domingo, 24 de junio de 2018

"Antonio Machado: cántico y meditación" por Rafael Narbona


En Españoles de tres mundos, Juan Ramón Jiménez describe a Antonio Machado como “perpetuo marinero en tierra eterna”. Se trata de una descripción de 1919, cuando España bullía en mil conflictos, pero aún no se atisbaba la catástrofe moral que representaría la Guerra Civil. Juan Ramón atribuye la condición de marinero a un poeta afincado tierra adentro, con el alma dividida entre el paisaje andaluz de su infancia y la desnudez de los campos de Castilla, donde conocerá el amor y la pérdida, la plenitud y el vacío, la paz y el desgarro interior. “Perpetuo marinero” porque el alma de un poeta siempre está de viaje, buscando nuevos horizontes. “Tierra eterna” porque no se trata de un viaje físico, sino de una exploración interminable por las regiones del espíritu, perennemente hambrientas de infinitud. Ferviente anticlerical, Antonio Machado se identifica –no obstante– con la metafísica platónica, que sostiene la existencia de una realidad espiritual opuesta al mundo sensible. Casi nadie ignora que la sangre jacobina de Antonio Machado se inclinó desde el primer momento por la causa de la Segunda República. De hecho, alzó la bandera republicana en el balcón del ayuntamiento de Segovia. Su postura le costaría el exilio y la vida. Enterrado el 22 de febrero de 1939 con su madre en el cementerio de Colliure, Francia, la infamia de su muerte se redobló con la expulsión del cuerpo de catedráticos de instituto en 1941. Sin embargo, los poetas de la revista Escorial –especialmente, Dionisio Ridruejo– reivindicarán su legado, asegurando que su obra es una depurada expresión del alma española.

La figura de Antonio Machado no ha dejado de crecer con el tiempo hasta adquirir la condición de “poeta nacional”, trascendiendo los debates ideológicos que desangraron a España en un pasado reciente. Nadie repudia su legado, nadie cuestiona su obra. Casi todos le consideran un poeta de altas calidades líricas e impecable conciencia cívica. La admirable Biblioteca Castro, que no cesa de brindarnos magníficas ediciones de nuestros clásicos, acaba de publicar en un solo volumen su obra esencial, con una rigurosa, extensa y clarificadora introducción de Pedro Cerezo Galán, catedrático emérito, notable ensayista y autor de la obra de referencia Palabra en el tiempo: Poesía y filosofía en Antonio Machado (1975), que marca un hito en los estudios sobre el poeta. Pedro Cerezo destaca la universalidad de la obra machadiana y su búsqueda incansable de la verdad: “La palabra poética obedece, en su obra, a un doble imperativo: el de la esencialidad de guardar un núcleo de creencias y experiencias, que cualquier hombre puede reconocer como suyas, y el de la autenticidad existencial, que depura sus cristales interiores para dejar paso a la luz de lo verdadero”. Antonio Machado nunca se olvidó de sus orígenes, ni de su coyuntura histórica. Su identidad de poeta se forja a partir de sus vivencias, con la muerte como perspectiva última, pero también como eterno interrogante. Su convicción socrática de que la verdad habita –y palpita– en nuestro interior explica que sus símbolos, genuinas intuiciones y no previsibles alegorías, surjan de experiencias biográficas. Al igual que Heidegger, Machado siempre buscó la palabra originaria, elemental, gestada al calor del conocimiento primordial de las cosas. La palabra exacta es un espejo –o, si se prefiere, una derivación– de ese momento inicial, cuando el lenguaje comienza su andadura y aún no ha caído en la escisión, el olvido y la dispersión.

