Tercera entrega del estudio de David Arona sobre Criaturas del Piripao.
La novela muestra infinidad de ejemplos de limitación de la omnisciencia a través del estilo indirecto libre y con ello también una multiplicidad de tonos. La visión de los cómicos por parte de Suero Láinez nos ofrece una idealización infantil de la realidad, que muestra su entusiasmo con un recurso tan natural y sencillo como el paralelismo, reforzado con el poder de la enumeración: “Envidiaba aquel oficio tan próximo al suyo: vagar por los pueblos con estas representaciones que a todo el mundo apasionaban; compartir camino con camaradas comediantes que harían el pasar entretenido; tranformarse en alcalde, viejo, gracioso, soldado, matasiete, dueña, incluso rey; y bajar del escenario tan vivo como se ha subido a pesar de haber muerto cien veces sobre él…” El párrafo además contiene el germen de una ironía estructural basada en la ignorancia genérica del individuo acerca de lo que le ha de suceder en un futuro. El pasar entretenido de Suero será verse emplumado por sus compañeros o desollado cuando lo bañan en el río de aguas heladas; del escenario sí baja vivo, pero cubierto de inmundicias… y el vagar continuo por esos mundos saca a flote todas las rencillas, envidias y rencores de los cómicos, que suelen desahogarse en el más débil, en este caso Suero.
La visión de los cómicos de fray Berto es muy distinta, se identifica en parte con ellos, pero desde una emoción muy lejana al sentir de Suero. Tiene su gracia, porque muestra claramente las distintas sensibilidades del ser humano y lo profundamente diferentes que somos unos de otros. No me resisto a citar la impresión del cura a través otra vez del estilo indirecto libre: “Fray Berto, quien también había acudido a la llamada del muchacho, desconfiaba de estas gentes. A menudo, según le había avisado su obispo, eran estas compañías madriguera de delincuentes, huronera de frailes y clérigos apóstatas. Sin embargo, Berto se sentía compadre de estos farsantes. Gustaba de oírlos y verlos actuar. Cuando él se subía al púlpito para endilgar el correspondiente sermón, le gustaba adornar su palabra y sus gestos a la manera de los cómicos. Se deleitaba al constatar los rastros de pánico que sus relatos ejemplares y conminatorios provocaban en los fieles. Algunos estallaban en llanto al verse reflejados en los pecados que se reconvenían y al comprobar la penitencia infernal que llevaba consigo su comisión. Este era uno de los momentos de triunfo del cura, no por ver el arrepentimiento cristiano sino por sentir el poder sobre ese amasijo de desgraciados. El relato cruel de una monja lujuriosa que acabó preñada era un motivo recurrente en sus sermones…” El fragmento muestra el sadismo asociado al poder y la ironía estructural que muestra el egoísmo cínico y la soberbia del personaje. El cura busca en El Corbacho, compendio de la misoginia medieval, la perversión de las mujeres, se deleita en la lujuria de la monja, cuando él es un mujeriego impenitente y un pervertido en toda la extensión de la palabra, ya que es un violador de criadas y un profanador de tumbas con fines inconfesables.
El narrador limita su punto de vista también a través del estilo directo. Por ejemplo, la relación de complicidad primero y de amistad después entre Torralba y Mencía se presenta a través del diálogo directo, que sirve, entre otros aspectos, para reflejar de primera mano la personalidad de ambas, la confianza creciente que se tienen y su radical humanidad, subrayada incluso con la irrupción de un agente externo que supone un cataclismo para la amistad:
-No es solo a ti a quien persiguen esas hienas. Ya te conté que el cuñado de mi ama, don Alvar Ansárez, se había vuelto de Madrid porque estos perros le andaban royendo los talones. Su comportamiento en la corte movió al escándalo de su vecindad…
- No serán, Torralba, las cuitas de tu amo como las mías. Él riega el huerto bajo el baldaquino del poderoso. Aún tengo por ver a algún caballero o dama principal paseado en el carro de las vergüenzas o empingorotado con el sambenito de los herejes y sodomitas. Yo, además, no practico ningún mal nefando, no me dedico a mis farmacopeas sino por necesidad…Tú no me conoces del todo bien, pero puedo decirte que llana soy, de buena sombra y si alguna maldad tengo, más se la debo a los que me persiguen que a mi crianza…”
En la cita anterior, opinan los personajes. El narrador renuncia al olimpismo decimonónico que juzgaba y opinaba y permite que sean los personajes, fidedignamente captados con sus propias palabras en un momento de serenidad, los que denuncien la locura xenófoba de la sociedad barroca y su estructuración en castas, algunas de ellas con privilegios sagrados como los nobles cristiano-viejos parapetados tras las órdenes militares.
Cuando las cosas se complican para la protagonista, esta recurre a Fray Berto. El autor nuevamente renuncia al modo narrativo para a través del estilo directo evidenciar descarnadamente qué se esconde tras la sótana del cura cuando Mencía, desesperada por el miedo a la hoguera, recurre a uno de sus más fieles pacientes. Otra vez, el personaje y en esta ocasión no se trata de Suero, ignora por completo con lo que se va a encontrar, pues el párroco responde a la petición de ayuda de la protagonista de este modo: “En buen lugar me dejas, perra herética, sin alivio para mis males. Antes de que te procesen debes dejar las recetas de tus lenitivos en mis manos. A ti, ya no han de servirte más”. Es el colmo del egoísmo y del cinismo más cruel y, por si fuera poco, ante las súplicas de la morisca, remata: “¡Deja ya de gemir como una rata herida! Yo voy a ser el principal perjudicado de tu caída en desgracia…¡Saca tus rastreros huesos de mi casa y déjame rumiar la cena en paz! Esto es lo que se consigue con que zánganas como tú visiten la morada de hombres de buena fe”. Habla el cura, pero la ironía del narrador, implícita en las palabras del personaje, es demoledora.
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