domingo, 17 de abril de 2016

"William Shakespeare, el inagotable" por Marcos Ordóñez


PETER ACKROYD, QUE ESCRIBIÓ una vivaz (y voluminosa) biografía de Shakespeare, le describe como una esponja que absorbía todo lo que estaba a su alcance. Aprendió de las reacciones del público y de los actores, de las historias escritas hacía varios siglos (las célebres Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, de Holinshed, publicadas en 1577, su libro de cabecera) y de lo que acababa de estrenarse, los diálogos cortesanos de John Lily y las tramas sangrientas y enloquecidas de George Peele, y sobre todo de las exuberantes tragedias de Christopher Marlowe, su primer ídolo. “Amplió y profundizó enormemente su léxico”, cuenta Ackroyd, “a medida que experimentaba con las diversas formas del arte dramático. Estaba en total sintonía con el lenguaje que le rodeaba —los poemas, las funciones, los panfletos, los discursos, el habla de la calle— y devoró cuanto se le puso por delante. Tal vez no haya existido mayor asimilador en la historia del teatro”. Una de las grandes preguntas: ¿de dónde sacó Shakespeare los muchos conocimientos que aparecen en sus obras? Es cierto que no pisó la universidad, pero las escuelas isabelinas, según T. W. Baldwin, “proporcionaban un formidable saber lingüístico y literario: se estudiaba allí retórica y elocuencia, se interpretaban obras clásicas, se improvisaban discursos y exposiciones orales. Shakespeare, casi con toda seguridad, sabía leer latín, francés e italiano”. A juzgar por sus textos, parece haber leído muchísimo, pero de manera singular. Ackroyd averiguó que citaba “muchos comienzos” (de libros bíblicos y de Ovidio, sobre todo) pero “escasas conclusiones”: lo que podríamos llamar “síndrome del lector vago”, pero, desde luego, con mucho aprovechamiento.
Me gusta la imagen del joven Shakespeare llegando a Londres tras sus “años perdidos”, todavía hoy por documentar. Una ciudad juvenil (la mitad de la población tenía menos de 20 años), violenta y acosada por la muerte: en 1594, 15.000 londinenses cayeron víctimas de la peste. No es extraño que escribiera a gran velocidad. Ni que eligiera el teatro, esa forma de vida agudizada, intensificada. Y rentable, como pudo comprobar: acabó siendo copropietario del Globe y del Blackfriars, un teatro abierto y otro cubierto; adquirió tierras y escudo de armas, la gran obsesión de su padre, y una gran casa en Stratford.
En Londres encontró a su nueva familia, una pandilla de cómicos, la Lord Chamberlain’s Men, creada y protegida por Henry Carey, barón de Hunsdon, responsable de los espectáculos palaciegos, y dirigida por Richard Burbage, el actor (junto con Edward Alleyn) más popular de su época y el mejor amigo de Shakespeare. La band of brothers estaba integrada, entre otros, por Burbage, John Sinclair, Augustine Phillips, Nicholas Tooley, Henry Condell y John Heminges (que compilarían el Primer folio de la obra shakespeariana), así como Will Kempe, el bufón más famoso del reino, y el propio Shakespeare, por supuesto. Lideraron, bajo el patronazgo de la reina Isabel y luego del rey Jaime, la compañía más longeva de la historia teatral británica: de 1594 a 1642, un periodo de casi cincuenta años. Fueron, según Ackroyd, “un grupo de compañeros con intereses y obligaciones comunes: vivieron en el mismo barrio y se casaron con hijas, hermanas y viudas de sus respectivas familias, que a su vez se unieron a la troupe”. Y, dato importante, formaron una cooperativa para repartirse los ingresos y reinvertir en nuevas producciones. Se convirtieron en una auténtica factoría: en dos o tres semanas montaban una obra y realizaban 15 estrenos por temporada.
Por lo que parece (en la vida de Shakespeare hay mucho de especulación) fue actor y también director. Desde luego, conocía bien el oficio y las sutilezas de la puesta en escena, como prueban las famosas Instrucciones a los cómicos de Hamlet, quizás el primer texto en el que vemos a un auténtico director en acción, y que aquí resumo: “Te ruego que recites el pasaje con soltura y de manera natural. No cortes demasiado el aire con las manos, pues en el mismo torbellino de la pasión has de mostrar templanza y suavidad: que la acción responda a la palabra y la palabra a la acción, poniendo especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza, porque todo exceso traiciona la intención del teatro, que no es otra que colocar un espejo ante la vida: mostrar a la virtud y al vicio sus propios rasgos, y a cada época, su forma y su sello”.
A la hora de construir un verbo poético y dramático, tomó posesión del pentámetro yámbico y lo hizo resonar como nunca hasta entonces. Los versos le marcan al actor, sin indicaciones, un ritmo esencial: cómo ha de respirarlos, dónde están los galopes y los momentos de reposo. Y mucho más que un ritmo: Jordi Balló y Xavier Pérez señalan en El mundo, un escenario de qué modo “construye la imagen en el oyente y cómo se hace visión aunque no llegue a visualizarse”, y cómo brota la conciencia del personaje, nunca tan claramente plasmada hasta entonces, una conciencia que “habla mientras piensa y se escucha a sí misma”. Parecía convencido (y así lo demostró) de que todo, absolutamente todo, podía mostrarse en un escenario desnudo. Nadie igualó en el teatro su ambición narrativa ni la amplitud de su mirada.