El Machado de las Soledades no es un tardorromántico afligido por desengaños sentimentales, sino un poeta que descubre con frustración el carácter agónico del amor y la irreversible finitud de la vida: “Donde acaba el pobre río, la inmensa mar nos espera”. Por su angustia existencial y su incursión en el mundo de los sueños, Antonio Machado pertenece al siglo XX y no al XIX, como han señalado algunos críticos. Pedro Cerezo aventura que al escribir “¿Qué buscas, poeta, en el ocaso?”, Antonio Machado alude a la muerte de Dios, que deja a la conciencia a la intemperie. O tal vez se refiere a “un Dios imposible”, cuyo rostro se confunde con la nada. La intuición de la nada no excluye la posibilidad de una secreta armonía en el mundo. La zozobra existencial de Soledades se aplaca con Campos de Castilla, donde el poeta inicia un nuevo itinerario hacia la objetividad, que paliará el sentimiento de desamparo de una subjetividad exacerbada y trágicamente escindida. La circunstancia, como advirtió Ortega y Gasset, salva al yo, y le permite concebir el futuro como apertura, proyecto, labor. Pedro Cerezo cita a José María Valverde, que aprecia en este nuevo tramo de la obra machadiana una exaltación del paisaje como “expresión de una realidad nacional e histórica” y no como un reflejo del estado del alma. El impresionismo del Machado modernista, que se limita a esbozar formas y colores, se transforma en descripción precisa y objetiva. Cuando habla de Castilla, con sus “decrépitas ciudades” y sus “sombrías soledades”, lo real y concreto desplaza a la vaga ensoñación. Escribe Pedro Cerezo: “Es un paisaje con alma, pero no del alma, pues la melancolía está en la cosa misma: se ha vuelto objetiva, por así decirlo, y, a la vez, entrañable”.

Los Proverbios y cantares prosiguen ese camino. La conciencia ya no se deja seducir por los sueños. Está despierta y asume la necesidad de afrontar la vida con una visión ética. Machado conjuga estoicismo y cristianismo primitivo para desplegar una mirada indulgente y benévola sobre sus semejantes. La inesperada muerte de su joven esposa, Leonor Izquierdo, colapsa su impulso creador. Piensa en el suicidio, pero el éxito de Campos de Castilla le anima a continuar. No tiene derecho a quitarse la vida, pues la voz del poeta pertenece a todos y no puede callar por razones personales. El ciclo de poemas dedicados a Leonor se mece entre la desesperación y la tibia esperanza: “Late, corazón… No todo / se lo ha tragado la tierra”. La conciencia política y social de Machado se agudiza en esos años. España es un país atrasado y con grandes desigualdades. El poeta considera que esos males sólo se corregirán, aboliendo el poder de los caciques y los curas. No concibe otra alternativa que una república laica, comprometida con las reformas sociales y la creación de escuelas donde puedan formarse las clases populares. Su visión política procede de sus maestros krausistas, pero su acercamiento al socialismo lo convierte –según Pedro Cerezo– en “un Gramsci español” que reflexiona desde su “rincón/atalaya de Baeza”.

En los apuntes que servirán para componer Los complementarios, Antonio Machado se muestra partidario de “una poesía desnuda y francamente humana”, que se distancie de la deshumanización del arte postulada por las vanguardias. El arte es un juego, pero también una forma de conocimiento y un diálogo abierto al otro. La poética machadiana ya no se conforma con la objetividad. No es posible ser completamente humano sin “el tú esencial”. Al mirar al otro podemos cosificarlo, despojándole de su humanidad, pero también podemos comprenderlo y acogerlo en su alteridad. Pedro Cerezo clarifica esta posibilidad: “La apertura al tú no es, sin embargo, una nueva tesis filosófica, sino, ante todo, una nueva fe cordial, poética; es decir, una aventura de búsqueda, que implica descentración y alteración radical del yo”. El yo encuentra en el tú su complementario: “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”. Sin el otro, el yo queda incompleto: “Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón”. Con el otro, el yo puede realizarse y comprender la inutilidad de la violencia. Destruir o dañar a nuestro antagonista, lesiona nuestro yo, degradándolo y empobreciéndolo.

