejuicios, viven de la filosofía —“solo piensan en cobrar el sueldo que les paga el Estado”—, en lugar de vivir para la filosofía, es decir, “consagrándose a la búsqueda de la verdad” o, al menos, a fomentar este noble sentimiento en sus alumnos. Así veía él a los malos profesionales que desatienden su tarea, aunque lo peor de todo es que a menudo entre ellos hay también malas personas que, “envueltas en un solemne manto de gravedad y erudición, ocultan su maldad junto a su medianía intelectual”.
La indignación contra estos paupérrimos embajadores de la filosofía no es originaria de Schopenhauer. Platón inició la ofensiva en el siglo IV antes de Cristo al mostrar su desprecio por los sofistas y sus marrullerías en el libro VII de República: “El descrédito se ha abatido sobre la filosofía porque no se la cultiva dignamente; ya que no deben cultivarla los bastardos sino los bien nacidos”. Entendemos que son las personas de corazón puro y mente libre que tienen por ideal la adquisición del Bien, la Belleza y la Verdad aunque sean inalcanzables.
Kant se ocupó también de este asunto profesional de la filosofía en su escrito El conflicto de las facultades (1798). Según su parecer, las universidades y en especial las Facultades de Filosofía deben constituir espacios libérrimos en los que imperen el amor por el saber y la búsqueda de la excelencia con independencia de los poderes dominantes y sus intereses. Para el sabio de Königsberg —que lo pasó mal en la Universidad Albertina debido a ninguneos y rencillas—, servilismo es signo de mediocridad, y lo más opuesto a la lealtad y la nobleza, valores que deberán encarnar los verdaderos filósofos.
Solo “mediocridad” era lo que veía Schopenhauer por quintales entre los profesores de filosofía de su época que, embobados ante vacas sagradas de estilo oscuro y ampuloso como “el catedrático” Hegel (a quien el pesimista tachaba de “filosofastro de pega” y “soplagaitas”), lavan el cerebro a la juventud con “palabrería insustancial”. “Piensan muchos —añadía el autor de Parerga— que basta un estilo oscuro y embrollado para parecer que se dice algo serio, cuando en realidad no se dice nada en absoluto”. Y recordaba estas sentencias tan suyas que deberían esculpirse en el frontispicio de todas las Facultades universitarias: “Quien piensa bien escribe bien, y quien sabe algo con claridad lo dice claramente”. “El mejor estilo es el que nace de tener algo que decir”. La inoperancia de estas reglas también en la actualidad causa en gran parte la solemne confusión intelectual que domina en los ámbitos académicos.
Muchas de las críticas de Schopenhauer en aquella Alemania hiperfilosófica de su tiempo hacia los profesionales académicos las secundó José Ortega y Gasset en la España de 1914, clamando por la mejora de la universidad. Decía que es costumbre muy española —tanto en lo social como en lo intelectual— premiar la medianía en detrimento de la excelencia. Cien años más tarde, tal proceder sigue siendo moneda corriente en la actualidad, cuando menos en nuestras facultades de Filosofía; solo hay que constatar los resultados de los denominados “concursos de méritos” con los que se selecciona a los nuevos docentes para darse cuenta de que Platón, Kant, Schopenhauer y Ortega clamaron en el desierto; hoy, como ayer, no es el mérito lo que abre las puertas de la universidad, sino el servilismo. No es el amor a la filosofía lo predominante en las facultades que la imparten, sino la rencilla académica, la envidia y la maledicencia. La bajeza intelectual se codea con la bajeza moral incluso allí donde solo deberían reinar el gusto por el saber y la altura espiritual, cualidades que deberían revestir a quienes supuestamente profesan la inteligencia.
Schopenhauer reprobaba a los filósofos de profesión por venderse al Estado prusiano que les daba un sueldo y una cátedra a fin de que proclamasen las bondades de la tradición militarista y clerical; hoy, desde el Gobierno de España se conspira para que desaparezca la Filosofía de los planes de estudio de la enseñanza secundaria. Muchos profesionales de esta disciplina claman con razón también desde la universidad que “la filosofía enseña a ser críticos”, y que por eso quieren eliminarla de los institutos; lo cual queda muy bien dicho. Lo malo es que olvidan que esa “crítica” tan estimulante han de ejercerla en primer lugar sobre ellos mismos y sobre los usos (y abusos) que se estilan en su magna institución. Salvo honrosas excepciones, los grandes, los verdaderos filósofos o nunca entraron en las universidades o fueron expulsados de ellas. Luis Fernando Moreno Claros, doctor en Filosofía, es crítico literario. Ha publicado recientemente Schopenhauer. Una biografía. Editorial Trotta, 2014.
martes, 21 de octubre de 2014
"No publiques este poema"
No intentes forzar el pestillo,
la insistencia no es buena estrategia.