Para algunos, Shakespeare nunca existió. La controversia no descansa: que si fue Edward de Vere, que si Marlowe (falsamente muerto, claro), que si Bacon. Se comprende: su mera existencia puede ser una afrenta para el resto de los mortales. En su estupendo ensayo La calidad de la misericordia, Peter Brook desmonta las reiteraciones de los negacionistas con dos o tres argumentos muy sensatos. Uno: Londres no era lo bastante grande (y el mundo del teatro, “el peor ambiente para guardar un secreto”, señala), como para que la presunta impostura de Shakespeare no hubiera salido a la luz. Dos: un hombre que encontró su lugar en una familia de cómicos no podía ser un aristócrata. Y tres: un genio puede brotar en el entorno más humilde, como demuestra Leonardo da Vinci, hijo ilegítimo de un notario y una campesina. Hablar de Shakespeare, como se ve, es asunto inagotable. Como bien escribió Borges en Everything and Nothing, “nadie fue tantos hombres como aquel hombre que, a semejanza del egipcio Proteo, pudo agotar todas las apariencias del ser”. 

"Martutene" de Ramón Saizarbitoria


Un hallazgo literario muy interesante: la novela del autor vasco Ramón Saizarbitoria, "Martutene", tan voluminosa como refrescante. De un sabor proustiano muy natural, que ya no se lleva. Un extracto en el que se define la vejez: "...un hombre que no se siente obligado a nada, que tiene ya la sensación de no deberle nada a nadie en este mundo, asustado de la creciente desafección ante sus amigos, de su creciente indiferencia ante los acontecimientos públicos, de su creciente libertad. Eso es lo que convierte a alguien en viejo y no el hecho de necesitar bastón".