La invención de los apócrifos –Abel Martín, Juan de Mairena– surge de un descubrimiento inesperado: el otro está en lo ajeno, sí, pero también en nuestra propia intimidad. El yo contiene un número indeterminado de personajes que cuestionan el mito de la identidad. Siempre hay un yo dominante, pero el yo –apunta Pedro Cerezo– es “polifónico, conforme a la heterogeneidad del ser”. Abel Martín experimenta “la sed metafísica de lo esencialmente otro”, pero no logra trascender su soledad. En cambio, Juan de Mairena, retórico, sofista y librepensador, sí consigue llegar al otro, especialmente después del romance con Guiomar. En una segunda etapa, Mairena se convierte en un educador socrático, un librepensador que no comulga con dogmas ni ideologías. Su mente no busca certezas, sino espacios abiertos por los que vagabundear sin rumbo fijo. Solo de ese modo podemos llegar a lo esencial, como la ineludible confrontación con la muerte, “un acontecimiento interior de la existencia”, y la “comunión cordial” con los otros. El amor fraterno puede hacer “arder un grano del pensar”, pues –lejos cualquier planteamiento nihilista o solipsista– cree ardientemente “en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro”. Esa convicción conlleva comprender que “nadie es más que nadie”, como se dice popularmente en Castilla, pues “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”.

Durante la Guerra Civil, Antonio Machado escribe para el pueblo. Aunque los señoritos presumen de patriotismo, el verdadero amor a España es un sentimiento popular y la rebelión de los militares constituye un crimen contra la patria. Del mismo modo, no debe confundirse el cristianismo evangélico con los intereses de la Iglesia católica, que solo lucha por sus privilegios. Machado simpatiza con la figura de Cristo, pero no como rey, sino como hombre que ha expiado en la cruz los pecados del viejo Dios mosaico. El Dios omnisciente y todopoderoso es una fantasía terrorífica: “¡Que Dios nos libre de él!”. Juan de Mairena aconseja buscar al Dios que se revela “como un tú de todos, objeto de la comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego […] sino un Tú que es Él”. La metafísica de Machado alcanza su madurez con esta reflexión, apunta Pedro Cerezo. Solo Miguel de Unamuno llegará hasta ese nivel de “conciencia vigilante”, dolorosamente adquirida mediante una pasión intelectual que apura hasta las heces su vocación de saber y comprender. Antonio Machado nunca se afilió a un partido político, pero fantaseó con una utópica convergencia entre el cristianismo evangélico y el comunismo solidario. Durante la Guerra Civil, aún compone poemas apreciables, pero el pesimismo y la enfermedad apagan poco a poco su voz. “Un poeta nunca escribe su último verso”, asegura Pedro Cerezo y, en el caso de Antonio Machado, es particularmente cierto. Cántico y meditación, su obra pervive como un admirable testimonio de exigencia artística y compromiso moral.

jueves, 14 de junio de 2018

Premonición

Estaba sola en el parque, sin la defensa de sus paredes y edredones. Estaba sola, nadie podía protegerla y ella lo sabía. Detrás de los cristales, un hombre advirtió su vulnerabilidad y, a pesar de la testosterona, no salió de casa, no la abordó en el banco en el que estaba sentada, ni siquiera hizo intención de moverse del sofá. Se quedó allí, viendo cómo España recibía goles de Portugal, sin que el mundo se deshiciera. Se quedó allí, apoltronado, como una piedra soportando lagartijas. Pero ella no iba a llamar a su casa, y, por supuesto, no entraría en su salón porque no quería abandonar las amenazas.
La veía, protegido, a través de los cristales sucios de un ventanal que imitaba sin éxito a la televisión. No pudo con ella. Portugal seguía metiendo goles y los aficionados españoles abandonaban el estadio ruso, pilosos algunos; otros, constipados. Él aún mantenía la esperanza de levantar el siete a cero, no quería salir de allí, no quería caer en la tentación de aquella chica, que miraba a la lejanía con el pavor del amianto en el tejado del colegio. Sola, en mitad de la clase envenenada. Sabía que si se atrevía a salir y a sentarse junto a ella en el banco, en el parque, no lo habría rechazado. Estaba desesperada, sin materia. Él la podía completar, lo sabía y, aun así, no salió, no movió un músculo. Lo deseaba, pero no se movió del sofá, a pesar de que le había caído el octavo a la selección española. Lloró desconsoladamente, no por la selección, sino por haberse convertido en piedra, por advertir la mirada de ella entre las ramas y no hacer ni un mínimo esfuerzo por devolvérsela.