Quizás es útil para mejorar la técnica,
pero no sirve para las conquistas del vientre.
Evita rondar su casa,
evita acechar su mirada,
no te abalances sobre ella
si no adviertes algún indicio de llamada.
No avergüences a los próximos
con palabras ridículas,
no desangres tus arterias
si nadie ha pedido una transfusión,
no hables sin freno.
Repara si ella está lista para escucharte,
si no, huye, levanta el vuelo,
guarda el cuchillo,
amordaza tu boca
y refúgiate en el silencio.
No te pongas en evidencia,
no te humilles,
no dejes que ni ella ni los amigos vean tus miserias,
no te desnudes delante de cualquiera.
Espera el momento propicio,
sé paciente.
No, no publiques este poema.
sábado, 18 de octubre de 2014
Draganov, Píndaro y las bondades del agua
Una de las aficiones de Draganov es la de jugar con los griegos. Le gusta acudir a menudo a los que él llama "nuestros dioses". En una de sus últimas entregas habla de un lema de Píndaro: "Lo mejor del mundo es el agua". Esta cita, aparentemente falta de toda profundidad y un tanto insulsa para extraer de ella juicios ingeniosos o juegos del intelecto, le sirve a Draganov para introducir una de sus habituales reflexiones peregrinas:
"Lo bueno en Píndaro se identifica con lo saludable, con lo sano, con lo que es conveniente para el cuerpo. El agua representa lo que no puede hacer daño, lo que te mantendrá alejado de toda pasión insana, de toda inclinación al vicio. Píndaro podría haber pasado perfectamente por uno de nuestros actuales vendedores de salubridad: el deporte es salud, beba agua suficiente durante las jornadas calurosas, cuide su cuerpo, cuide su alimentación, no coma grasas saturadas, hágase revisiones de próstata, venere el templo que lo mantiene en pie. La bondad por tanto tiene su realización apropiada en lo que es saludable para el cuerpo. Pero después de Píndaro, llegó otro griego, un tal Corinto, un cómico que se dedicaba a arrastrar las altas ideas de los vates que cantaban a los héroes olímpicos. Corinto tomó la frase de Píndaro y le dio la vuelta: "No he conocido a nadie que solo beba agua y que haya dicho algo inteligente". Corinto se ríe de la pulcritud de Píndaro, para él no hay mejor medicina que la del vino, que la de la "botella", como dice en una de sus obras. La bondad para él es la inteligencia, la agudeza y esta no se consigue bebiendo agua". Lo de "mens sana in corpore sano" es incompatible para el cómico. Si quieres tener una mente despejada, no cabe cuidar el cuerpo. El abuso del vino te deteriora físicamente, pero te proporciona una mente afilada e invita a la conversación, madre de todas las ideas felices. Si Píndaro viviera en el siglo XXI, sería ministro de sanidad o concejal de juventudes o publicista. Me quedo con Corinto, es más improbable saber qué podría ser el cómico en un mundo como este".
viernes, 17 de octubre de 2014
Hora de lanzarse a la piscina o al lago helado (más sintaxis para 2º de bachillerato C)
Es momento de riesgos, de aventuras. No os perdáis las últimas entregas del fascinante mundo de la sintaxis. Nadie ha podido resistirse al atractivo de esta actividad. Una vez que se consiguen resolver con éxito las oraciones propuestas, la felicidad es tanta que lleva a algunos a vestirse de bailarinas con tutú y celebrarlo en el río de su localidad. ¡Cuidado!, no lo intentéis en el río Rus, creo que hay alimañas dispuestas a merendarse cualquier cuerpo que aparezca por sus tenebrosas aguas. Ahí van las oraciones:
1. Me gusta que me canten al oído canciones que levanten el ánimo y todavía me gusta más hablar en inglés cuando conduzco el camión.
2. No creáis que es una locura vestirse de la forma que lo han hecho los personajes de la foto; yo suelo andar así por mi pueblo.