sábado, 16 de abril de 2016

"Shakespeare no es Cervantes" por Alberto Manguel


NUESTRA APTITUD PARA VER constelaciones de estrellas distantes entre sí y por lo general muertas se vuelca en otras áreas de nuestra vida sensible. Agrupamos en una misma cartografía imaginaria hitos geográficos disímiles, hechos históricos aislados, personas cuyo solo punto común es un idioma o un cumpleaños compartido. Creamos así circunstancias cuya explicación puede ser encontrada solamente en la astrología o la quiromancia, y a partir de estos embrujos intentamos responder a viejas preguntas metafísicas sobre el azar y la fortuna. El hecho de que las fechas de William Shakespeare y Miguel de Cervantes casi coincidan hace que no solo asociemos a estos dos personajes singulares en obligatorias celebraciones oficiales, sino que busquemos en estos seres tan diferentes una identidad compartida.
Desde un punto de vista histórico, sus realidades fueron notoriamente distintas. La Inglaterra de Shakespeare transitó entre la autoridad de Isabel y la de Jaime, la primera de ambiciones imperiales y la segunda de preocupaciones sobre todo internas, calidades reflejadas en obras como Hamlet y Julio César por una parte, y en Macbeth y El rey Lear por otra. El teatro era un arte menoscabado en Inglaterra: cuando Shakespeare murió, después de haber escrito algunas de las obras que ahora universalmente consideramos imprescindibles para nuestra imaginación, no hubo ceremonias oficiales en Stratford-upon-Avon, ninguno de sus contemporáneos europeos escribió su elegía en su honor, y nadie en Inglaterra propuso que fuese sepultado en la abadía de Westminster, donde yacían los escritores célebres como Spencer y Chaucer. Shakespeare era (según cuenta su casi contemporáneo John Aubrey) hijo de un carnicero y de adolescente le gustaba recitar poemas ante los azorados matarifes. Fue actor, empresario teatral, recaudador de impuestos (como Cervantes) y no sabemos con certeza si alguna vez viajó al extranjero. La primera traducción de una de sus obras apareció en Alemania en 1762, casi siglo y medio después de su muerte.
Cervantes vivió en una España que extendía su autoridad en la parte del Nuevo Mundo que le había sido otorgado por el Tratado de Tordesillas, con la cruz y la espada, degollando un “infinito número de ánimas,” dice el padre Las Casas, para “henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas” con “la insaciable codicia y ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo”. Por medio de sucesivas expulsiones de judíos y árabes, y luego de conversos, España había querido inventarse una identidad cristiana pura, negando la realidad de sus raíces entrelazadas. En tales circunstancias, el Quijote resulta un acto subversivo, con la entrega de la autoría de lo que será la obra cumbre de la literatura española a un moro, Cide Hamete, y con el testimonio del morisco Ricote denunciando la infamia de las medidas de expulsión. Miguel de Cervantes (nos dice él mismo) “fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo. Perdió en la batalla de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa”. Tuvo comisiones en Andalucía, fue recaudador de impuestos (como Shakespeare), padeció cárcel en Sevilla, fue miembro de la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento y más tarde novicio de la Orden Tercera. Su Quijote lo hizo tan famoso que cuando escribió la segunda parte pudo decir al bachiller Carrasco, y sin exageración, “que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca”.
La lengua de Shakespeare había llegado a su punto más alto. Confluencia de lenguas germánicas y latinas, el riquísimo vocabulario del inglés del siglo XVI permitió a Shakespeare una extensión sonora y una profundidad epistemológica asombrosas. Cuando Macbeth declara que su mano ensangrentada “teñiría de carmesí el mar multitudinario, volviendo lo verde rojo” (“the multitudinous seas incarnadine / Making the green one red”), los lentos epítetos multisilábicos latinos son contrapuestos a los bruscos y contundentes monosílabos sajones, resaltando la brutalidad del acto. Instrumento de la Reforma, la lengua inglesa fue sometida a un escrutinio severo por los censores. En 1667, en la Historia de la Royal Society of London, el obispo Sprat advirtió de los seductores peligros que ofrecían los extravagantes laberintos del barroco y recomendó volver a la primitiva pureza y brevedad del lenguaje, “cuando los hombres comunicaban un cierto número de cosas en un número igual de palabras”. A pesar de los magníficos ejemplos de barroco inglés —sir Thomas Browne, Robert Burton, el mismo Shakespeare, por supuesto—, la Iglesia anglicana prescribía exactitud y concisión que permitiría a los elegidos el entendimiento de la Verdad Revelada, tal como lo había hecho el equipo de traductores de la Biblia por orden del rey Jaime. Shakespeare, sin embargo, logró ser milagrosamente barroco y exacto, expansivo y escrupuloso al mismo tiempo. La acumulación de metáforas, la profusión de adjetivos, los cambios de vocabulario y de tono profundizan y no diluyen el sentido de sus versos. El quizás demasiado famoso monólogo de Hamlet sería imposible en español puesto que este exige elegir entre ser y estar. En seis monosílabos ingleses el Príncipe de Dinamarca define la preocupación esencial de todo ser humano consciente; Calderón, en cambio, requiere 30 versos españoles para decir la misma cosa.
El español de Cervantes es despreocupado, generoso, derrochón. Le importa más lo que cuenta que cómo lo cuenta, y menos cómo lo cuenta que el puro placer de hilvanar palabras. Frase tras frase, párrafo tras párrafo, es en fluir de las palabras que recorremos los caminos de su España polvorienta y difícil, y seguimos las violentas aventuras del héroe justiciero, y reconocemos a los personajes vivos de Don Quijote y Sancho. Las inspiradas y sentidas declaraciones del primero y las vulgares y no menos sentidas palabras del segundo cobran vigor dramático en el torrente verbal que las arrastra. De manera esencial, la máquina literaria entera del Quijote es más verosímil, más comprensible, más vigorosa que cualquiera de sus partes. Las citas cervantinas extraídas de su contexto parecen casi banales; la obra completa es quizás la mejor novela jamás escrita, y la más original.
Si queremos dejarnos llevar por nuestro impulso asociativo, podemos considerar a estos dos escritores como opuestos o complementarios. Podemos verlos a la luz (o a la sombra) de la Reforma uno, de la Contrarreforma el otro. Podemos verlos el uno como maestro de un género popular de poco prestigio y el otro como maestro de un género popular prestigioso. Podemos verlos como iguales, artistas ambos tratando de emplear los medios a su disposición para crear obras iluminadas y geniales, sin saber que eran iluminadas y geniales. Shakespeare nunca reunió los textos de sus obras teatrales (la tarea estuvo a cargo de su amigo Ben Jonson) y Cervantes estuvo convencido de que su fama dependería de su Viaje del Parnaso y del Persiles y Sigismunda.

¿Se conocieron, estos dos monstruos? Podemos sospechar que Shakespeare tuvo noticias del Quijote y que lo leyó o leyó al menos el episodio de Cardenio que luego convirtió en una pieza hoy perdida: Roger Chartier ha investigado detalladamente esta tentadora hipótesis. Probablemente no, pero si lo hicieron, es posible que ni Cervantes ni Shakespeare reconociese en el otro a una estrella de importancia universal, o que simplemente no admitiese otro cuerpo celeste de igual intensidad y tamaño en su órbita. Cuando Joyce y Proust se encontraron, intercambiaron tres o cuatro banalidades, Joyce quejándose de sus dolores de cabeza y Proust de sus dolores de estómago. Quizás con Shakespeare y Cervantes hubiese ocurrido algo similar. 