El mundo es muy complicado, no puede uno arriesgarse a reventar las convenciones, ni a servir de antídoto a las amenazas de la radioactividad.

sábado, 9 de junio de 2018

"El hijo del joyero" por Juan José Millás


En una clase de escritura creativa, después de que una alumna hubiera leído un texto de encargo, pregunté a uno de sus compañeros qué le había parecido. 
—Me ha gustado mucho porque lo he entendido y a mí me gustan las cosas que entiendo —dijo. 
Su afirmación acerca de las virtudes de lo inteligible fue tan categórica, tan agresiva incluso, que no me atreví a replicar. Esperé a la siguiente clase para decir algo. 
—¿Te gusta alguna cosa que no entiendas? —le pregunté con cautela. 
—No —repitió tajante—, lo que no entiendo no me gusta. Desconecto, me voy. 
Estuve por hurgar un poco en el asunto. Pero juzgué que no era el momento. Además, no quería poner en aprietos al chico, que me caía bien; era un buen tipo. Había acudido al taller para aprender a escribir como se habla porque pretendía hacer diálogos para el cine y la televisión. 
—Si quieres escribir como se habla —le dije al principio—, no me necesitas a mí. Basta con que grabes a la gente y transcribas a continuación la cinta. 
—Sospecho que hay un truco —respondió él. 
—El truco —le dije— consiste en otorgar a la escritura una apariencia de oralidad. 
—¿Una apariencia? —dijo él. 
—Una apariencia —dije yo. 
—¿Significa que parezca oral, pero que no lo sea? —dijo él. 
—Exactamente —dije yo. 
—¿Y eso cómo se logra? —preguntó él. 
—Buscándose uno la vida —respondí yo. 
Por alguna misteriosa razón, pensaba mucho en este chico. Había en él una suerte de opacidad que me resultaba conmovedora. Un día leí en el taller la primera frase de La Regenta, la novela de Clarín. 
—Escuchad esto —pronuncié abriendo el libro—: “La heroica ciudad dormía la siesta”. 
Me dirigí luego al chico al que solo le gustaba lo que entendía y al que en el futuro llamaremos Pedro: 
—Pedro, ¿te gusta este comienzo? 
—¿Te importaría volver a leerlo? —dijo él. 
—“La heroica ciudad dormía la siesta” —repetí yo. 
—Está bien —dijo él. 
—¿Pero es una obra maestra? —dije yo. 
—Hombre, tanto como obra maestra… —dudó él. 
—A lo mejor no lo has entendido —aventuré yo. 
—Sí que lo he entendido —se ofendió él—. Dice que la heroica ciudad dormía la siesta. No tiene más misterio. 
—¿Y tú te imaginas a un héroe durmiendo la siesta? —pregunté yo. 
—Perfectamente —dijo él. 
—Ponme un ejemplo —dije yo. 
—Mi padre —dijo él—. Mi padre se levanta a las tres de la madrugada, va al mercado central, compra la carne del día, la transporta hasta su puesto en el mercado del barrio, la coloca, abre la tienda, atiende a los clientes. Mi padre pesa 120 kilos. Es un gigante, no le tiene miedo a nada. Y después de comer da una cabezada en el sofá. 
¿Qué responder a eso? El heroico padre de Pedro dormía la siesta. Un día que fuimos a tomar una cerveza al terminar la clase le pregunté: 
—Pedro, ¿tú me entiendes? 
—No —dijo. 
—¿Y te gusto como profesor? 
—No —respondió sin vacilar. 
—¿Por qué vienes entonces a mis clases?
—Porque sabes algo sobre la construcción de los diálogos que yo no sé. 
Al día siguiente, leí en clase el comienzo de un cuento de Raymond Chandler que dice así: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Pregunté a Pedro si le parecía genial. 
—Creo que sí —dijo—, creo que es muy bueno. 
—¿Por qué? —pregunté yo. 
—Porque da, en muy poco espacio, mucha información sobre el que habla. Nos dice que es un tipo cansado. 
—¿Y crees que las personas se expresan de ese modo? 
Dudó. Me dirigí a la clase y pregunté si la gente, en la vida real, habla como los personajes en las novelas y en el cine. Los alumnos se miraron unos a otros. No era un grupo muy participativo. Saqué de mi cartera un papel donde llevaba impreso el famoso diálogo entre los dos protagonistas de Johnny Guitar: 
Él: ¿A cuántos hombres has olvidado? 
Ella: A tantos como mujeres tú recuerdas. 
Él: No te vayas. 
Ella: No me he movido. 
Él: Dime algo agradable. 
Ella: Claro, qué quieres que te diga. 
Él: Miénteme, dime que me has esperado todos estos años. Dímelo. 
Ella: Te he esperado todos estos años. 
Él: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto. 
Ella: Habría muerto si no hubieses vuelto. 
Él: Dime que aún me quieres como yo te quiero. 
Ella: Aún te quiero como tú me quieres. 
Él: Gracias, muchas gracias. 
