Seca la pluma en los ojos de una mujer,
atraviesa con la mina del lápiz sus rizos de peluquería,
salva los versos en una orilla tranquila
de su sexo
y deja de escribir
para ir junto a sus rodillas.
Lámele las tibias,
rodéale con los brazos los gemelos
y cuando notes el latir de sus palabras
penetra el papel con la punta de los dedos,
déjale la marca de la tinta
en las ingles
y en los muslos,
araña su espalda
con el borde del papel
y susúrrale al oído
groserías de carboncillo
hasta que se retuerza entre las sábanas
como un signo de interrogación.
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