martes, 12 de abril de 2016

"¿Cómo construimos la casa de Dios?" por Alfonso Vila Francés


A los primeros cristianos se podría decir que los pilló el toro. Un día estaban en las catacumbas, masacrados por Diocleciano, y al siguiente Constantino ganaba batallas con la cruz como emblema.
Tenían que improvisar algo rápido y se les ocurrió coger algo que ya existía y que les venía bien: la basílica romana, que era un edificio destinado a ejercer la justicia. Lo tenían todo hecho ya y no se molestaron más que en cambiar unas esculturas por otras y unos mosaicos por otros. Por un tiempo tuvieron de sobra. Cuando empezaron a abundar los santos y los bautizos, recuperaron viejos edificios romanos para hacer mausoleos y baptisterios, que eran edificios pequeños y de planta central, pero no demasiado originales. El único que se atrevió a crear algo nuevo fue Justiniano, con su Santa Sofía. Y no por la tipología de la planta, sino por su tamaño y por su cúpula sobre pechinas.
Llegamos a la Edad Media y con ella llegamos a los monasterios. Eso ya era otra cosa. La iglesia era parte de un gran conjunto. Sobre el año 1000 aparece el primer gran arte cristiano europeo, el románico. Antes hemos tenido algunos intentos, como el visigodo, el carolingio y el prerrománico asturiano; y desde luego, tenemos el arte bizantino, que no supone ninguna ruptura con el arte romano y continuará casi sin cambios hasta 1453, cuando finalmente caiga Constantinopla en poder del sultán Mehmed II. Pero el románico ya es otra cosa, algo que recuerda muy poco a la antigüedad clásica, ni en su escultura ni en su pintura ni tampoco en su arquitectura, que parece tan alejado como si perteneciera a otra civilización sin contacto con el mundo anterior. Naturalmente decimos «parece», porque los libros de Vitrubio no se olvidan nunca aunque se olviden, es decir, que cualquiera que se plantee construir algo en Europa, ya sea un puente, ya sea un castillo, ya sea un palacio, ya sea una iglesia, no puede librarse de las técnicas ni de los modelos romanos, como tampoco puede dejar de mirar de reojo al arte musulmán, sobre todo en las zonas del sur de Europa y Tierra Santa, donde, no lo olvidemos, llegan las cruzadas.
En cualquier caso tememos un nombre, el abad Hugo de Semur. Él será el responsable de la reforma del monasterio que recibe el nombre de Cluny III. La iglesia del monasterio será el modelo de todas las grandes catedrales románicas, pero el románico no es solo un arte de catedrales y grandes basílicas, como las catedrales de Ripoll y Santiago de Compostela o la basílica de Santa María de Vezelay, es también un arte de pequeñas ermitas e iglesias rurales, como las iglesias del pirineo catalán, o como San Baudelio de Berlanga, e incluso es un arte de criptas, como la cripta de San Isidoro en León. En cualquier construcción románica encontraremos mucho muro, mucha piedra, muy poca luz, poca altura y sensación de solidez, de edificio muy pesado y robusto. No lo hacen por gusto. Por un lado muchas iglesias son edificios defensivos (la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós, en Huesca, con su estrecha y oculta escalera para escapar de las razias moras), por otro lado está el asunto del peso de la cobertura. Las bóvedas de cañón derivan su peso a los muros laterales. No hay contrafuertes, como en el gótico. No se pueden poner ventanas porque si pones muchas ventanas el muro no aguanta el peso de la bóveda y el edificio se hunde. Pero los muros tienen una ventaja: se pueden pintar. Y en el románico tenemos esas magníficas pinturas al fresco que no tenemos en el gótico.
Hemos dicho que la primera gran iglesia románica es la de Cluny III. También en Francia, unos doscientos años después, aparece el otro gran estilo de la Edad Media, el gótico. También surge en un monasterio, con una nueva orden, el Cister, creada por Roberto de Molesmes y difundida por Bernardo de Claraval. Al gótico le corresponde vivir el renacimiento urbano de los siglos XIII y XIV, hasta la llegada de las pestes que a partir de 1347 pararán en seco el desarrollo y el crecimiento de la población europea. Por tanto las catedrales góticas ganarán en esplendor a las románicas. Hay más dinero. Hay más ambición. Y el resultado son edificios más altos. El arco apuntado sustituye al arco de medio punto. Tenemos una nueva bóveda, la de crucería, y tenemos los arbotantes, que trasladan el peso a los contrafuertes. Podemos llenar los muros de ventanas, grandes ventanas, incluso podemos hacer que casi desaparezcan los muros, como en la Capilla Real de París. Y por si los edificios no son ya bastante altos, les ponemos remates puntiagudos (los chapiteles o pináculos o agujas caladas) y levantamos los cimborrios románicos.