Me volví de nuevo a la clase. Volví a preguntar si la gente hablaba así en la vida. Tuvieron que aceptar que no. Les dije que el día anterior, preparando la clase, había tropezado en Internet con una curiosa demanda. Alguien solicitaba una especie de catálogo de frases típicas de telenovela. La respuesta con más puntos citaba las siguientes: 
—No soy más que una simple criada. 
—¿Por qué tuve que nacer ciega? 
—Hay que impedirlo a toda costa. 
—Estoy esperando un hijo tuyo. 
Los alumnos rieron al reconocer el lenguaje del melodrama, muy parecido al lenguaje de la vida. La vida les hacía gracia. Pedro, en cambio, se había quedado pensativo. Me pidió que desmontara la frase con la que había comenzado todo: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Se trataba de un ejercicio, el de desmontar frases, que hacíamos a veces, y que les gustaba. Les solicité que pensaran en avenidas y en callejones. Dije que a veces uno camina por la avenida principal de una ciudad cuando le sale al paso un callejón más atractivo, en el que se introduce con la intuición de que romperá así la monotonía grandiosa, aunque previsible, de la avenida. 
—Lo curioso —añadí— es que todo el mundo sabe lo que es un callejón, pero no todo el mundo sabe lo que es una oración subordinada. 
La que nos habíamos propuesto desmontar era una oración compuesta por una principal (era uno de esos hermosos días de finales de abril) y una subordinada (si a uno le importan esas cosas). La principal, les expliqué, era principal porque podría sobrevivir sin la subordinada, y la subordinada era subordinada porque carecía de sentido por sí sola. Ahora bien, añadí, la principal, pese a su capacidad de supervivencia, parecía idiota. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril” se le ocurre a cualquiera. De hecho la inteligencia de la frase residía en la subordinada (“si a uno le importan esas cosas”). Observad, les pedí, la capacidad irónica de ese callejón gramatical. Repetimos: si a uno le importan esas cosas. De súbito, y gracias a su subordinada, la frase principal, que por sí misma no valía un céntimo, adquiere una fuerza asombrosa. Bueno, estaba intentando explicarles (y explicar a Pedro en particular) lo que diferencia a la escritura creativa de la prosa común, del habla. Una frase pretenciosa, manoseada, mala (era uno de esos hermosos días de finales de abril) se convierte en buena si haces salir de ella, a modo de apéndice, un callejón inesperado (si a uno le importan esas cosas).
El lenguaje literario era en cierto modo un intruso que intentaba pasar inadvertido entre el lenguaje común. Parte de su interés, si no todo, residía en esa capacidad no ya de ser tolerado por el sistema siendo tan diferente a él, sino de confundirse con él hasta el punto de que mucha gente, como Pedro, suponía que aprender a escribir diálogos consistía en aprender a escribir como se habla. Confundía la literatura con la vida. Quería llevar su vida (su habla) a la escritura, quizá quería convertir su vida en una película. ¿Qué distingue a las frases magnéticas de las comunes? Que en su interior sucede un drama de carácter semántico. “La heroica ciudad dormía la siesta”. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril si a uno le importan esas cosas”. Por cierto, que Pedro, mi alumno del taller de escritura, era un tipo magnético, aunque de un magnetismo turbio, oscuro, un magnetismo con lagunas de opacidad. En una ocasión leí en el taller un verso de Anne Sexton que dice así: “Cuando fuiste mía llevabas un audífono”. Se rieron todos, menos Pedro. 
—¿Por qué os reís? —pregunté. 
Las explicaciones fueron al principio confusas, pero poco a poco fuimos aproximándonos a la cuestión. “Cuando fuiste mía”, la oración subordinada, en este caso, carecía de interés. La sorpresa salta al leer la principal, “llevabas un audífono”. ¡Dios mío!, a quién, si no a un genio, se le ocurriría completarla de este modo. Llevabas un audífono. Cuando fuiste mía llevabas un audífono. Si ustedes escriben en Google el sintagma “cuando fuiste mía”, les salen 3.480.000 resultados. Es el primer verso de miles canciones. Pero ninguno, de entre esos millones de “cuando fuiste mía”, se completa con un “llevabas un audífono”. En este caso, la frase principal es la intrusa. ¿Qué rayos hace ahí el “llevabas un audífono”? Se enfrenta al tópico, lo destroza, lo vuelve a su favor. Engaña a la lengua, al monstruo, le hace creer