En Cluj-Napoca, la ciudad rumana-romana, no existe el sol ni el viento. Los cielos se tejen con cables de teléfonos y las iglesias se han adueñado de las calles. En Cluj-Napoca, en Rumanía, la apostolina Mª Luisa tejió también con bolsas de basura y cartulinas los trajes de pingüino para disfrazar a nuestros chicos en la representación de un autor rumano de difícil interpretación. Alejandro, Alicia, Susana, Leticia, Pilar, Míriam, Irene y Luismi se atropellaban en el vestíbulo del teatro que a nosotros nos sirvió de camerinos y de sala de ensayos (así es el teatro de urgencia). Los nervios eran evidentes, el teatro mudo que iban a representar era incomprensible y fallaron también los medios técnicos (cómo no). Aún así, ataviados con picos y patas de papel y vestidos con el plástico de los desperdicios no dudaron nuestros chicos en saltar al escenario y salir airosos del embolado en el que nos habíamos metido con ese Apollodor que viajaba por todo el mundo y que saludaba a toda la familia y que acudía al médico y otras tantas acciones sin sentido.. El teatro del absurdo se unió a nuestro teatro de la urgencia y se formó un conglomerado extraño. Después de las representaciones asistimos a una película rumana muy curiosa en la que se trataba el problema de la transición a la democracia de un pueblo sometido a un dictador y la impudicia de los buitres occidentales (en este caso franceses). Todo en tono de comedia social a la manera de Loach, no sé dónde vio el profesor italiano las referencias a Joyce ni el parecido que le encontró la profesora rumana con Volver. Lo mejor de la película fue sin duda el paseo de Alejandro entre la primera butaca y la pantalla quejándose de que le dolían mucho las entrañas, posiblemente previó los discursos posteriores que pretendían comentar la película.
Se curó milagrosamente con unos tragos de agua.
Por la noche, la fiesta de despedida: un baile de máscaras intercultural con cena frugal y mucha diversión (hasta mi hija bailaba). Un camarero rumano que había trabajado en la costa española nos sirvió con mucha dedicación, a nosotros y a las dos profesoras rumanas que se sentaron a nuestra mesa y que se parecían misteriosamente a dos personajes muy famosos de la prensa rosa. En los bailes, de nuevo emergió la figura de Lusmi, deslumbrando con su ritmo latino insuperable, aunque una de las chicas turcas le hizo la competencia seriamente. Todo olía a adioses y a despedidas eternas. Así lo vieron los turcos quienes volvieron a chocar sus cabezas contra las nuestras con la tristeza de no volvernos a ver. En las repisas de las ventanas descansaban las máscaras de pasta lanzando muecas de melancolía que dejaron en penumbra la sala. La aventura había concluido, las jornadas en el país en donde no sopla el viento y el sol se esconde por miedo a las arañas tocaban a su fin. El lamento turco fue el más intenso. No compartimos con ellos muchas palabras, pero sí muchos sentidos cabezazos.
¡Qué pena que ya han acabado las crónicas!
ResponderEliminarYa vendrán otras, por ejemplo las de Roma.
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