Pese a todo los arquitectos volverán a mirar a los romanos, ya lo he dicho, pero no de un modo inconsciente sino con pleno interés. Se ha dicho muchas veces que los libros de arquitectura de Vitruvio fueron redescubiertos por un humanista florentino en 1414 en el monasterio de Montecassino. Parece ser que es una leyenda, pero en cualquier caso es un hecho fundamental que el nuevo tiempo, esa Europa que ha sobrevivido a la peste y que ya no es la Europa de la Edad Media sino otra cosa que aún está por definir, se lanza a desenterrar el pasado clásico en todas sus formas. No estaba olvidado, desde luego, pero es ahora cuando aparece la Academia Platónica en Florencia, cuando vuelven las grandes esculturas de bronce (como los condotieros de Donatelo y de Verrochio), cuando se empiezan a traducir los viejos pergaminos griegos, cuando se vuelven a leer los libros de política de Tito Livio, y cuando un orfebre que nunca había construido nada se pone a estudiar las ruinas de Roma y descubre cómo puñetas se puede terminar la catedral de Santa María de las Flores, a la que le faltaba la cúpula. Hemos llegado a Brunelleschi y con él hemos llegado a la gran catedral renacentista.
Si se va a Roma hay que ver el Panteón. Si se va a Estambul hay que ver Santa Sofía. Si se va a Florencia no hay que ser vagos y hay que subir a la cúpula de Santa María de las Flores. Sé que cuesta, está muy alta, hay escalones y escalones y más escalones, y los escalones no se acaban nunca. Pero solo desde dentro de la cúpula se puede entender la cúpula de Brunelleschi. Y cuesta entenderla, pese a todo, porque en realidad son dos cúpulas, o mejor dicho, es una cúpula que esconde en su interior un tambor octogonal, porque se construyó sin andamios, porque se utilizó un sistema de construcción (los ladrillos, y sobre todo, el modo de colocación de estos, intercalando hileras de ladrillos trasversales) inventado por alguien que no dejó ni una nota escrita sobre cómo se hizo, nada que pudiera servir a futuros arquitectos, y porque antes de ponerse a construir su cúpula, Brunelleschi, desilusionado por haber perdido el concurso para las segundas puertas del Baptisterio frente a Ghiberti, se pasó un buen montón de años estudiando sobre el terreno las ruinas romanas.
Pero es que Brunelleschi, además, nos dejó un nuevo modelo de iglesia cristiana, una iglesia que vuelve a la basílica romana pero con una novedad radical: lo más importante de la iglesia es lo que no se ve, lo que no se puede tocar, lo intangible, lo inmaterial: el tratamiento de la luz. ¿Alguien ha visto una zona de sombra en la iglesia de San Lorenzo? No. No hay sombras. Ni hay exceso de luz en otros puntos. Todo allí es uniforme, todo está bañado por la misma atmósfera tenue y diáfana. ¿Y de dónde le viene la luz? Pues no se sabe bien. No tenemos grandes rosetones góticos. La luz parece venir de cualquier lado, pero toda es igual. Y toda es igual porque el arquitecto se ha preocupado por distribuir el espacio de tal modo que ningún lugar de la iglesia se diferencie de los otros, parezca más importante, trasmita una sensación distinta del resto. En una iglesia románica o gótica uno, nada más entrar, sabe que tiene que ir de la puerta hacia el altar, que está al fondo. Cuando uno entra en San Lorenzo se pierde, todo es igual de hermoso, de suntuoso, de armónico. Esté donde esté, mire donde mire, uno sabe que está en un lugar especial, privilegiado.
Vignola devolverá la oscuridad a la iglesia. Recordará un poco al románico pero en este caso su oscuridad es voluntaria, y está reservada solo a las capillas laterales, mientras que la nave central, la única nave central, está toda iluminada. Pero Vignola ha conocido de primera mano el manierismo de Miguel Ángel, y los que le encargan su iglesia, los jesuitas, saben que toca pelear con todas las armas contra los reformadores.
Con Brunelleschi empieza lo que luego continúa Miguel Ángel en su cúpula de San Pedro, lo que luego continúa Christopher Wren en la catedral de Londres, ya en el Barroco, ya en el siglo XVII, lo que continúa Jules Hardouin Mansart en su, también barroca, Iglesia de los Inválidos, lo que se desparrama, en los siglos XVIII y XIX en todas y todas las cúpulas neoclásicas. Salirse de la norma tiene su precio. Brunelleschi no quiso agremiarse, no quiso pertenecer a un sistema donde el individuo contaba muy poco, y tuvo muchos problemas por ello. Como también Mozart se negó a vivir de un único mecenas y por tanto fue condenado a la pobreza. Lo normal es seguir a los maestros, que para eso son maestros, copiar y no innovar, reproducir y no inventar.