que va a escribir un poema romántico, un poema idiota, un texto de todo a cien, y al dar la vuelta a la frase le da esquinazo, le cuela el “llevabas un audífono”. En resumen, “llevabas un audífono” hace antiliteratura, que es la única forma posible de hacer literatura. Un día leí en el periódico la reseña de una novela a la que el crítico calificaba de “rara”. Imaginé el caso contrario, una crítica sobre una novela cualquiera de la que se dijera que era normal. Tienen ante ustedes una novela normal. ¿Hay novelas normales? Quizá sí. Y quizá sean las que definan el gusto dominante. Las novelas normales poseen una facultad que no tiene precio: que se entienden. Se entienden, digámoslo todo, al modo en que Pedro había entendido el ejercicio de la alumna al que aludíamos al principio de estas líneas. Y no solo se entienden, sino que te entienden. Saben que estás agotado, que tienes en la cabeza mil cosas que resolver. Hay que llamar al servicio técnico del gas para que vengan a hacer la revisión anual, has de llevar el coche a la ITV y el gato al veterinario. La vida diaria está repleta de pequeñas ansiedades que dificultan la concentración. Si aún te queda un hueco para leer una novela, le pides entenderla y que te entienda, es decir, que te dé la razón. ¿Quién quiere una novela que no le dé la razón? ¿Quién quiere un poema de amor que diga que cuando fuiste mía llevabas un audífono? Cuando fuiste mía, no sé, la tormenta arreciaba, o se escuchó el canto de una alondra. Pasaron los años y un día tropecé con Pedro en la calle. Iba vestido como un ejecutivo de éxito. Intercambiamos las frases habituales, tópicas, las frases que nos ordenaba decir la lengua y que jamás se dirían los personajes de una novela. ¡Cuánto tiempo!, ¿cómo te va?, ¿vives en Madrid?, etcétera. Una vez agotado el repertorio, le pregunté si le apetecía tomar un café. 
—Claro —dijo él. 
Nos metimos en un bar y continuamos intercambiando banalidades. Casi a punto de despedirnos, Pedro me apuntó con el dedo y me dijo con una sonrisa rara, una sonrisa que podía ser la imitación de una sonrisa: 
—De modo que la heroica ciudad dormía la siesta. 
—Sí —dije yo—, y cuando fuiste mía llevabas un audífono. 
—Verás —dijo él—, entendí perfectamente, a la primera, la heroica ciudad dormía la siesta. La entendí tanto que me asustó y por eso intenté devaluarla. Mi padre no tenía una carnicería ni se levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado central ni pesaba 120 kilos. Mi padre no era un héroe. Mi padre tenía cinco joyerías, cinco; ahora tenemos diez porque me he incorporado yo al negocio. Y me gusta. Entonces, no. Estaba en la época de la rebeldía. No quería parecerme a mi padre. Ignoraba que escribir como se habla era un modo de parecerme a él por otra vía. Tú, sin darte cuenta, me hiciste ver que en el fondo quería ser como él. Un día dijiste en clase que se escribe desde el conflicto, que si no hay conflicto se puede escribir el código penal pero no Crimen y castigo. Yo creía que quería escribir Crimen y castigo, pero no era cierto. Me interesa más el código penal, lo entiendo mejor que Crimen y castigo. Gracias de todo corazón por abrirme los ojos. 
Me quedé perplejo. Pedro no había acudido al taller para aprender a escribir, sino para aprender a escribirse. Cada vez que abría una joyería, añadía un capítulo a su existencia. Un capítulo de un libro que entendía a la perfección, un capítulo de una novela “normal”, perfectamente inteligible. Y de esto era de lo que pretendíamos hablar desde el principio de estas líneas, de las fronteras entre lo inteligible y lo ininteligible; de los problemas de lo que entendemos y las virtudes de lo que no entendemos; de la diferencia entre hablar y ser hablado o escribir y ser escrito. Juan Benet decía que con los libros nos pasa a los seres humanos lo mismo que les pasa a los hombres con las mujeres y a las mujeres con los hombres. Desde el punto de vista del hombre, hay mujeres que nos gustan, pero que no nos interesan, y mujeres que nos interesan, pero que no nos gustan. Nos casamos cuando coinciden el interés y el gusto. Quizá sea así. En todo caso, es verdad que hay libros que nos gustan y libros que nos interesan. No podemos entregarnos solo a los que nos gustan por el mero hecho de que los entendamos. Son los que nos dan la razón, cuando lo que hay que buscar en los libros, y en los cónyuges, es que nos la quiten.