3. Sin ir más lejos, en la clase de 2º A dan ganas de impartir clase vestido de esta guisa; el último día lo haremos.
jueves, 16 de octubre de 2014
Propiedades del texto (2º de bachillerato A)
Ejercicios sobre las propiedades del texto
Ejercicio 1.
Señala dónde están los problemas de coherencia en estos textos.
1) Después de llegar al campus, me fui a mi habitación y deshice el equipaje. Nunca he sabido por qué mis padres se compraron aquel coche.
2) Los niños se alegraron al abrir los regalos que estaban junto al árbol de navidad. Las clases estaban acabando y ya tenían ganas de que llegaran las navidades.
3) Hay varias ideas en que se defienden en el libro. La obra es una crítica feroz contra la globalización.
Ejercicio 2.
Repara los siguientes textos mejorando su cohesión.
Texto A.
El otro día en la calle me encontré con unos amigos. Los amigos me contaron que habían comprado una moto. Habían comprado la moto con un dinero que habían ganado en verano. En verano habían estado trabajando para ganar dinero y comprar una moto.
Texto B.
Tener animales en casa es muy agradable. También tener animales en casa tiene problemas. Tienes que sacar a los animales a pasear y tienes que llevarlos al veterinario. Hay personas que no quieren tener animales en su casa. No quieren tener animales por varios razones. Algunas personas tienen alergia a los animales. Otras personas no pueden cuidar a los animales.
Ejercicio 4.
Indica en qué casos y con qué finalidad utilizamos los siguientes marcadores discursivos.
lunes, 13 de octubre de 2014
"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: Cándido" de Ernesto Filardi
Ah, la France! ¡Qué ricos los croissants y el café-au-lait! Y la torre Eiffel, qué alta y qué emblemática. Y el Sena y Nôtre Dame y los tres mosqueteros y Depardieu que se hace ruso para no pagar impuestos, oh là là. Cuántos buenos momentos nos ha dado Francia, y con cuántos clichés absurdos les hemos pagado. Que si se creen el ombligo del mundo, que si nos queman los camiones, que si menos mal que los echamos, que si su cine es lento, que si su literatura es aburrida, que si son chauvinistas, que si culturalmente tampoco son para tanto…
Reconozcámoslo de una vez, ahora que no nos oyen: todas estas bobadas, los españoles las decimos por envidia. Que anda que no nos hubiera venido bien, al menos culturalmente, ser un poco o un mucho más franceses. No es cuestión de hacer ahora absurdas hipótesis, pero parece obvio que en los últimos siglos su política cultural ha funcionado mejor que la nuestra. Si es que a lo que ha habido en España desde 1812 se le puede llamar política, claro. Y, sobre todo, si se le puede llamar cultural. Aquí, ya saben, fue echar a los franceses y ponernos a gritar «Vivan las caenas» mientras aplaudíamos a un rey infecto que se dedicó a cerrar universidades y a matar afrancesados y ole y ole el botijo y la tortilla de patatas. Y las fronteras bien cerraditas para que el progreso se quedara por encima de los Pirineos consolidando un retraso industrial, científico y cultural del que aún no nos hemos puesto al día. Todo para que más tarde ese mismo rey tuviera que pedir ayuda a los francesísimos Cien Mil Hijos de San Luis para no perder el trono y que años después su hija Isabel II se exiliara en París junto a su hijo —el futuro Alfonso XII— gracias a la ayuda de Eugenia de Montijo, granadina de postín y a la sazón emperatriz de Francia. Qué cosas, ¿eh? La idea de una España sin rey no sería posible sin la que se montó en París en 1789 y nuestra monarquía actual —no lo olvidemos, la dinastía de los Borbones es francesa— lo sigue siendo gracias a la ayuda de nuestros vecinos del norte. Seamos monárquicos o republicanos, los españoles tenemos que reconocer que mucho de lo que pudimos ser y mucho de lo que somos se lo debemos a los franceses.
Y como a buen entendedor pocas palabras bastan, ya se imaginan ustedes que tras estos argumentos tan vehementes como deslavazados hoy vamos a hablar de literatura francesa.