Pero el arte avanza al ritmo del mundo. Llega el siglo XX y el hierro, el acero, el hormigón y el vidrio son los elementos básicos de la arquitectura. Y viene Auguste Perret y se atreve a hacer una iglesia de hormigón armado y nada más, es decir, solo hormigón, hormigón, hormigón y hormigón. ¿Se puede pensar en un material más feo, soso y vulgar para una iglesia? Pues si visitan Notre-Dame du Raincy verán que fea no es. Otra cosa es lo que pensaron los que la vieron en 1923. Pero a veces uno se tropieza con un cura atrevido y entonces… bueno, entonces nos podemos tropezar con la iglesia de la Riola, de Alvar Aalto, o nos podemos tropezar con el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, que parece mentira que sea un edificio de la España franquista, y encima la casa del Señor, pero sí, mira tú por dónde, va y el edificio más moderno de la época es una iglesia, y no contentos con el edificio en sí, se atreven a meter esculturas de Oteiza y de Chillida, y para eso había que ser muy pero que muy atrevido… ¿Quién dice que la iglesia es reaccionaria? Pues algunos de sus edificios no lo son, desde luego.

domingo, 10 de abril de 2016

Aviso al lector de "Te negarán la luz" y 31 primeras páginas

En este enlace podrás leer las 31 primeras páginas de "Te negarán la luz"
AVISO AL LECTOR DE ESTA HISTORIA
En las postrimerías del siglo XI, el papa Urbano II anima en Clermont a que los caballeros cristianos se armen contra el infiel y participen en la Cruzada para salvar el sepulcro de Cristo de la humillación. Por las mismas fechas, el joven Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, comienza a dar lustre a la espada, a la verga y a la pluma.
La moda de la época tira del lado de lo tremendo. Como dice sir Thomas de Quincey, del 888 al 1111 se cultivó el arte del asesinato como nunca, así como la arquitectura eclesiástica y los vitrales. Los clérigos triunfan con sus sermones, herederos del milenarismo. Manejan como tema estrella el fin del mundo. Señales no faltan: pestes, señores despreciables, hambrunas que degeneran en el canibalismo, cometas, invasiones de infieles, avaricia… En cuanto falta la lluvia y la tierra deja de dar alimento, los campesinos, desamparados, se entregan al primer tiñoso con alucinaciones marianas o cristológicas. La Cruzada convocada en 1095 por Urbano II se convierte para los desgraciados en una salida de emergencia que desemboca casi siempre en la muerte. La mayor parte de la turba de mendigos perecerá en el trayecto, así como los judíos y musulmanes que se cruzan en su camino.
No extrañará, por tanto, que los relatos de mayor éxito sean los basados en el Apocalipsis: la tierra parece hundirse bajo la amenaza de los infieles, de la anarquía, de la depravación feudal y del hambre.
Que Guillermo de Aquitania se descubra tan alejado de mesías pandilleros, de predicadores, de santos vivientes y de otros iluminados no responde a la corriente tenebrosa de la Baja Edad Media. La voz lúbrica de Guillermo surge, disonante, entre el fragor de trompetas y gusanos: no apabulla al oyente con las maldiciones que le esperan más allá de este mundo terreno, ni busca espantar a los fieles para someterlos al dominio de la Iglesia.
Guillermo y sus camaradas trovadores se empeñan en elaborar un filtro de amor contra el Apocalipsis, al margen de las modas de clérigos y profetas. La vida del primer trovador es una lucha feroz contra la marea de la sangre y el crucifijo. Se rebela contra el poder que él mismo ostenta, enloquece, y busca en la mujer y en la poesía lo que intentan usurparle los obispos y la espada.
 En estas líneas, tan mentirosas o tan verdaderas como La divina comedia de Dante, se narra un viaje a los infiernos y al paraíso. En Te negarán la luz, Guillermo no está solo, pero le falta un Virgilio y le sobran beatrices. Nuestro héroe no se adentra en territorios fantásticos abonados por la teología, sino en Poitiers, en Tolosa, en Constantinopla, en Jerusalén, en Zaragoza, en Córdoba, en Sevilla… Recorre el mundo terreno en pos de la luz.
Si el buen tino os conduce en la lectura, hallaréis en esta historia al hombre tan vestido como lo abriga y lo desnuda el mundo. A Guillermo de Aquitania, el primero de los trovadores, rodeado de los monstruos que abrazan al poderoso y embriagado por los placeres que destila la vida. Un caballero del siglo XII  sometido a su circunstancia. Intentar desembarazarse de ella siempre conlleva una digestión de piedras.