domingo, 3 de junio de 2018

"Los cuenteros de Zacapa" por Mario Vargas Llosa


Si va usted a Guatemala, después de visitar las estelas y pirámides mayas y esa joya colonial que es Antigua, le ruego que vaya al Oriente del país y haga un alto en la ciudad de Zacapa. Esta es una región menos turística que otras pero, raspando un poco, está también llena de sorpresas y maravillas. Para comprobarlo, diríjase sin vacilar a la Tercera calle, en el barrio de Las Flores, donde, en el número 1794, encontrará una antigua casa que ostenta este título singular en su fachada: “Asociación zacapaneca de contadores de cuentos y anécdotas”.
La señora Vilma Elizabeth Sánchez, que preside la institución, le explicará que esta tiene ya treinta y tres años de fundada y que su razón de ser es perpetuar la “oralidad” del valle medio del río Motagua, un territorio que, además de ser candente y famoso por su ron, es el más fértil del país y acaso de toda Centroamérica en el antiquísimo y civilizado arte de inventar y contar historias. La “oralidad” quiere decir la preliteratura, aquella que existía solo gracias a la voz humana, antes de que apareciera la escritura. Y esta misma señora, de canas y maneras elegantes, o uno de los socios, por ejemplo, el joven poeta y cuentacuentos Jorge Pinto, le revelará que la gente de Zacapa, después del trabajo, cuando cae la tarde y disminuye el calor, suele sacar sus sillas y mecedoras a las altas veredas de la calle; y, mientras toman el fresco reparador y van viendo aparecer las estrellas en el cielo, se refieren historias que engalanan los recuerdos o los sustituyen con fantasías tenebrosas o amables, de amores o aventuras, realistas o fantásticas, una tradición que aquí sigue siempre sana y robusta en tanto que va desapareciendo poco a poco en el resto del mundo. Zacapa es uno de esos islotes que todavía mantienen viva aquella viejísima costumbre de crear historias con la imaginación y la palabra, y contarlas para vivirlas y hacerlas vivir a quienes las escuchan. Me conmueve mucho la idea de todo un pueblo que espera el anochecer fantaseando una vida paralela a la real, más intensa, variada y atrevida que la meramente vivida, una vida que nos desagravia de lo que le falta a la verdadera para hacernos felices.
Esta es la más antigua de las tradiciones de la humanidad, un quehacer que han practicado todas las culturas del planeta sin una sola excepción, la más exclusivamente humana que exista y que yo he tenido la suerte de ver operando en lugares y pueblos tan alejados entre sí como los sertones del interior de Bahía, donde los contadores de cuentos ambulan de feria en feria y se acompañan con vihuelas y guitarras, en la ciudad de Peshawar en Pakistán (en la que, en la calle de “Los contadores de cuentos”, por unos pocos centavos, unos aedas a menudo ciegos recitan historias a los visitantes (solo que en lengua pastún), o entre las aldeas machiguengas dispersas por la Amazonía peruana. Me ha impresionado descubrir que esta costumbre que arrancó en los albores de la historia humana todavía vive y colea en esta ciudad del oriente guatemalteco en la que las iglesias católicas y los templos evangélicos se disputan las calles y las plazas y una esbelta glorieta decimonónica (donde todavía debe de haber retretas con banda de música los domingos que frecuentan las parejas de enamorados) preside su parque central.
