Una cita de Rafael Sánchez Ferlosio que podría ilustrar el comienzo de mi novela, "Bilis": "Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes". Aquí dejo un extracto de la misma, el breve primer capítulo, compuesto de la materia desgarradora de la cita:
I
El día que murió mi padre me cagué en Dios hasta
que se me rajó el paladar. No había cumplido los quince
años y no recuerdo que me mojara las mejillas ni una sola
lágrima, eso sí, los votos salían escupidos a borbotones,
calientes y densos, como la sangre del cerdo tras el tajo del
matarife.
Con el pelo relamido por una mano de aceite, su
cadáver reposaba en una cama de bronce, callado y oscuro,
bajo la penumbra de una bombilla a punto de fundirse.
Mi madre sollozaba junto a él, arrodillada, sometida a la
desgracia de una viudedad temprana, acongojada por la
mirada atónita de mis tres hermanos. Seis meses antes
recogimos de la cárcel una ruina de cuerpo, deshecho en
toses de perro.
Le habían regalado una neumonía que le reventó los
pulmones. Me detuve en sus párpados (que mi madre había
plegado para ocultar una mirada perdida), en los algodones
que deformaban su nariz, en la boca entreabierta, en la
mandíbula caída.
Rastrillé con la mano las crenchas que se habían
despegado de mi cabello, peor aceitado que el suyo, sin
apartar mi odio vacío del cuerpo enjuto que se hundía en
el colchón de lana del dormitorio.
La fotografía coloreada de mis abuelos presidía la
escena con la inmovilidad macilenta de un decorado de
teatro abandonado. Suspendido en la pared, acribillado por
el tiempo, el retrato de Francisco, el “Semental”, acunaba al hijo desde su imagen de muerto lejano, junto a su tercera
esposa, irreales tras una pátina morada que les resaltaba las mejillas.
Mi madre intentó cogerme la mano para enlazar
nuestro dolor y yo la aparté con un desprecio frío que
nacía del resentimiento y del desconcierto. Mis hermanos
asomaban la jeta desde el umbral de la puerta: animales
asustados en el brocal de un pozo. Los absorbió un
tropel de viejas enlutadas que me desesperaron con sus
besuqueos rancios. “¡Quita, hostia!”, oyó mi madre que
le escupía a una de ellas, cuando intentaba abrazarme. A
través de sus ojos aguados, Soledad me miró con aspereza,
para reconvenir mi comportamiento, al tiempo que yo me
zafaba con desprecio de otra vecina, envuelta en tocas de
orines secos. Las dejé rumiando un “pobre diablo, se cree
que es un hombre...”.
Volví sobre mi padre, al que acababan de enlazarle
las mandíbulas con un pañuelo amarillento, y las paredes se
cerraron sobre mí aplastándome el pecho. Una sensación
de ahogo y de desolación infinita me acongojó hasta
sentirme tan frágil como la bombilla parpadeante que
colgaba del techo. Noté un plomo denso que me revolvió
las tripas y advertí que mi abuelo Marino no estaba ya en
condiciones de aligerármelo, que mis hermanos apenas
podían piar, que el mundo era un saco de miserias del que
supuraba gota a gota un suero viscoso que empastaba las
miradas de estupor. Mis hermanos seguían asomados a la
puerta, aterrorizados ante la posibilidad de que el pozo de
la alcoba los engullera sin compasión. Me ceñí el cinturón y
salí sin decirles nada. Ni siquiera atendí a los ojos de súplica de mi hermana pequeña, que buscaba una explicación al
desconcierto que produce la muerte.
El recuerdo es un mal esposo del pasado: nunca
le es fiel. No confío en su dibujo, solo en la impresión
pertinaz que deja la muerte cuando el que desaparece está
muy próximo a nosotros, solo en esa bombilla oscilante y
en ese pañuelo amarillento que se fijó en lo más alto del
paladar para dejar un sabor amargo en todos los tragos
de la memoria, solo en esa impresión hepática que me
viene a la boca cuando el pasado me visita y me devuelve
al desamparo de aquellos años. Las caricaturas que nos
presenta la memoria tienen el tono de una película muda
en la que se hubieran hurtado también algunos rostros,
pero esas quemaduras que deja la muerte siempre supuran
un dolor reconocible.
Mi padre murió, sí, y yo rabiaba por la mala suerte
con que me agasajaron la infancia y la juventud. Una
rabia difícil de olvidar y que dejó su mancha indeleble en
la violencia de mi comportamiento. Una bilis difícil de
retener y que ha agriado mi enfrentamiento con la vida.
La gente me estorba, y no es una manía de la vejez. Mi
hosquedad se mostró sin disimulos el día que velamos a
mi padre: con menos de quince años y con una espalda
hecha ya para el trabajo, no aguantaba a ninguno de los
que rodeaban al cadáver, ni a los socios del almacén que
maldecía todos los días, ni a las vecinas chismosas que
acudían al olor de la desgracia, ni siquiera soportaba que
me tocara mi madre. Salí de allí golpeado por el desamparo
y por el asco de verme rodeado de aquel olor rancio de gente que acumulaba miserias y se nutría con las de sus
vecinos como único alimento de su consuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario