“El odio y la envidia encuentran su expresión más abyecta en la pluma de quienes construyen con palabras el sentido del mundo”, dice el autor de esta nota imperdible sobre las bajas pasiones de los que empuñan la pluma.”
Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido recicladas; mientras que para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; la Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.
Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos, desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo este— muestra el escenario literario (y en general el artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político.
Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya, metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle nada a Beethoven y que se pueden y se deben amar a la vez a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett.
Como en la casa del Padre, según el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?
Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas que al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres dedicados a las Musas.
La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían citar.
Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.
El arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras, que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.
El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas —también en las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace Nabokov, es un craso tropezón.
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