Contar cuentos es el antecedente remoto de la literatura, de la historia, de las religiones, y acaso, indirectamente, la locomotora del progreso. La “oralidad” contribuyó de manera decisiva a impulsar la civilización desde las épocas de la caverna, el canibalismo y las pinturas rupestres hasta el viaje de los hombres a las estrellas. Los cuentos, las historias inventadas, hacían vivir más a nuestros ancestros, sacaban a hombres y mujeres de las cárceles asfixiantes que eran sus vidas y los hacían viajar por el espacio y por el tiempo, y vivir las vidas que no tenían ni tendrían nunca en su menuda y escueta realidad. Salir de sí mismos, ser otros, otras, gracias a la fantasía, nos entretiene y enriquece. Pero, además, nos enseña lo pequeño que es el mundo real comparado con los mundos que somos capaces de fantasear, y asimismo nos incita a actuar para que nuestros sueños se vuelvan realidades. El progreso nació así, de la insatisfacción y el malestar con el mundo real que inspiraba a los humanos la misma ficción que los hacía gozar.
Las historias que inventamos constituyen la vida secreta de todas las sociedades, aquella dimensión de la existencia que aunque no tuvo nunca ocasión de realizarse, de alguna manera fue vivida por los seres humanos, en la incierta realidad de los deseos, las fantasías, las pesadillas, las invenciones, toda esa proyección de la vida que no tuvimos y por eso debimos inventarla. Ella existió siempre en la memoria de las gentes, pero solo la fijó y le dio permanencia objetiva la escritura, muchos siglos después de que naciera, alrededor de las fogatas, cuando nuestros antepasados, aquellos bípedos más animales que humanos todavía, se contaban historias en la noche para olvidarse del miedo al trueno, a las apariciones y a las fieras y a los miles de peligros que los acechaban por doquier.
La Asociación de Zacapa tiene 28 miembros cotizantes, porque a ella la mantienen sus socios, no el Estado ni el Gobierno, que jamás han puesto dinero en esta institución ni ella se lo ha pedido: es la sociedad civil la que la creó y la mantiene. Ocupa una amplia y hermosa casa de techo de tejas y un pequeño jardín donde crece un mango altísimo. A su sombra se celebran recitales y sesiones donde los cuenteros profesionales o espontáneos hacen las delicias de un público en el que se mezclan niños y viejos y todas las clases sociales. La asociación dispone de una biblioteca y una sala de lectura, graba las improvisaciones, publica antologías y cada cierto tiempo dedica una función exclusivamente a los niños, para aficionarlos y despertar entre ellos vocaciones de cuentacuentos. Asimismo, lleva narradores orales a los colegios, a los sindicatos, a las cárceles.
También mantiene vínculos con otras organizaciones de la misma índole, en Guatemala y en el extranjero, y a veces recibe contadores de otras lenguas y geografías. Y también envía a sus mejores cuentistas a otros países a participar en ferias y espectáculos dedicados a la “oralidad”. En una de las paredes veo, por ejemplo, carteles de una expedición que “los cuenteros de Zacapa” hicieron a los Estados Unidos, donde actuaron en Chicago y en Miami. Hay voluntarios que asean el local, preparan las funciones y las promocionan.
Zacapa ya es conocida en el mundo por el ron que produce, una de esas bebidas ardientes de las que no me atrevería a hablar porque nunca las he probado. Pero debería serlo también por sus cuenteros y por mantener viva aquella herencia que llega hasta nosotros desde las remotísimas épocas prehistóricas, y gracias a la cual la vida ha sido menos incomprensible, dura y rutinaria, tanto que nos vimos obligados para no extinguirnos de tristeza, a inventarnos esa magia, inventar y contar, a fin de hacer la vida más digna y llevadera. Sin ella nunca hubieran nacido los libros de Cervantes ni los dramas de Shakespeare, y acaso jamás habríamos renunciado al garrote, ni a beber la sangre de los enemigos.