Pero no solo eso. Cándido, de Voltaire, es un relato filosófico. O, al menos, es una respuesta despiadada a un filósofo que decía una serie de cosas que no se podían sostener sin que a uno le entrara la risa floja. «Oh, merde! ¡Filosofía! ¿Acaso hay algo más solemnemente aburrido?», gritan algunos lectores a punto de cerrar la ventana del navegador. «Que si los postulados, que si los apriorismos, que si la ontología, que si la impermanencia, que si tanta palabrería vana para hablar de cosas improductivas que le interesan a tres gatos mal contados. ¿Acaso la filosofía nos da de comer? ¿Se puede construir una casa filosofando, eh, eh?».
Pues mire, sí. A lo mejor una casa de esas que se hipotecan no, pero sin filosofía es difícil construir un hogar. O un Estado, que es como un hogar pero mucho más grande. Aunque la buena filosofía sobre todo se dedica a construir puentes. Puentes resistentes y duraderos para unir culturas, para unir conceptos, para unir ideas y, sobre todo, para unir neuronas. Ojalá en los sucesivos planes educativos con que nos han acribillado en los últimos años se hubiera incluido una formación filosófica más profunda —no, Historia de la Filosofía no es lo mismo que Filosofía, igual que Historia de la Literatura no es lo mismo que Literatura— para crear una sociedad con pensamiento crítico. Claro que si usted no está muy acostumbrado a leer ensayos filosóficos, es mejor que no se acerque de golpe a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant si no quiere que le entren ganas de tirarse a una picadora industrial de carne en marcha. Pero ahí están, por ejemplo, algunas cuantas cosas deOrtega, otras de Platón —algún día deberíamos hablar por aquí de El banquete— o una pequeña joyita del mismo Kant llamada ¿Qué es la Ilustración? Lo que nos ayuda a recordar que, además de francés y filósofo, Voltaire fue uno de los mayores exponentes de esa extraordinaria corriente de pensamiento del siglo XVIII a la que tanto le debemos.
«¡Hosti, el XVIII! ¿Pero por qué tanta crueldad?», llora amargamente el lector, al que medio habíamos convencido con lo de la filosofía y ahora se lo vuelve a pensar al recordar a Jovellanos y a Moratín y el regreso a la regla de las tres unidades. Si de los clásicos pensamos que son aburridos, cuando nos mencionan la literatura dieciochesca nos entran escalofríos por la rabadilla con eso de que la pasión quede relegada para que la razón y las ideas florezcan en pos de una sociedad más perfecta. Y como no solo ha cambiado la forma de escribir sino también la forma de leer, hoy en día no queremos que un novelista nos adoctrine sino que nos cuente una historia entretenida —en el amplio sentido de la palabra— cuyos personajes sean un poquito —o un muchito— trasunto de nosotros mismos y, a ser posible, que nos haga pensar un tanto en el lugar que ocupamos en el mundo.
A lo mejor lo que sucede es que solo nos han contado una parte de la historia y los que se miran el ombligo no son los franceses sino nosotros mismos, porque en esa época fuera de España hubo escritores extraordinarios cuyas obras siguen hoy tan frescas. Algunos de los personajes más destacados de la historia de la literatura aparecieron en esta época, como Robinson Crusoe, Tristram Shandy o el joven Werther. Es también el siglo de la literatura libertina, cuya gradación lujuriosa de menos a más incluye joyas como Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, la Historia de mi vida de Casanova y una buena parte de la obra del Marqués de Sade. Aquí de libertinaje no supimos nunca mucho, la verdad, más allá de algunos poemas subidos de tono deSamaniego (que además de fábulas de animalitos también sabía escribir cochinadas) y poca cosa más. Pero lo que nos interesa hoy es un género que tampoco gozó de mucho predicamento en España: la novela satírica, que en el XVIII dio al mundo maravillas como Los viajes de Gulliver o el propio Cándido, una delicia que se lee en una tarde o dos, pero que da para pensar durante varias semanas.
