sábado, 2 de agosto de 2014
"Dan Brown con paperas": Tercer episodio ("Torero en la piazza Navona")
Balbino della Vorágine se había quedado solo al frente de una misión que no era moco de pavo. Se releyó la contraportada del Código da Vinci y se convenció de que el capo de la mafia calabresa también había leído ese libro o había visto la película al menos. Subió en su Fiat, después de echarles vaho a los retrovisores y frotarlos con un pañuelo un tanto acartonado. Se dirigió hacia la piazza Navona. Allí, si no recordaba mal, se desarrollaba uno de los episodios cruciales del libro. Era media tarde, último día de julio, y la plaza se encontraba atestada de turistas. Los pakistaníes iluminaban con sus luciérnagas de silicona el cielo romano y dos acordeonistas competían por un lugar de privilegio. Las terrazas de los cafés de lujo han sustituido a las cuadrigas que en otros tiempos disputaban su honor alrededor del obelisco. Aún conserva la plaza el diseño del estadio antiguo, pero los pintores de coliseos y los músicos húngaros le dan otro aire. Solo las sandalias de los turistas alemanes y los que la recorren en una especie de patinete eléctrico con ruedas, recuerdan a los aurigas que conducían los carros de la Roma imperial.
Balbino se dirigió hacia la fuente de los Cuatro Ríos. Allí buscó otra pista con desesperación: un ala de la gaviota, la pechuga, los higadillos o alguna porción de otro animal muerto. Lo único que encontró fue a su abuelo, Giovanni Pastoracci, cantando el "Torero" de Renato Carosone con un radiocasete en el hombro. El abuelo mostraba sus dos únicos dientes a la concurrencia, bailaba al son de la música y meneaba el brazo como si estuviera atornillando un tapacubos. Balbino sabía que su abuelo iba a la plaza a sacarles los cuartos a los turistas con este número. Al abuelo le gustaba el limoncelo y la grappa amarilla y no le daban dinero para que no recayera en su vicio. Cogió Balbino al padre de su madre y lo llevó a rastras hasta el coche. Lloraba y pataleaba el viejo ante la mirada ofendida de los que habían gozado de una versión desconocida de Carosone .
En la fuente no había nada, salvo las hojas de una guía de Roma de una turista argentina que había discutido con su novio y daba explicaciones a dos policías de paisano con chaleco fluorescente. Volvió Balbino al coche con aire de derrota y, al ver llorando a Giovanni, quien se sorbía las babas a sabiendas de que no debía manchar la tapicería de leopardo del Cinquecento, Balbino se compadeció de él y lo llevó a la plaza del Panteón. Cuando lo ponía frente a las columnas de Agripa, su abuelo suspiraba y se le transformaba la sonrisa de loco en una mueca de inocencia que a Balbino le ponía los pelos de punta. Mientras contemplaba la serenidad beatífica de Giovanni, Balbino se dio cuenta de que en una de las terrazas de la plaza, el hijo de Carmelo Gallico (el jefe calabrés) cenaba unos cozze en su jugo y una tagliata de manzo muy sangrienta...CONTINUARÁ.
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