"La condición humana" por Juan Goytisolo


Durante mis años de profesor visitante en la New York University conocí a un estudiante del departamento de Lenguas Románicas que preparaba una tesis sobre el libertinaje en la literatura francesa del siglo XVIII. Ambos compartíamos una gran admiración por Choderlos de Laclos y sus Amistades peligrosas —la mejor novela francesa según André Gide— y en una de nuestras charlas salió a relucir el nombre de Sade a quien el joven había leído con una mezcla de fascinación y de horror. “¿No cree usted que su obra no debería dejarse al alcance del público?”, me preguntó. Los lectores interesados darán siempre con ella, le repuse, pues saca a la luz los impulsos que anidan en la animalidad del ser humano y en virtud de ello posee una dimensión universal. Prueba de esto es la generalización del adjetivo sádico que llena el vacío de algo que carecía hasta entonces de una formulación precisa y clara como la de masoquista responde a las pulsiones expuestas en La Venus de las pieles, de Sacher Masoch.
Si evoco esta conversación lo hago a propósito de los esfuerzos por imponer unas líneas rojas a la expresión literaria de los fantasmas de la libido. Como escribí en mi ensayo sobre La Celestina, el frenesí del amor carnal —el sexo en toda su crudeza— es el de un mundo íntimo que se opone al mundo real como la desmesura a la medida, la locura a la cordura, la ebriedad a la lucidez, es decir, al de estos fantasmas que durante el sueño de la razón engendran monstruos. Conforme exponen Maurice Blanchot y George Bataille al estudiar la obra sadiana, la animalidad del ser humano —su exuberancia sexual— se convierte para el “divino marqués” en el único elemento que preserva al individuo de aquellos simulacros llamados prójimo, Dios, ideal: el yo sadiano no acepta ningún obstáculo que contraríe o amengüe su fiebre. Obviamente, los delirios e impulsos destructivos descritos en las páginas de Juliette o Les cents vingts jours de Sodome chocan en el plano real con la justicia y las leyes, pero su expresión literaria abarca al ser humano en toda su complejidad freudiana. La rebeldía del cuerpo frente a la ideología dominante y sus construcciones racionales omnímodas es la que reivindica la primacía de la impulsión erótica y esa ciega inexorable furia que restituye al individuo la conciencia de existir por sí mismo.
La estrecha relación entre libido y escritura ha sido minuciosamente analizada a partir de Freud y una amplia gama de psicólogos, ensayistas y estudiosos de la literatura. La obra literaria —novela o poesía— es una simbiosis de elementos racionales e irracionales en los que unos predominan sobre otros en grados muy diversos según el propósito de su creador. Un examen de un buen puñado de autores de diversas épocas nos muestra la imposibilidad de juzgarlos sin tener en cuenta dicha mezcla. ¿Cómo imponer una corrección política o ética a Rimbaud, Lautréamont o a los surrealistas? Empeño inútil: sin su irracionalidad desafiante simplemente no existirían. Los fantasmas del yo profundo, de un extravío sin límites, arramblan con los diques de contención de la ética y la razón. El artista impone la soberanía de sus fantasmas más allá de toda otra consideración y su libertad gozosa nos ilumina.
Existe en el ámbito literario una neta distinción entre la racionalidad del ensayo y la complejidad de la creación artística. Esta última no se sujeta a unas normas de regla y compás. Si me ciño a mi propia experiencia, he delimitado cuidadosamente sus campos sin mezclar capachos con berzas. La lógica de la razón resulta irrelevante por ejemplo en el caso de mis novelas Don Julián y Juan sin tierra. Algunas críticas formuladas aún en tiempos recientes ilustran no obstante la frecuente confusión de ambos planos. No es posible poner puertas al campo.
El lector me excusará aquí una breve digresión personal. Si la homosexualidad fue tildada de aberración durante siglos y condenada por el Santo Oficio a la hoguera hasta su aceptación tardía el pasado siglo en las sociedades democráticas occidentales, con la normatividad impuesta por los llamados “estudios de género” mi libido ha sido objeto de censuras por no ajustarse al esquema del canon gay. El que mis colegas de hecho y techo no fueran precisamente licenciados en Filosofía y Letras y pertenecieran a las que nuestros burgueses denominaban clases bajas ha llevado a algunos a concluir que mantuve con ellos una “relación neocolonial”. Ante tal manipulación no puedo sino manifestar sin complejos la primacía de mis gustos. La libido no admite enmienda mientras se mantenga en el plano de la imaginación y no engendre abusos por un empleo de la fuerza contra el otro sexo o en el caso aún más odioso de los abusos de la pedofilia que tanto abundan en las filas del clero. En nuestro erial, la expresión de la complejidad connatural al origen de la creación artística escasea pero halla una notable expresión en los escritos de Antonio Saura para quien “la cruda y salvaje belleza que anida en el ser humano” no cabe en la camisa de fuerza de lo normativo. Como dice a los guardianes de la corrección, “el arte, el placer y el mal caminan íntimamente relacionados, y difícilmente puede deslindarse cuál es la parte de Eros, cual es la porción de Tánatos en la cúpula de la intensidad”.
El Sade aprisionado en las mazmorras de la Bastilla a instancias de su poderosa suegra por la inaceptable violencia física ejercida en la persona de unas prostitutas encarna una libido que llevada a la realidad merece su inapelable condena. Ello era punible ya bajo l’Ancien Régime y lo es con mayor razón en la actualidad merced al lento progreso de nuestras costumbres y leyes que castigan la violencia sexual en la mayoría de Estados de nuestro mundo globalizado. Pero la exposición abierta de los impulsos animales de la libido en el terreno literario o virtual no incumple ley alguna en los países —los menos— no sometidos a una censura ideológica o religiosa, y las obras de Sade captan y dan un nombre a la furia animal subyacente en nuestra incorregible especie a la vez inhumana y humana.
Si sus novelas —con el sufrimiento detallado que impone a las víctimas— no sobresalen por su calidad artística, por el hecho de calar en las honduras de nuestro yo y hacer brotar de ellas como un géiser todo lo oculto bajo las apariencias de la convivencia y sociabilidad, se sitúan en un espacio nuevo e imposible de soslayar. El lado oscuro del hombre permaneció en estado latente en el universo de ruido y de furia en el que vivimos y aguardaba la pluma audaz que le pusiese su santo y señas. Gracias a Sade y Masoch es cosa hecha.
Robo el título a André Malraux: condición humana.

domingo, 3 de abril de 2016

Fragmento de "Te negarán la luz"



Parlamento de un singular personaje de la novela sobre el gobierno y la poesía.

-La poesía es una llave que lo abre todo. Debéis cuidar las palabras como si fueran flores de muchachas vírgenes. Hay que dominar el movimiento de la pluma hasta que consigamos penetrar con dulzura en el entendimiento de nuestros súbditos, sin violencia, con las caricias y con la decisión precisas. Labraremos documentos para la diplomacia, para evitar la sangre en guerras innecesarias. La elocuencia y la retórica pueden salvar muchas vidas. Seremos decorosos con nuestra correspondencia. Es importante que sepan de nosotros en otros reinos, que nos respeten por nuestra forma de expresarnos. El dibujo que de nuestro gobierno plasmemos en las misivas será el que vean los que no nos conocen. Nos esmeraremos en cincelar las aristas de nuestra embajadas. Que nuestras cartas sean reconocidas en cuanto se lean las primeras palabras. Y qué no haremos con los mensajes de amor: recurriremos a los versos de Ibn Hazm para deslumbrar a la amada, para rendirla a nuestros deseos. La poesía es una llave que lo abre todo. Os pagaré cada trazo bien surcado en el papel como si estuvierais trenzando oro en una túnica de seda porque yo mismo quiero ser poesía, porque quiero vivir entre palabras doradas, entre versos que hagan llorar y entre hombres que se quiebren el alma en cada rasgo de la pluma.