Cándido es un joven al que el nombre le viene que ni pintado. Que hubiera sido mejor que le llamaran Pánfilo, eso sí, porque más que inocente es bobo de los de ganar concursos. Concursos de bobos, se entiende. Vive una vida tranquila y apacible en el castillo del barón Thunder-ten-Tronckh, disfrutando de dos placeres incomparables: la visión de la bella Cunegunda y las lecciones filosóficas que le da su preceptor Pangloss, un buenista que se dedica a contar que el mundo es perfecto y maravilloso. Y Cándido, el pobre, no puede más que darle la razón. Total, la vida en un castillo es algo extraordinario, con su comida caliente y sus edredones de plumas y su guardia que te protege las veinticuatro horas.Voltaire debe haber sido uno de los autores más prohibidos y menos leídos en España. Pero no es que haya sido poco leído por haber sido prohibido —ya sabemos que no hay nada que más anime a leer algo que el que nos lo prohíban— sino que se ha condenado incluso antes de leerlo. Sus obras completas, por ejemplo, estuvieron varias veces en el Índice de libros prohibidos. Un curioso honor, ya ven, que hoy queremos rebatir con nuestro pequeño grano de arena animando a leerlo. No porque sea francés o filosófico o del siglo XVIII, sino porque es un libro divertido, ágil, crítico, eficaz y sobre todo muy actual. Sí, sí: actual. Hay sitio para usted en este relato, tanto si piensa que el mundo es fabuloso o, todo lo contrario, que es un lugar miserable lleno de injusticias.
El caso es que Pangloss es un trasunto de Leibniz, un filósofo alemán que entre otras cosas se dedicó a justificar por qué el mundo es tan horrible si Dios es tan benévolo. El amigo Leibniz, que durante toda su vida viajó lo suficiente de corte en corte como para sentir que el mundo le sonreía, argumentaba que sí, que bueno, que no vivimos en un mundo perfecto pero sí en el mejor de los mundos posibles y con eso deberíamos estar satisfechos porque, total, es un mundo creado por un Dios perfecto y matemático que ha sabido encontrar y combinar las mejores posibilidades imaginables. Voltaire, en cambio, viajó lo suficiente de cárcel en exilio como para pensar que eso era una solemne mamarrachada y que a Leibniz lo que le hacía falta eran dos guantazos. Afortunadamente para la historia de la literatura, Leibniz llevaba muerto casi medio siglo y Voltaire se tuvo que conformar con escribir Cándido, donde las teorías del alemán son llevadas al extremo para mostrar que carecen de fundamento alguno. Así, por ejemplo, el sabio Pangloss enseña a Cándido que como muestra de ese mejor mundo posible nuestro, la nariz se hizo para llevar anteojos y por eso llevamos anteojos.
Dicho así parece una tontería. Pero esto es solo un ejemplo, claro. Y es que Voltaire aprovecha la ocasión para realizar una despiadada crítica contra los horrores del mundo y la hipocresía del ser humano. Y todo porque el joven se ve obligado a salir del castillo y emprender una vida por su cuenta. Pero las cosas llevan unas a otras y el pobre Cándido viajará de país en país conociendo de primera mano la guerra, el terrible terremoto de Lisboa de 1755, la esclavitud, la Inquisición… sin dejar de creer que las enseñanzas de Pangloss son ciertas, y que sí, que el mundo es muy feo pero qué suerte tenemos de estar en él. Y todo con un humor absurdo, cruel y demoledoramente crítico, algo así como una curiosa mezcla de Gila, Tarantino y Michael Moore.
(Nota: si usted no es español, es posible que no sepa que Gila fue el mejor humorista de este país, así que aparte de pedirle disculpas por todo el rollo sobre España y Francia del segundo párrafo, le dejamos aquí uno de sus vídeos más representativos para que sepa de quién hablamos. Si usted es español y sabe quién es Gila, déle al clic y vuelva a disfrutar de la historia de su vida. Y si usted es español y no sabe quién es Gila, lo sentimos pero usted no es español).
Parece peregrino unir al gran cómico español con Voltaire, pero hay un componente común basado en un humor absurdo a lo largo de las peripecias de los protagonistas. Esta causalidad casi casualidad que mueve la vida de Gila («se lo conté a mi madre y me dijo: “pues anda, vámonos a Chicago”», por ejemplo) es una de las características principales de la estructura de Cándido, donde el protagonista aparece en un país como podría haber aparecido en otro sin más lógica que la que el autor necesita para contar su historia. Aun así, esta mezcla que se nos ha ocurrido para definir el relato no es suficiente. Gila es absurdo, Tarantino es salvaje y Moore es sarcástico. Voltaire pone todo eso en la olla, claro, pero le añade un ingrediente que consigue que el plato final se conserve fabulosamente: la sátira. La ironía y el sarcasmo están muy bien, pero es en la sátira donde el autor emplea su ingenio en ridiculizar todo tipo de vicios y abusos para hacer una denuncia social. Como decíamos, la sátira no llegó a arraigar en España porque, bueno, digamos que de libertad de expresión hemos estado históricamente un poco escasos y cuando por fin la hemos tenido, ejem. Lo cual no quita para que nos hayan satirizado históricamente, como ya explicó aquí Rubén Caviedes.
