Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada.
Antonio Machado, Juan de Mairena
En el primer capítulo de Juan de Mairena, el profesor apócrifo creado a su imagen y semejanza por Antonio Machado le pide a un alumno que ponga en lenguaje poético la siguiente frase: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa». El alumno escribe en la pizarra: «Lo que pasa en la calle», y Mairena comenta: «No está mal».
Toda una declaración de principios: para Machado, precisión y síntesis son condiciones necesarias de la poesía y, en general, de la literatura toda (condiciones necesarias, aunque no suficientes: de ahí el comedido «No está mal»). Una declaración de principios de la que se podría derivar una técnica de eliminación de paja superflua y desenmascaramiento de charlatanes literarios.
Tomemos, por ejemplo, el siguiente párrafo:
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos mostraban las profundas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Apliquémosle la reducción de Mairena:
Un viejo pescador flaco, arrugado y pecoso con antiguas cicatrices en las manos.
¿Qué se ha perdido con la reducción? No mucho. Que las pecas corran por los lados de la cara hasta bastante abajo y que las antiguas cicatrices sean tan viejas como las erosiones del árido desierto no añade gran cosa a la descripción, ni en el orden literario ni en el informativo, como no sea advertirnos de que el autor se dispone a atacar nuestras zonas más desprotegidas y menos exigentes.
El tópico de que los escritores siempre escriben sobre sí mismos se queda corto. Aunque no siempre sea consciente de ello, el escritor escribe sobre el sí-mismo que tiene en primer término en el momento de escribir, que es el sí-mismo que está escribiendo. Escribir es entrar en un bucle autorreferencial que se retroalimenta sin fin, invocar —o conjurar— a un ouroboros insaciable. Aunque el escritor hable de algo tan aparentemente lejano como su infancia, no habla del niño que fue, sino del que sigue vivo en él en el momento de hablar de su infancia. Y cuando habla del heroico fracaso de un pescador acabado, habla de su propio fracaso, de su propio acabamiento como escritor.
Quien se haya dado cuenta de que me refiero a El viejo y el mar pensará que tengo una idea un tanto peregrina del fracaso, puesto que con esta novela corta ganó Hemingway el Pulitzer en 1953, se convirtió en un superventas a nivel internacional y allanó el camino al Nobel, que le concedieron en 1954. Y sin embargo fue su autoderrota como narrador: renunció al estilo sobrio y contundente de Fiesta y Adiós a las armas para elaborar —como quien, agotados sus recursos, echa mano de una receta facilona y ajena— un producto comercial y sentimentaloide en las antípodas de su obra anterior y de sus ideas sobre literatura. Paradójicamente, su suicidio literario, anticipo del suicidio físico, fue su mayor éxito, como le ocurrió a Saint-Exupéry con El principito.
Consideremos este párrafo:
Mi vida es muy monótona. Yo me dedico a cazar gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas son muy parecidas y todos los hombres se parecen entre sí; de modo que, como puedes ver, me aburro continuamente. Pero si tú me domesticas mi vida se llenará de sol y conoceré el rumor de unos pasos diferentes a los de otros hombres, que hacen que me esconda bajo la tierra; sin embargo, los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo no significa nada para mí. Los trigales no me recuerdan nada y eso me pone triste. Sin embargo, tú tienes el cabello dorado como el trigo y, cuando me hayas domesticado, será maravilloso ver los trigales: te recordaré y amaré el canto del viento sobre el trigo.
Apliquemos la reducción de Mairena:
Un zorro aburrido confunde el afecto con la sumisión y quiere que un niño rubio lo domestique.
Con la reducción se han perdido algunas variantes zorrunas de las metáforas más manidas de la mal llamada literatura romántica (que, dicho sea de paso, convendría mantener fuera del alcance de los niños), como «tú eres el sol que ilumina mi vida» o «tu cabello dorado es como el trigo mecido por el viento». No parece una pérdida irreparable.
Tal vez no sea casual que dos de los mayores éxitos comerciales de la narrativa del siglo pasado hayan sido los emotivos testamentos literarios de dos grandes escritores-aventureros que se suicidarían poco después de publicarlos. Diríase que una agonía edulcorada es un alimento mental idóneo para un público que apetece la catarsis de la tragedia, pero necesita que le doren la píldora para poder tragársela. La frontera entre la sensibilidad y la sensiblería, entre lo cursi y lo sublime, es movediza e incierta, y parece ser que cuando un gran escritor se instala —o se pierde— en ella su número de lectores crece vertiginosamente. Los dos casos citados no son únicos.
Acerquémonos ahora, con permiso de Machado, a un poeta al que quería y admiraba:
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charco de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.
Apliquemos una última vez (por ahora) la reducción de Mairena:
Mi burro bebe mientras contemplo la puesta de sol.
El espejo líquido de aguas multicolores y la profusión de aguas umbrías poco añade a la gloria de uno de los grandes poetas de la lengua castellana, que cometió el perdonable error de escribir un libro «para niños» sin estar preparado para tan difícil cometido.
Puedo imaginar un par de objeciones (seguro que hay más) por parte de mis amables lectoras/es. La primera, difícil de rebatir, es que la reducción de Mairena es, valga la perogrullada, muy reduccionista. Tan difícil de rebatir que no voy a intentarlo siquiera. Lo admito, la reducción no demuestra nada, solo nos da una pista, nos invita a separar por un momento, y en la escasa medida en que ello es posible, el plano denotativo del connotativo, el fondo de la forma; pero creo que el ejercicio puede ser revelador. O no.
La segunda objeción (doble) es más bien un comentario malévolo (o dos), pero seguramente merecido. Si le aplicamos a este mismo texto la reducción de Mairena, ¿qué queda? Y, por otra parte, si el escritor escribe sobre el sí-mismo que está escribiendo, ¿no será este artículo una denuncia inconsciente de mi propia charlatanería?
Podría contestar a esto último que el «efecto ouroboros» es característico de los textos literarios; si se puede escribir el manual de instrucciones de una lavadora sin hablar de uno mismo, también un artículo. Pero, si he de ser sincero, en este caso no lo tengo del todo claro.