lunes, 6 de julio de 2020

Cafés del siglo XIX


Los cafés del siglo XIX se inventaron para conversar, fumar cigarros y beber absenta en vasos pequeños. Eran grandes salones con el suelo de madera, mesas de forja con tabla de mármol y sillas modernistas. El solitario se retrepaba en su atalaya, apoyaba la espalda en el diván y dejaba que murieran las horas aspirando el humo de los cigarros y sorbiendo el aliento de camareros con chaquetilla blanca. La enamorada esperaba, apoyado el codo en la barra, al joven con el que compartiría una paloma o un carajillo de anís, para luego dejarse magrear en un callejón oscuro.  El hombre de sociedad, el desharrapado, el poeta, el pintor, el delincuente, el faccioso, el comunista, el noctámbulo, todos ellos buscaban en esos antros a sus compadres, a sus enemigos, a sus dispensadores de cazalla. Las charlas bulliciosas partían la niebla de los cigarros y los jugadores de cartas se rompían los nudillos sobre los tapetes de fieltro verde. 
Fue en 1800, pero el fervor de solitarios, enamorados, conversadores, fumadores, tahúres y bohemios, continuó durante el siglo XX. Los cafés se convirtieron en escenario de tertulias famosas, novelas, películas y redadas. Valle-Inclán, Rubén Darío, Gómez de la Serna y luego Cela les dieron carta de asiento entre los lugares que los artistas debían visitar para compartir sus neuras, sus copas de aguardiente y sus bastonazos. 
En mi pueblo, Utiel, pese a sus escasos diez mil habitantes, tuvimos la suerte de contar con dos cafés del XIX. En cuanto a diseño, poco le tenían que envidiar a los de la capital. El café Gijón no era más decadente que al café salón Pérez, no. El suelo de madera vieja, las columnas modernistas de hierro forjado, la botillería empolvada, los divanes corridos, las mesas de mármol, la magia de los espejos, conformaban un espacio de culto, una catedral del vicio y la palabra. 
Pasé gran parte de mi adolescencia en ese café. A una parte graznábamos los jóvenes; en la otra, los viejos se consumían con sus cigarros y jugaban al "hijoputa". Los divanes centrales dividían una y otra etapa de la vida. A la izquierda, la pócima preferida era el coñá; a la derecha, el Trinaranjus y el cubalitro. No hay nada como la organización espontánea y anárquica de la sociedad. Recuerdo la muerte sosegada de uno de los viejos que contemplaba a los tahúres con el caliqueño en el rincón de la boca. Cayó sobre el respaldo de la silla como la ceniza del cigarro.
En el siglo XXI muchos de estos cafés han desaparecido o agonizan. Por suerte, el café salón Pérez lo están restaurando para abrirlo al público de nuevo. Es una gran alegría. Cómo hemos podido ensalzar los Starbucks y abandonar los cafés del XIX. Es como preferir beber agua de un cenagal, teniendo al lado una fuente fresca rodeada de praderas y pájaros cantores. En cuanto lo abran, buscaré un diván a la izquierda, junto a los que en el siglo XX abrevaban Fundador y quemaban el mármol con las colillas. 

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