El segundo día en Roma nos confirma la revelación: nada más levantarnos, se abre la puerta del baño y aparece un ángel para anunciarnos la buena nueva, no se trata del arcángel Gabriel, sino de un émulo vestido con la camiseta de Ronaldo y en calzoncillos. Su impoluta blancura nos avisa de su confraternidad papal, y de que ha llegado el Mesías de nuestra nueva religión.
La masa es una hidra informe que se mueve con pesadez por los lugares turísticos, provista de todo tipo de artefactos con luces estira sus tentáculos en el vacío, engulle al viajero y lo abduce en su actitud de autómata sin voluntad. Las salas de los Museos Vaticanos esconden maravillas del arte que son despreciadas y vulgarizadas por los flashes de la masa. Avanza sin razón, como una marabunta de insectos poseídos por la voracidad de aniquilación del arte. Ni siquiera los frescos de Rafael son capaces de elevar el espíritu del monstruo informe. Tampoco la Capilla Sixtina. La maravilla de Miguel Ángel, colgada en la bóveda como un deseo lujurioso que nunca podremos colmar, no se puede tocar, ni siquiera somos capaces de saborear tanta genialidad, se aparta de nuestra vista y de nuestro tacto. Recorremos la capilla como terneros en busca del matarife, conducidos por un guardia que nos empuja al matadero con la cara agria de la insustancialidad. Alguien que convive entre semejante belleza debería haberse contaminado por ella, pero no. Conseguimos salir del laberinto, apresados por la frustación de quien ha tenido a su alcance un manjar y no ha podido saborearlo. En la basílica de San Pedro la enfervorizada sigue con sus aparatos en ristre levantando muros frente a las obras de arte. La Piedad está tomada por el monstruo, es imposible acceder a ella. No hay momento para el goce artístico, solo para extender el certificado gráfico de que uno ha estado allí, empotrado contra un japonés liviano y un alemán con calcetines blancos. No hay nadie que venda mejor sus productos que la Iglesia, el mercadeo del espíritu se percibe en su centro con mayor claridad que en ninguna otra parte, y la grey acepta la imposición con sumisa obediencia.
Resulta chocante que la hora de la comida, en el refugio de la conversación, de la salsa de bogavante y de la grappa uno encuentre el placer frustado que no ha conseguido desatar en la contemplación de la obra de los genios.
Por la noche, el Trastévere, barrio bullicioso, con calles que prestan a la imaginación todo lo que la noche esconde, toda la decadencia viva de las fachadas que nos abrazan con el calor de las desconchaduras. Discutimos sobre la necesidad de restaurarlas hasta que un mercachifle hindú comienza a lanzar pelotas de silicona al aire y a iluminar con linternas fluorescentes las paredes de la discordia para evitar una cara y dolorosa restauración. Lo afirman los más grandes historiadores del arte: si se diera una mano de enjalbiegue a las fachadas romanas, podrían ser tan esplendorosas como las de Albacete.
Los pies arden, prendidos por los adoquines de la ciudad eterna. Todo es fuego en los paseos interminables con la cola interminable de chicos renqueando, cantando y saltando. Arde el arte y arde la imaginación envuelta en las llamas del monstruo informe. Nosotros nos refugiamos bajo el manto de nuestro guía Ronaldo que aparece de nuevo en la habitación del hotel vestido de blanco impoluto con calzoncillos de lana.
Tu ingenio literario solo es comparable a tu ignorancia en materia textil. Los calzoncillos eran de algodón.
ResponderEliminarYa, ya, eso es lo que te dijeron en la tienda, pero al tacto eran de lana.
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