Llegar de noche a Turín se parece mucho a soñar que se ha llegado de noche a Turín. La carretera del aeropuerto se convierte en una de esas largas calles rectas que de día desembocan en las colinas verdes o en los Alpes azulados y de noche terminan en una pura oscuridad. Para no perderme yo solo en el fondo de una desatinada furgoneta me siento al lado del conductor. Hablamos a oscuras, los dos con mascarilla, y eso acentúa la extrañeza mutua, nuestra condición fantasmal. El conductor me cuenta que sabe un poco de español, aunque no ha estado nunca en España. Lo ha aprendido de una amiga cubana, me dice. Hablamos muy cerca el uno del otro sin vernos las caras. Ahora la avenida recta por la que avanzamos incluye las paralelas añadidas de los raíles y los cables de un tranvía. Ha empezado lo que Primo Levi llama “la geometría obsesiva” de Turín: la de los arcos y las columnas de los soportales, las hileras de balcones y ventanas en las fachadas severas de los edificios, la geometría de las plazas comunicantes, las plazas sucesivas con jardines y estatuas que en ocasiones, sobre todo de noche, dan la sensación alarmante de una misma plaza repetida, una racionalidad tan exacta que ya tiene algo de desvarío. El conductor me deja delante del hotel y me desea suerte. Por culpa de la mascarilla, la luz escasa de las farolas no disipa su anonimato. El letrero del hotel brilla en la penumbra del interior de los soportales. La claridad blanca se refleja en las losas pulidas del suelo, relucientes por la humedad fría. Un recepcionista me pide lo que en italiano moderno se llama il green pass, el certificado de vacunación, y me hace entrega no sin ceremonia de una llave de hotel antiguo, con su borla pesada. Me ha entregado también un sobre. Yendo hacia el ascensor, con la fatiga y la impaciencia de soltar el equipaje, me doy cuenta de que el nombre en el sobre no es el mío. El recepcionista teclea en el ordenador para remediar el malentendido. No hay ninguna reserva a mi nombre en este hotel. Por un momento me siento perdido en esta irrealidad de los aeropuertos, los hoteles, los códigos digitales. Quizás mi reserva es en el hotel de al lado, me dice el recepcionista, unos 200 metros más allá, en los mismos soportales. Ahora hay otra perspectiva de arcos y columnas, de losas pulidas y brillantes, y en ellas otro reflejo como un charco de claridad, el del nombre de otro hotel, hacia el que me apresuro más fatigado todavía, otro hotel con una recepción de maderas anticuadas y casilleros de llaves y un recepcionista igual de ceremonioso que por fin sí encuentra mi nombre.
El frío de Turín es tan afilado y húmedo como el de las noches de Granada. Salgo a la calle y me interno como en un recuerdo o en un sueño en calles rectas y oscuras por las que no pasa nadie, más descuidadas que hace solo dos años. La geometría de su trazado me lleva a la Via Roma, donde las columnas de mármol de los soportales tienen el mismo brillo que las losas, y que las cristaleras y los dorados de las tiendas de lujo, las mismas que en Madrid o Dubái o Kuala Lumpur, nombres y logos invariables de marcas. El brillo del frío húmedo lo subraya el de la luna casi llena sobre los tejados. Desde la Piazza Castello se alzan los ojos y se descubre sobre los tejados la Torre Littoria, que tiene una gallardía de rascacielos americano de los años treinta y una belleza del todo italiana, con algo de las torres y los campanarios de ladrillo rojo del Trecento. Al doblar una esquina sigue recortándose contra la oscuridad un neón rojo con el nombre Gramsci. Y a lo largo de toda la Via Roma, debajo de todos los escaparates, en los huecos a la entrada de las tiendas de lujo, se suceden los bultos de cartones y harapos de la gente sin techo: arrebujados bajo montones de mantas, tendidos sobre cajas de cartón y colchones viejos, asomando apenas las caras amoratadas por la intemperie y el frío, acompañados de perros dóciles que les dan algo de calor. Una amiga me cuenta que la pandemia ha hecho mucho daño en la ciudad, y que hay más pobres y más gente sin hogar que nunca.
Lo vivido tan brevemente ya empieza a ser pasado. El lunes por la mañana Turín es una ciudad populosa y agitada, no un escenario nocturno de silencio y soledad. Apenas llegado ya me estoy yendo. De la furgoneta negra que me está esperando se baja un conductor que es el mismo que me trajo hace menos de tres días, un tiempo tan comprimido de imágenes y encuentros que parece haber durado mucho más. De camino al aeropuerto el conductor y yo vamos hablando. La llanura que no vi de noche al venir ahora resplandece con los oros matinales de octubre. Le pregunto si está casado, si tiene hijos. Y entonces, en los minutos que tardamos en llegar, este desconocido me cuenta el drama y el fervor de su vida, su amor por esa amiga cubana de la que me habló como de pasada el otro día. Ella es pobre, por ser extranjera no encuentra trabajo, tiene un hijo de 10 años: es bellísima, me quiere tanto como yo a ella, dice el conductor, pero no podemos vivir juntos porque yo gano muy poco dinero, y ella tiene además que ayudar a su familia en Cuba. Así que no puede dejar al hombre mayor con el que vive, que está loco por ella, pero del que no está enamorada. Y yo no puedo pedirle que lo deje, dice el conductor, porque no podría mantenerla a ella y a su hijo, y ahora menos todavía, por culpa de la pandemia. En otras épocas hubo muy buenos trabajos en Turín, cuando la Fiat daba contratos fijos a decenas de miles de personas. Ahora ya no se encuentra nada seguro. “Soy un hombre muy celoso”, me dice, volviéndose un momento hacia mí, los ojos brillantes por encima del filo de la mascarilla, “un hombre muy celoso”. Pero ya hemos llegado. El conductor saca mi equipaje del maletero y me aprieta con fuerza la mano. Le deseo suerte y en cuanto me da la espalda baja la cabeza: ha vuelto a sumergirse en el tumulto secreto de su vida.