Ella es alta, con la mirada huidiza y las espaldas cargadas. ¿Cargadas de qué?, no sé, ¿de frustración, de soledad, de rencor, de camiones evaporados, de perros desvalidos, de gallinas sin trigo...? No sé. Era una crueldad mantenerla en clase expuesta a la crueldad de los colmillos adolescentes. Todo el mundo lo veía y nadie hacía nada. Había mañanas en las que ella se plantaba frente a la pizarra y los muchachos bailaban a su alrededor como las hienas suelen rodear la pieza moribunda antes de hincarle el diente en la yugular.
Ella tenía las espaldas cargadas y un vago aroma a armarios cerrados que la apartaba del resto de profesores. Los ojos le bailaban cuando te dirigía la palabra, atemorizada por entablar conversación con alguien que la escuchara, le bailaban de terror, intentaban escaparse de las órbitas para no ser testigos de su incapacidad para las relaciones sociales.
Nadie sabía cómo era su casa. Yo la imaginaba enorme, con retratos de familiares colgados en las paredes, resudando los colores del óleo hasta quedar relegados al sepia de lo ya muerto. La imaginaba arrimada a los fogones de una cocina económica, afanada con torpeza en la elaboración de un bizcocho que luego regalaría para ofender a quien no le caía en gracia. Se oía el eco de los cacharros en toda la casa, empujado por la oquedad y los techos altos. Calmaba el ladrido del perro, asustado por la caída de una telaraña, y salía a echarle de comer a las gallinas con las que congeniaba mucho mejor que con los chicos de 12 años. El pueblo en el que vive es tan pequeño que sus habitantes temen salir a la calle por si descubren a alguien de fuera y pregunta algo, lo que sea, supondría un sofoco.
Era de un laconismo antiguo que asustaba. Solía dejar certeros análisis de pocas palabras cuando describía a algunos de los compañeros y reaccionaba con violencia cuando se veía acorralada. El problema era que ella siempre se sentía acorralada. Los muchachos son crueles avispas que revolotean y zumban sobre la carne perdida y la muerden hasta dejar todo su veneno en las arterias. Se hinchaba la ponzoña y era peligroso para todos mantener esa infección. Ni siquiera poníamos barro en el dolor para calmarlo.
Ella es alta, como los panteones funerarios, y un día, cuando se fue, rasgó los murales de despedida que habían elaborado sus alumnos. No lo hizo por desagradecimiento, ni por odio, lo hizo por esa infección de veneno que nadie le había curado. Se marchó en silencio, sin teléfonos, sin fiestas de despedida, como el novio que tuvo cuando era joven. Lo contó en una de las pocas confidencias que dedicaba: "Él conducía camiones, transportes internacionales, paraba poco en el pueblo. Le dije, el camión o yo, y eligió el camión. Y aquí me he quedado, con mis gallinas y mi perro". Ella es alta y con las espaldas muy cargadas de desolación.
Buenísimo.
ResponderEliminarA que la has conocido.
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