Pero un libro no es mejor ni peor por su capacidad satírica. Sea cual sea el tono elegido por el autor, es necesario que en una obra literaria todo gire sobre una historia más o menos sólida. En el caso de Cándido, el tono satírico la fortalece ya que la trama es tan absurda y tan novelesca —en el peor sentido de la palabra— que solo puede disfrutarse con un registro así de exagerado. Al igual que Cervantes se pitorreó de los libros de caballerías en su Don Quijote, Voltaire aprovecha para hacer sangre contra las llamadas novelas bizantinas. Estas novelas, que gozaban de enorme éxito desde tiempos de los griegos, contenían unas tramas imposibles llenas de piratas, secuestros, traidores, situaciones rocambolescas, muertes violentas, desgracias naturales… Para entendernos, algo así como La princesa prometida pero en tono dramático y muchas veces traspasando el límite de lo patético. Voltaire, una de las mentes más lúcidas de su tiempo, aprovecha el género para decirnos que esas historias son muy molonas, sí, porque vivimos en una burbuja que nos permite pensar que mañana será otro día, pero que allá afuera lo normal es que la gente no sepa si al día siguiente va a seguir vivo. Y que un mundo así no puede ser el mejor de los mundos posibles creado por un Dios benévolo y omnipotente, porque en ese caso o no existe Dios o bien se trata de un dios mezquino, estúpido y/o incompetente. Vaya con Voltaire, ¿eh? No es de extrañar que a los censores se les disparara el rotulador rojo de prohibir cosas. Es lo que tiene la sátira: que ente jijí y jajá se cuelan una serie de mensajes que no van a agradar a todo el mundo. Ya ven: estamos hablando de un pequeño relato escrito hace más de dos siglos y medio, pero tan actual que muy posiblemente algún lector de hoy en día seguirá sintiéndose ofendido.
El joven Cándido sufrirá un choque continuo con la realidad, que poco a poco le hará ver que ni Pangloss ni Leibniz sabían de lo que estaban hablando. No destriparemos la trama si decimos que su peregrinación forzosa le llevará a conocer un verdadero mundo ideal donde todo es paz y armonía. Un mundo legendario del que regresará, como en el mito de la caverna de Platón, para comprobar que el mundo real es una pifia y que le llevará a pronunciar la famosa frase con la que se cierra el relato. Una frase que ha suscitado varias teorías y que en el fondo es un modo elegante y graciosísimo de mandar a Leibniz a defecar a la línea ferroviaria. Pero para llegar a ella (a la frase final, no a la línea ferroviaria) es necesario que el lector abra el libro y comience a leer, a ser posible con un paquete de biodramina cerca si suele marearse con la velocidad. Y de paso, con unos cuantos ibuprofenos para el dolor de mandíbula que le va a provocar tanta carcajada.
Ayuda para vagos y maleantes. Hay unas cuantas posibilidades de acercarse a Cándido sin leer la obra original. Como todo buen clásico, la novela de Voltaire no ha perdido su vigencia y es fácilmente adaptable a otros tiempos. Es el caso de la película de 1960 protagonizada por Jean-Pierre Cassel y Louis de Funes, ambientada en la Segunda Guerra Mundial. También pueden echar un ojo a la versión teatral para la Royal Shakespeare Company que escribió Mark Ravenhill, en la que la acción transcurre ya en el siglo XXI. Pero si lo que quieren es quedarse con la boca abierta, escuchen hasta el final este espectacular Glitter and be gay que canta Cunegunda en la opereta Candide de Leonard Bernstein. Pueden, por supuesto, escuchar la opereta entera, pero ya les avisamos de que se tarda menos en leer el original de Voltaire. Y no olvidemos los cómics: el viaje de Cándido es tan intenso que a su lado la más ágil de las road movies parece una versión de Cocoon rodada con figuritas de Lladró. De ahí que haya sido trasladado a novela gráfica en varias ocasiones, siendo la más celebrada la versión de Radovanović en tres volúmenes, con guión de Dragan y Delpâture. Ya ven, hay versiones para todos los gustos. Cine, teatro, ópera y comic. ¿Quién lo iba a decir de un libro francés, filosófico y, por si fuera poco, del siglo XVIII?