sábado, 2 de abril de 2016

"Quiero ser monja" por Elvira Lindo


Y aún hay quien siente, cómicamente en mi opinión, que la religión católica está en España amenazada. Y quien afirma, ingenuamente en mi opinión, que vivimos en un estado laico. No se lo parecería así a cualquier extranjero que, sin haber sido avisado, se dejara caer por nuestro país en los días semanasanteros. En algunas ciudades, ¿todas?, se encontraría con que no puede avanzar de un lado a otro con normalidad porque las calles han sido tomadas por las procesiones. Entendería, observando la abrumadora presencia de tronos, costaleros y gentío arropando a las imágenes, que el pueblo está en su mayoría satisfecho y feliz con dicha invasión; supondría, como es lógico, que vivimos en un estado ultracatólico, dado que las manifestaciones de este credo en particular invaden la vía pública sin que nadie parezca mostrar su desacuerdo. Dicho visitante podría abundar en el asunto y se enteraría de que, aunque tímidamente, algunos políticos van atreviéndose a no encabezar procesiones, pero pocos son los que a la hora de la verdad cuestionan las subvenciones a las cofradías; si alguien pregunta a estos representantes del pueblo por qué conceder tan importantes sumas a un acto que debiera estar costeado por los fieles, se justificarían diciendo que dicha expresión colectiva trasciende lo religioso para convertirse en cultura popular.
Si una extranjera turistea en Pascua se preguntará cuál es la razón por la que la Iglesia Católica mantiene ese discurso victimista; por qué, dirá, si según parece el número de procesiones es creciente, si nunca ha habido tantas; en cuanto al fervor no hay más que verlo: en los mismos días en que 32 personas saltaban por los aires en Bruselas y los refugiados acampaban sobre la tierra mojada a las puertas de Grecia, había fieles que lloraban sin consuelo porque había llovido y no podían sacar a la calle su trono tras un año entero de preparación. Cierto es que los seres humanos somos así, católicos o no, que se puede estar hundiendo el mundo y nosotros andamos echando pestes porque caen cuatro gotas y se nos estropea la romería, pero si lo señalo aquí es porque los editores de las noticias de la televisión pública han colocado al mismo nivel las lágrimas de quien ve truncada una ilusión (palabra tan en boga) y las de quien sale huyendo de una masacre.
A los turistas que, atraídos por esta arrebatada manera nuestra de expresar la fe, desembarquen en España en fechas santas abandonarán nuestro país con el convencimiento de que la religiosidad es unánime, puesto que si en las calles la gente recibe con emoción no contenida el paso de una Virgen o de un Cristo, en la tele son retransmitidos puntualmente estos acontecimientos para que disfruten de ellos aquellos que, por enfermedad o causas de fuerza mayor, no hayan podido asistir. Pero no en una tele ni dos, nuestro turista extranjero comprobará que casi todos los canales dedican la programación, de una manera u otra, a ensalzar la religión católica, que el canal que no sigue los pasos en directo, da cuenta de ellos en las noticias, y entre paso y paso, una película bíblica o de milagrería. Lástima que Marcelino, pan y vino, en realidad una bella película de fantasmas, haya quedado atrapada en la programación fervorosa. El turista insomne puede quedarse hipnotizado mirando la pantalla hasta las cuatro de la mañana, y escuchar en una tertulia que da cuenta de la madrugá, a una Paloma Gómez Borrero, la vieja Papaloma, siempre entusiasta y partícipe del sentir popular, exclamar algo así como que “tendrían que estar aquí los terroristas para ver esto”. Por la mente del espectador puede pasar un pensamiento negro: “Mejor no dar ideas”.
Considero que ha sido animados por el éxito creciente de crítica y público de nuestra fe por lo que unos productores televisivos han decidido aprovechar el tirón y rodar el docureality Quiero ser monja. Bien es cierto que la afición a las procesiones no se traduce luego en votos reales de pobreza, obediencia y castidad, pero quién sabe, tampoco era imaginable que las procesiones vivieran sus mejores capítulos en democracia. De momento, para la mayoría, sigue siendo compatible la fe con la cerveza, las tapas y los menús de Pascua, en los que una, gracias a Dios, se puede poner morada (ojo al color) a garbanzos con espinacas y bacalao. Porque la batalla de la laicidad ya parece perdida. La fe mueve montañas.
Cómo explicarle a esos extranjeros que nos visitan que, a pesar de todo lo que ve, hay muchos que no elevamos nuestro corazón al olor del incienso y que, aun respetando el sentir de otros, desearíamos que a las criaturas que practicamos el secularismo o cualquier fe que no sea la católica no se nos ahogue con un fervor del que no participamos. En Úbeda, célebre por su abrumadora Semana Santa, había estos días un grafiti singular: “Stop. Islamización de Europa”. De verdad, parecía un chiste o, como se dice ahora, un titular de El Mundo Today.